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Día 64. La mejor película infantil que no sea animada


Hoy no dubito, puede que haya de dónde escoger, pero hay un título que se me viene nítido a la cabeza: El mago de Oz (The Wizard of Oz), de Victor Fleming, la flamante película de 1939, primera que juega semánticamente con el cambio de colores, uno de los aspectos que siempre me han interesado en el cine.

¿Quién no se acuerda de Dorothy -la famosa Judy Garland-? Se trata de una preciosa huérfana que vive en Kansas con sus tíos, acompañada por su fiel perrito Toto, con quien decide fugarse a algún lugar «más allá del arco iris»… pero son atrapados por un tornado y acaban cayendo, con casa incluida, en el mundo mágico de Oz, lleno de personajes y plantas nunca vistos, brujas malas y buenas con las que Dorothy tendrá que lidiar. Allí encuentra a sus tres maravillosos amigos: el espantapájaros, el hombre de hoajalata y el león, con los que emprende un viaje a la ciudad Esmeralda en busca del Mago de Oz, cada cual con su deseo -el primero, un cerebro; el segundo, un corazón; el tercero, valentía, y Dorothy, volver a casa-, y mientras, van descubriendo el valor de la amistad y viviendo en ese universo de fantasía que ha envuelto a los niños de ya un montón de generaciones.

La realidad es sepia, un blanco y negro virado que la hace parecer opaca y sin mucha gracia para la pobre Dorothy, mientras que el mundo de Oz está invadido de colores y música. sin embargo, allí, en ese mundo fantástico, se da cuenta de que extraña a sus tíos, su cotidianidad, ese sepia que al fin está lleno de matices y contrastes y que aunque le falten variaciones tonales, le basta para ser feliz, sobre todo porque se lleva esos maravillosos recuerdos dejados por sus amigos.

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