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¿Qué pasa con las mujeres en la literatura colombiana hoy en día?


Ponencia para el II Encuentro de Escritoras Colombianas, en la Mesa Redonda sobre la literatura femenina en Colombiana, marzo 2005, publicada en las Memorias -Homenaje a Matilde Espinosa-, Consejería Presidencial para la Equidad de la Mujer, Bogotá (ISBN 958-18-0309-2).

Al pensar en el tema propuesto en esta mesa, antes que nada, creo que debemos admitir que nos leemos poco entre nosotras. Por supuesto, el principal motivo es que poco nos publican, poco nos promocionan, poco nos reúnen. Por lo tanto, hay que celebrar encuentros como éste, así como antologías del tipo Romper el silencio, Ardores y furores, y algunas más. Sin embargo, no basta. Así que considero especialmente difícil intentar hablar de “una literatura femenina colombiana contemporánea”, como si existiera tal cosa.

Mejor, preferiría cuestionar cada uno de estos términos. ¿Puede existir una literatura, entre muchas otras, o sólo existe la Literatura, así, con mayúscula? Ahí no habría mucho conflicto, pues la literatura es una y es múltiple: hay algo en común, algo que une a Marguerite Yourcenar y a Homero, a Elliot y a Safo, una necesidad de contar historias, una vocación por la palabra, sus sonidos, sus posibilidades estéticas y expresivas; pero, a la vez, hay una gran diferencia entre ellos, pues cada quien pertenece a un momento histórico, a un contexto geográfico, a una cultura dada, y todos tienen una postura propia ante el mundo y la literatura misma que hacen diferentes sus escrituras.

Esto da pie a la posibilidad de los términos subsiguientes, aunque voy a tergiversar el orden que yo misma propuse. Aparentemente, cae por su propio peso la contemporaneidad de la literatura que se produce hoy en día. Sobra decir que durante bastante tiempo convivieron, en paz o en controversia, pero juntas, la literatura moderna y la contemporánea, si bien poco a poco aquella ha ido desapareciendo. Y no obstante, nos seguimos enfrentando a textos con estructuras clásicas, con un lenguaje institucionalizado, si se puede decir tal cosa, con temas universales, no sólo geográfica sino diacrónicamente hablando. Son aquellas novelas, cuentos o poemas que podrían haber sido escritos hace más de un siglo con apenas diferencias terminológicas o de tratamiento. Y a la vez, hay textos que incluso han superado todas las propuestas revolucionarias del siglo anterior. En esa línea de ideas, tendríamos que preguntarnos, de nuevo, si se puede hablar, en el siglo XXI, de una literatura contemporánea, como un todo homogeneizante, con características formales, narrativas o temáticas propias –y exclusivas– de la época en que vivimos, o mejor, escribimos. En otras palabras, cuestionar si el vocablo “contemporánea” se puede aplicar sólo en su sentido temporal, o si tendría aún la connotación, si no de movimiento, sí de estilo literario. Y en este caso habría que replantear, por ende, cuáles serían las características que lo cohesionan, lo anclan en el siglo anterior, y a la vez lo diferencian de los estilos imperantes en otros momentos de la escritura. Y tal cosa me parece improcedente en nuestro caso concreto.

Pasemos, mejor, a la siguiente cuestión. ¿Qué hace que se pueda hablar de una literatura colombiana, más allá de la partida de nacimiento de los autores? En este caso tal vez la respuesta sea menos compleja, y se debe a que la realidad nacional en la que estamos inmersos es apabullante. Es difícil, como escritor, como artista, como ser humano, sustraerse de ella, y así resulta complejo permeabilizar la literatura de su influencia. Los colombianos escriben sobre Colombia, sobre la realidad social, sobre la violencia, sobre la idiosincrasia. Es bien notorio, por ejemplo, cómo los que viven fuera vuelven a la tierra en sus textos con demasiada frecuencia: su literatura mantiene el arraigo que ellos quizá querrían romper. Pero todo esto sólo tiene que ver con la temática, casi siempre realista, argumentos compartidos, aunque explotados de formas muy diversas, y en muchos caso universales en su localidad. Mi interrogante va ahora más allá: ¿podríamos hablar de un estilo propio en la literatura colombiana? La respuesta me resulta aquí mucho más dudosa. Desde hace mucho tiempo (hablo a partir de lo que conozco), no surge en nuestro país un movimiento literario con unidad estilística, con principios estéticos comunes. Ni una línea narrativa definida, un seguimiento de unos derroteros marcados por antiguos maestros. Esto, por supuesto, no constituye una carencia, pero en esa medida, desde mi mirada, la literatura que se produce aquí es dispersa, múltiple, plural.

Me queda flotando la última palabra del enunciado propuesto, la más importante, en tanto es la que nos une hoy aquí en esta mesa y en todo el Encuentro, y sin duda la más polémica. ¿Existe una literatura femenina? Muchos argumentan al respecto, tajantemente, que no, así como tampoco habría una masculina. Y, sin embargo, ¿no ha estado poblada la literatura de argumentos masculinos, de miradas masculinas, de estilos masculinos, de problemas que afectan a los varones? Y al negar esos presupuestos, y considerar todo eso simplemente literario, ¿no negamos entonces el apelativo de femenino a ciertos textos sólo porque socialmente conlleva un cariz infravalorativo? ¿Es peor algo –literatura o cualquier otra cosa– por el hecho de ser femenino? ¿Debemos hacer la vista gorda ante este factor si un texto nos gusta, y considerarlo, entonces, bueno a secas?

Yo creo que la literatura femenina sí existe, y que, de nuevo, no es una, sino muchas. No es la que habla sobre las mujeres, es la que explota su sensibilidad, aquella que se apropia de su forma de mirar el mundo, la que se ocupa de los problemas que atañen a las mujeres. En ese orden de ideas, Madame Bovary podría estar en primera fila, al abordar el alma de Emma de la forma en que lo hace, con un grado de penetración tal como pocas mujeres han conseguido y una perspectiva tan femenina como pueda existir, y eso con independencia de cualquier connotación acerca de las tendencias sexuales de Flaubert. No se trata, pues, de que nos cuente la historia de una mujer, sino de que logra entrar en su universo simbólico y perceptivo. Tendría que aclarar, por si no resultara evidente, que el hecho de que un texto tenga a una heroína –clásica o desmitificada– como protagonista no lo hace en sí mismo femenino; lo hará, en cambio, el hecho de que haya en él una forma particular de narrar, de juntar unas palabras con otras, de acercarse a los acontecimientos, sucédanles a quienes les sucedan, como lo hacemos nosotras. Puede que sean verdaderamente pocos los hombres que hayan llegado tan lejos, que hayan dejado aflorar en sus letras la parte femenina de su personalidad, pero Flaubert no es el único. Y, del mismo modo, tengo la convicción de que definitivamente no todo lo que escriben las mujeres es literatura femenina. Y no porque la “trasciendan”, como algunos alegan, sino porque sus temas, sus inquietudes, sus miradas, son de diferente índole. Y esto es tan válido como lo otro, ni más ni menos.

Es cierto que muchas escritoras hablamos sobre nuestro mundo, y en nuestra práctica literaria no queremos despojarnos de nuestra femineidad, precisamente porque estamos más allá de la polémica. En mi caso, por ejemplo, en tanto que nací y he estado inmersa en un ambiente liberal, post-feminista, si me permiten llamarlo así, no siento necesidad alguna de competir con los hombres, de hacer una literatura que “pudiera ser escrita por ellos”, como si eso fuera un valor. Así que hablo desde mí misma, desde quien soy. Y sólo puedo hacerlo desde mi feminidad, desde mi condición de colombiana, desde mi única posibilidad de vivir en el mundo en el momento en que vivo.

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¿Qué pasa con las mujeres en la literatura colombiana hoy en día?, por Andrea Echeverri Jaramillo se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.

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