Andrea, cine y literatura

Críticas, textos teóricos y literarios, reposts interesantes

Umbrales


© Andrea Echeverri Jaramillo
© Arango Editores Ltda., 2004
Bogotá, Colombia
ISBN: 958-27-0052-1

Desde sus orígenes, a Rosita y Carmen María, y ahora, por supuesto, para Tomás


DE PASEO POR LA VIDA

El reloj le picaba en la muñeca: el segundero, despacioso, marcaba la cadencia de su corazón. No le gustaba esperar, y Simón se estaba aficionando a demorarse. Miró por la ventana. El día caía con lentitud desde el cerro, regando de luz el espacio de ciudad que no alcanzaba a perderse. Pequeñas marionetas y autos como de juguete se movían casi artificialmente sobre el asfalto incendiado por el zenit.

Algo surgía, un gesto de desencanto, un silencio insidioso, un repeler de las manos. ¿Ocho años al traste? Quizá era demasiado. Y ahora, Camila sentía en su piel la ausencia de pasado. A su mente recurría la pregunta «¿Qué hubiera sucedido si…?» y el descontento cotidiano se hacía cada vez más impertinente.

–¿Qué pasó esta vez?

–Tranquilízate.

Y la discusión tomaba el rumbo de siempre. Una excusa tonta, una justificación simple. Recriminaciones. Huidas. Y, por último, el silencio embarazoso, molesto hasta el final.

El almuerzo estaba sobre la mesa, a medio empezar. El camarero revoloteaba para que nada faltase. El vino, sin probar. Otra pareja, en una mesa vecina, los saludaba con la mano; sonrisas fingidas. En la ventana, un jardín de balcón que intentaba ocultar la cotidianidad urbana.

Camila se paró de repente. La servilleta cayó al piso.

–No puedo más.

Pensaba que Simón no podría entenderlo. Pero sentía una inmensa necesidad de salir corriendo, en vez de soltar el discurso que traía preparado. Quería volver a sentir la vida, reír a carcajadas, alucinarse, romper la monotonía. Despertar.

Ya afuera, llamó a la oficina para decir que se le había presentado un inconveniente y que se tomaría la tarde. Empezó a caminar. En la mente, retumbaban preguntas que hacía mucho tiempo no se planteaba. ¿Quién era? ¿De dónde venía? De su infancia, casi desapercibida, silenciosa y demasiado normal, los recuerdos eran borrosos, y ahora parecía que sólo reinventara lo que habría sido obvio en una niña como ella, la menor en una familia típica burguesa: el delantal, la niñera, el parque, un montón de muñecas, y un buen colegio, femenino y bilingüe. Ahí fue donde le inculcaron esos valores eternos e inmarcesibles que permitían enfrentar el mundo de una manera usual, de los que tanto le costaba ahora desprenderse; herramientas concretas, basadas en la convivencia pacífica, y que tácitamente implicaban, para alguien como ella, ceder, transar, asumir la supremacía de los fuertes, de los mayores, de los varones, para mantener la armonía.

Trajo a su cabeza las figuras primordiales de ese tiempo: su padre, Alberto Landínez Arias, siempre de viaje, tantas veces enfadado, ocupado en sus asuntos, en un mundo demasiado ajeno para ella, aún ahora. La familia paterna se vanagloriaba de su abolengo: el tatarabuelo había sido prócer de la patria, y su retrato presidía el estudio donde la presencia del padre se hacía mítica: del poco tiempo que pasaba en casa, permanecía en su escritorio horas enteras, y no se lo podía interrumpir, salvo cuando él, alguna que otra tarde, las llamaba, a Camila y su hermana, para leerles un cuento o contarles alguna historia. Alberto era un abogado prestigioso, dedicado fundamentalmente a las importaciones, con negocios por todo el mundo. Era un hombre atractivo, grande pero delgado, con un bigote fino que peinaba todas las mañanas, tras afeitarse la barba y untarse la misma colonia de toda la vida, y que con el paso de los años empezó a teñir con rímel femenino. Adoraba a su primogénita, María Helena, cuatro años mayor que Camila, porque, si bien con el sexo incorrecto, se parecía bastante a él, mientras a la menor le prestaba menos caso, se la «dejaba» a su mujer, como si se repartieran las frutas del desayuno.

Su madre, Teresa Villegas de Landínez, en cambio, siempre era sencilla, sin dejar nunca de ser una «señora bien», eso sí. Juiciosa, nada esnob, más bien casera. No le gustaba figurar, le aburría el bullicio de fiestas y cocteles, y aunque era una perfecta anfitriona, no le gustaba invitar a más de cuatro personas al mismo tiempo; la «sociedad» la hacía sentirse ansiosa, observada, insegura. Prefería pasarse las tardes horneando galletas de jengibre o pasteles de frutas, bordando servilletas o tejiendo saquitos y botitas para los niños pobres, después de haber cuidado con esmero todo el ajuar de sus hijas al nacer. Buena mamá, demasiado buena. Si bien siempre tuvo ayuda para la crianza, prefería, al contrario que muchas de sus amigas, ocuparse en persona de los pormenores cotidianos en la vida de sus niñas. Y siempre la prefirió, al contrario de su marido; para Teresa, Camila era su «nenita», así pasara el tiempo. Aunque no lograra entenderla, la apoyaba todo lo que podía (aunque, a veces, casi ni podía).

Por su parte, las dos hermanas nunca se llevaron muy bien. Los celos de Camila por el amor del papá eran evidentes, tanto como el desapego de la mayor, la hartera que siempre le manifestaba cuando la chiquita le sugería jugar o su madre le pedía que la cuidara. María Helena era fuerte, dominante, segura, muy Landínez, incluso físicamente: con la piel ligeramente áspera y rojiza, la nariz larga y recta, la barbilla delgada. Siempre ostentaba el poder que le otorgaba su edad: la regañaba, le prohibía cosas. Figura fundamental en su infancia, Camila muchas veces trataba de imitarla; pero entonces, si María Helena lo notaba, cambiaba de inmediato. Por eso, Camila, durante toda la niñez, siempre quiso tener un hermanito, para cuidarlo, consentirlo… o quizá para representar ante él lo que Malena era para ella; era un deseo profundo, hasta el punto de incluirlo siempre en las cartas que enviaba al Niño Dios antes de cada Navidad. Su madre no se habría opuesto, pero Alberto consideraba que dos hijas eran suficiente, y hacía bromas acerca de que podría resultar otra niña, y que cuatro mujeres en una casa sería más de lo que él era capaz de soportar.

Ella, la pequeña Camila que ahora sentía que tan poco tenía que ver con la adulta, siempre fue una niña dulce, nada problemática. Aplicada, obediente, con la intención perenne de ser la mejor en todo para agradar a sus padres. Siempre estaba entre las tres primeras del curso, y durante dos años consecutivos fue la figura central de las presentaciones del grupo de ballet infantil de una academia prestigiosa a la que acudía tres veces por semana, hasta que una luxación le impidió continuar ensayando. Sentía fascinación por los cuentos de hadas, de castillos, dragones y princesas rescatadas, de huerfanitas que acaban acogidas en familias perfectas, y de leyendas exóticas con ilustraciones paradisiacas. Le daba miedo dormir sola, pero su hermana siempre rogaba que le dieran un cuarto aparte, donde estuvieren, y su padre impedía su presencia en la cama conyugal. Si bien le gustaba jugar al aire libre, le encantaba también quedarse tardes enteras con su mamá aprendiendo a preparar postres para la familia o a coser vestidos para sus muñecas.

Pero, por sobre todo, adoraba las vacaciones. Su papá una vez al año las llevaba a países y lugares extraños. Conoció Suiza, las islas Baleares, Brasil, las Bahamas. Viajar para ella era como protagonizar sus propios cuentos. Eso era lo que más añoraba de la vida infantil junto a su padre. Porque, además, era en esos paseos cuando lo tenía para sí, así él le dedicara la atención casi por completo a María Helena; entonces podía verlo, lejano pero presente. Dejaba de ser una figura mítica y se volvía real, cambiaba regaños por risas, juegos, cuentos. Esos, quizá, eran los recuerdos más vívidos de entonces, coloreados al estilo de las postales que recolectaban en los hoteles, presentes en las muñecas y demás juguetes que llegaban con ella como souvenirs para poblar los anaqueles de su cuarto.

Sus papás se divorciaron cuando ella tenía unos once o doce años. Fue un proceso tremendamente doloroso. Primero, las discusiones constantes, los portazos de Alberto, las quejas de su madre. Y luego, un día cualquiera, simplemente la ausencia de su padre, de sus cosas. Lo que más recordaba del período siguiente era ver llorar mucho a Teresa, y quedarse callada, a su lado, sintiéndose impotente, sin ser capaz de consolarla y con su propia necesidad de consuelo también insatisfecha.

Dejó de ver a Alberto por un buen tiempo, pues se negaba a encontrarse con Isabel, la mujer con la que se casó bien pronto, de la que apenas sabía que era su socia en un par de negocios, una señora elegante y muy maquillada, con la cancha social que le faltaba a su madre, y unos cuantos años menos. Tenía mucho miedo de que tuvieran un hijo. Ya no quería ese hermano… que sólo lograría robarle el mínimo trozo de padre que restaba para ella, ese resto que odiaba pero al que se aferraba en silencio. Aún ahora, al acordarse, apretaba los puños y la mandíbula, y prefería rechazar esa figura que oprimía su memoria.

Intentó pensar más bien en sus amigas. Tenía varias, en el colegio y en el barrio, pero la más cercana era Lucía Rosas… ¡Lucía! (¿Qué sería de ella, con la eterna sonrisa y el pelo entre los ojos?). El sentimiento fraternal más grande que hubiera albergado, un afecto mucho mayor que el que habría podido sentir por su propia hermana. Habrían muerto, en ese entonces, la una por la otra. Lucía fue su paño de lágrimas cuando sufrió su primer duelo amoroso. Había conocido en la costa a Sergio, un muchacho chileno que había venido de vacaciones a donde sus primos, en la época navideña, y fue como un regalo más. Él decidió quedarse otro mes para estar con ella. De ahí siguió un amor por cartas, impregnado de mucho dolor por la distancia. De pronto, él dejó de escribirle, de contestar sus llamadas, sin dar explicación alguna, como al año del encuentro, cuando ella esperaba volverlo a ver. Camila nunca lo entendió, no le parecía posible que el amor se evaporara así de fácil. Al final del bachillerato tuvo otro novio, Eduardo, que le hacía desplantes continuos; no había mucho amor, pero, de nuevo, sí sufrimiento, pues él atacaba su autoestima de todas las formas posibles. Y como siempre, su amiga estuvo ahí para escucharla todas las veces que quiso reconstruir la historia.

Se sentó en un banco, en un parque muy verde, bien vigilado y mantenido. Pensó en darle de comer a las palomas, pero no tenía maíz, ni había ningún ave cerca. Algunas mamás, y sobre todo niñeras, entretenían a niños pequeños, unos cuantos vestidos con delantal de cuadritos. También había alguna gente paseando sus perros. Se sintió desolada, vacía, triste.

Siguió con su recuento. Luego venía el período más excitante, el año en Inglaterra, al salir del colegio. Ahora parecía que hubiera pasado un siglo. La bruma londinense volvía a su cabeza, las noches de desvelo, el invierno brutal, enloquecedor de soledad; las escapadas a Cambridge, a Escocia, a París; la nueva amiga, Joanne, y el gran amor, Simón. Dieciocho años y el mundo en el bolsillo.

Aunque quisiera evitarlo, los recuerdos de su vida con Simón la apabullaban. Tras haber vivido juntos sus últimos días, su verano, en Londres, jugar un año más tarde a ser novios en casa resultaba absurdo. Había regresado sólo por ella, desdiciendo sus juramentos de exilio, olvidando su «estelar» porvenir. Así, resultó inevitable: matrimonio.

No fue difícil. Al final, él era un buen partido. Su padre, desde el teléfono de quién sabe qué jet ejecutivo, dio una aprobación desatinada, y envió un cheque, bastante más necesario, para un apartamento. Los primeros meses parecían sacados de retazos de películas. Se entendían a las mil maravillas. Paseaban los fines de semana, jugaban cartas, cocinaban, hacían el amor tres o cuatro veces por semana. No obstante, casi desde el principio, ella empezó a tener esa sensación, la misma que no se había podido quitar hasta este instante, ocho años después: estaba actuando. Era la protagonista de un amor y de una vida de pareja demasiado sublime.

Pasaban todo el tiempo juntos, casi sin involucrar a nadie más. Se alejó de sus amigas, de sus compañeros, hasta de su madre. Todos los proyectos se compartían; él le ayudaba a hacer los trabajos de la universidad, la acompañaba a estudiar por las noches. Ella le sugería ideas para su trabajo y se mantenía al tanto de sus cosas. Todo era perfecto.

¿En qué momento la imagen de esa felicidad empezó a resquebrajarse? Quizá cuando estaba haciendo la tesis, como a los dos años de casada. Pasaba en casa todo el día, leyendo o frente al computador. Recalentando comida en el microondas. En las noches, algo de televisión o alguna película de video. Mientras tanto, la buena racha laboral de Simón se alejaba, sin que eso implicara una disminución en su ritmo de trabajo. En cambio, su humor sí cambió. Se hacía agrio, a veces. Ya no conversaban como antes. Sus mundos se empezaban a distanciar. Desconcierto, que ahora reconocía como premonición del rencor que se iría filtrando en la relación hasta hacerla invivible.

Había retomado su caminata, tras comer un helado dietético. El ruido del tráfico iba creciendo cada vez más. Se hacía tarde, y tenía que recoger su carro en el restaurante, ya muy lejos de ahí. ¿Adónde iría? La decisión estaba tomada: las cosas iban a cambiar.

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CARA A CARA

Clara Guerrero había sido su profesora de psicodinámica en sexto semestre. Tenía unos cuarenta años, prístinas canas y cuerpo descuidado. Al principio no despertó ningún interés en su alumna. Era puntual, rigurosa. Su voz se desplazaba en tono bajo por toda el aula, llena de frases largas, complejas, algo ambiguas, que no permitían descubrir al instante la brillantez que encerraban. Poco a poco, guió a sus discípulos por los caminos de Fromm, de Lacan, de Jung, de Anna Freud. Levantó el velo de la conciencia en forma imperceptible, paulatina. Fue desdibujando uno a uno los límites de la normatividad imperante no sólo en la academia, en la sociedad misma, y les dejó entreabiertas las puertas de un mundo sin censuras. Fuera de clase, no hablaba nunca con los estudiantes, ni siquiera para atender reclamos, porque de hecho tampoco se presentaban. Desaparecía, nada más, con la misma sutileza con que lograba imponer sus puntos de vista, al punto de que muchos de sus alumnos se los apropiaban sin otorgarle un crédito que ellos mismos no reconocían ni ella esperaba.

Alguna vez conversaron un rato, por un trabajo que Camila le había presentado. La profesora expresó que intuía su potencial, pero creía que haría falta un gran esfuerzo para canalizarlo hasta que diera todo de sí. Le dijo que la consideraba una de sus más brillantes discípulas y que esperaba mucho de ella. Y sonrió. Algo se activó. Se sentía especialmente halagada, pues sus elogios no eran habituales. Desde entonces, permitió a conciencia la entrada a su mundo de todos los conocimientos, ideas inquietantes y rupturas que Clara profería en clase. Percibió con lucidez su enriquecimiento consecuente. Por la admiración que sentía, le habría gustado prolongar el acercamiento de esa única charla; sin embargo, recién casada y con millones de cosas en la cabeza, permitió que aquél fuera un hecho aislado, importante durante todo el semestre, y que resurgía en su mente si por casualidad la topaba en la escalera o en el vestíbulo, pero nunca se atrevió a detenerla más allá del saludo, y luego, como suele suceder, al perderla de vista la olvidó.

La amistad sobrevino de repente, mucho después, un domingo frío. En la mañana, Camila fue con Simón a uno de tantos Conciertos para la Juventud, un recital de música barroca. Dos filas atrás estaba sentada Clara. Se saludaron con cortesía. La mujer, desde su posición privilegiada, observó un buen rato a la pareja. Camila se sentía incómoda con los ojos en su espalda, sobre todo por la frialdad de su marido que le parecía evidente ante los demás. Lo había convencido de acompañarla, pues insistía en retomar el hilo de la relación que a veces sentía perdida. Pero el logro tuvo un costo desgastante. Discutieron antes de salir y no musitaron palabra en el camino. El particular y dulce sonido del clavicémbalo distensionó su cuerpo, aunque el espectáculo no la satisfizo como esperaba. Los niños, enviados en tropel por sus profesores, anotaban sus impresiones y no sabían mantenerse quietos ni callados. Al final, buscó a su maestra para despedirse, pero había salido ya, con sigilo, como siempre.

La tarde no auguraba nada. Transmitirían un partido de fútbol por televisión, y no deseaba soportar la ansiedad de Simón. En el periódico anunciaban Cara a cara, de Bergman, en una sala de cine-arte. Aunque su ánimo no daba para tanto, no veía otra salida. Sabía que a Simón no se le ocurriría seguirla; eso era lo importante. Salió aprisa, sin despedirse. Se sentía como un prófugo desapercibido; algo contradictorio: por supuesto, aquél no desea que lo encuentren, pero, a la vez, se siente tan orgulloso de su hazaña que querría que todo el mundo se enterara. Si Simón se daba cuenta de su huida, de seguro haría reclamos, se entablaría una discusión más y ella acabaría por volver a casa como el hijo pródigo. Y, sin embargo, sentía al mismo tiempo dolor por su ensimismamiento que no lo dejaba ver lo que ella estaba haciendo, y unas tremendas ganas de gritarle «¡Mira, me escapo, no puedes retenerme!». Claro que todo resultaba absurdo. Sólo iba a cine, y sabía de antemano que en pocas horas volvería.

Llegó pronto. Aún no habían abierto la taquilla. No había sacado bolso, así que no tenía ningún libro para entretenerse. Estaba ansiosa, excitada. Un vendedor ambulante le ofrecía dulces. Si bien no había almorzado, el hambre no se asomaba. Lo dejó ir, pero, un segundo más tarde, en medio de una mezcla de angustia, temor y volatilidad (tan contradictoria que no podía durar ni un instante), lo llamó y compró un cigarrillo. En su adolescencia, como todos, fumaba al escondido en los recreos, y en Londres el tabaco había sido un buen compañero en ocasiones. Pero de eso hacía nueve años. Ahora se sentía en una pilatuna. Primero le provocó tos; luego se mareó. Pero le dio una sensación de libertad incontrolable, inaprehensible. Degustó cada aspiración, como si se estuviera fumando la porción de vida que el mundo deparaba para ella. Ni siquiera le agradaba el sabor, pero fumar fue una labor obstinada, juiciosa, que la ocupó por completo, de lleno, hasta la última consecuencia.

Al acercarse al filtro, una voz la disipó de su humeante concentración.

–¿Catalina Landínez? Creí reconocerla esta mañana –dijo la misma figura que había sentido tan presente detrás suyo en el concierto.

Camila. Sí, soy yo. Tuve clase con usted hace unos años. –Lo dijo de pasada, como por llenar el espacio con palabras.

–La recuerdo, usted siempre me planteaba preguntas interesantes…

–Gracias. De algún modo, usted me cambió un poco la mirada del mundo.

–Me encanta oírla decir eso, pero preferiría que el cambio hubiera sido radical. ¿Viene a ver la película?

Camila asintió mientras apagaba el cigarrillo con sumo cuidado, sin doblar la colilla, el último símbolo, el fin de esa existencia que había llenado sus pulmones. Casi no hacía caso a lo que ocurría a su alrededor, incluida su propia conversación con Clara.

–¿Desde cuándo fuma? Nunca lo hacía en clase. –No había asomo de juicio en sus palabras.

A pesar de haberse equivocado con el nombre, de nuevo sintió el halago de que ella recordara algo de su comportamiento.

–No suelo hacerlo. De hecho, no fumaba desde que llegué de Londres, antes de entrar a la U.

–¿Y qué la lleva a hacerlo ahora? En el concierto estaba del brazo de un hombre. Ahora, sola, tiene un cigarrillo entre los dedos…

–Es mi marido. Y, bueno, lo de fumar, no sé por qué lo hice– quería justificarse–. Fue casual. No traje ningún libro, estaba sola, todavía no se puede entrar a la sala… –De pronto se sintió juzgada, atrapada in fraganti–. Además, si lo dice por lo del símbolo fálico, ése es un clisé bastante relativo y tendencioso. –Le daba rabia que una mujer que apenas conocía viniera a trivializar o a pragmatizar una cosa tan simple y tan compleja, que había sido, de algún modo, tan profunda para ella.

–No quise molestarla. –Silencio. Y entonces:

–Sí, simplifiqué. Pero resulta extraño. No sé por qué, pero intuyo que es algo importante: usted, una joven de apariencia algo estoica, metódica (no sé cómo expresarlo), que no tiene el vicio a priori, que no aparenta tener deseos de experimentarlo todo ni de cometer estupideces, sólo tomaría un cigarrillo en una circunstancia especial.

Camila se sintió desnuda. Quizá sí era ese símbolo lo que buscaba. Sin Simón, sin su esposo al lado, se sentía desprotegida, y no tenía siquiera un libro como escudo. Ese palillo cilíndrico, entre sus dedos, en su boca, era como una distancia que le ponía al universo, a ese pequeño grupo de desconocidos que esperaban junto a ella. No obstante, también era todo lo demás. Sentir que infringía una regla, rebelarse, aprehender la vida en esa mezcolanza de picadura, nicotina y humo.

Compraron las boletas y se sentaron juntas, en las sillas de atrás, en un extremo de la fila. Camila, que no había visto la película, sintió desgarrarse algo dentro de sí. En una secuencia, cuando la protagonista está sola en el apartamento, tras un encuentro espantoso, sin notarlo, cogió el brazo de su antigua profesora. A partir de ahí, en cada escena dura, Clara tomaba su mano con dulzura para tranquilizarla.

La película no fue fácil para Camila, pero sólo mucho después, cuando el argumento ya estaba olvidado, entendería cuán trascendental había sido para su vida. Por sí sola, y también por lo que implicó, por su coyuntural encuentro. Tras un arduo camino interior, ya al encontrarse en el umbral, el filme la empujó a cruzarlo, a enfrentarse a sí misma, a empezar ese no menos complejo camino que tenía por delante, y del que ya no podría desviarse. Fue sólo un elemento entre mil, sí, pero clave, activador. Ahora no podía evitarse, evadir mirarse de frente. No de inmediato, pero desde entonces, las preguntas que flotaban en su mente, seminvisibles, empezaron a tomar forma, a adquirir palabras racionales que permitieran su formulación. Y, de ahí, la eterna búsqueda de respuestas.

Cuando terminaron de correr los créditos en la pantalla, Camila estaba muda. Ante el consabido «¿Qué tal?» de su compañera, sólo pudo encogerse de hombros. Pero al salir del teatro, la inquietud, la cortesía, la obligaron a hablar un poco, en contra de su interna voluntad. Caminaron juntas hasta el parqueadero.

–¿Vamos a tomar un café? –invitó Clara, con un tono que indicaba que de veras lo deseaba.

–Lo siento, pero no puedo. No le dije a Simón adónde iba, así que debe estar preocupado. –Era más una disculpa para escaparse del destino. Le inquietaba la proximidad que habían desarrollado en el cine, y sabía que una conversación seria con Clara podría desatar muchas cosas en ese preciso momento de su vida–. Pero, si quiere, la puedo acercar a su casa, si no tiene carro. –De nuevo, sus buenos modales hablaban por ella.

–Vivo un poco lejos, pero hoy se lo agradecería especialmente. –Clara buscaba pretextos para no perder el contacto–. En domingo es muy difícil encontrar transporte.

Camila conducía muy rápido, para salir pronto del trance. Clara vivía en las afueras de la ciudad, por un camino poco habitual para ella. Al hacer un cruce, confiada en la ausencia de tránsito, no se fijó en la dirección contraria. Clara estaba tensa; sentía el temor de Camila. La barrera que le ponía parecía infranqueable. De repente, un frenazo en seco. No alcanzaron a rozar el otro auto, pero ambas quedaron paralizadas. Camila temblaba. El otro conductor, un padre de familia que de seguro venía de un eterno almuerzo campestre, ya al anochecer, profirió el típico insulto: «¡Tenía que ser mujer!». Clara se estremeció de ira, pero se contuvo. Se detuvieron un rato, mientras se calmaban. Clara preguntó por su vida, qué había hecho desde que salió de la universidad. Camila respondió con el discurso prehecho, las maravillas de su existencia, su gran trabajo, su perfecto matrimonio, los planes para el futuro. Pero sabía que Clara se daba cuenta de que mentía. Su desconsuelo vital se hacía evidente, más aun al salir de ver a Bergman. Por suerte, llegaron al chalet. No quedaba muy lejos, pero el aire era distinto, claro.

Camila se negó a entrar. Se despidieron con formalidad, y Clara le ofreció su casa para que fuera cuando quisiese. Ella prometió hacerlo, a sabiendas de que era una simple respuesta cortés, no una intención. Esperó a que la otra entrara y vio encenderse la primera luz. Dio la vuelta justo en el instante que el sol terminaba de ocultarse. Cerca, veía la ciudad iluminada, regada por el último recodo del atardecer. La bruma y el sonido del viento a través de la ventana abierta. Las lámparas que dejaba a su paso, como si fueran ellas las que se alejaran. Todo era vívido.

Desde el parqueadero del sótano, subió por las escaleras. No encendió la luz del rellano. Buscó en los bolsillos. Volvió al carro, esculcó en la guantera, en los asientos, en el piso. Nada. Claro, en su afán al salir, sin que él lo notara, sólo saco las llaves del carro; las del apartamento quedaron en el bolso. Así que decidió tocarle a Simón. Él armaría problema por su descuido, pero nada podía hacer. Timbró. Dio tres o cuatro golpes, cada vez más fuertes. No le abría. Bajó a la portería, y el celador le explicó que Simón había salido «antecitos de comenzar el partido, seguro se fue a verlo con los amigos». ¿Pero adónde, con quién? El portero no le supo dar razón.

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CLARIDAD ANTE TODO

Clara, como la luz del alba en la montaña, como la del huevo, como la camisa del eterno uniforme escolar. Nunca le ha gustado su nombre. Le parece, por supuesto, demasiado claro, y ella no es así. No se entiende del todo a sí misma. Y jamás las cosas claras le parecen tal. Sería más fácil comprender el abismo o la cúpula celeste o un poema en latín que la simple ecuación de dos más dos son cuatro. ¿Por qué tendrían que serlo? Para ella, dos más dos siempre serían dos y dos, o uno y uno junto a otros uno y uno. Tampoco era claro que al torcer la larga aguja del modo indicado, siempre, se formara un punto para una cadeneta. Ni que la leche, justo cuando uno se descuida o parpadea, crece y destroza la perfecta limpieza del fogón de la blanca cocina de la inalterable casa de su madre –porque siempre fue de ella, por sobre todos los demás cohabitantes: su padre, sus hermanos, su tía, la vieja criada, criada para serlo–, con la consecuente reprimenda, com32 puesta por las mismas palabras –que, de paso, eran menos claras aun.

Tal vez eso la incitó a estudiar medicina. Entender la claridad humana. Pero era sólo la claridad –no tan clara– del cuerpo. Así que luego estudió psiquiatría –¡horror!– y, al final, psicoanálisis. Para complementar su confusión, ahora. Sin lugar a dudas, su mayor incógnita, su más grande preocupación, su interés más vivo, es el hombre. El ser humano, por supuesto; no el varón. No ese ser tan ajeno y distante, tan absurdo y tan pegado de sí mismo, engrandecido por su ancestral dominio de las cosas. Para ella, cada ejemplar masculino involucrado en su vida casi perdía su connotación varonil. Arenas, su ex marido, era sólo el padre de su hijo, como había sido antaño su compañero de pupitre y de disección, y luego de las soñadas e inexistentes hazañas, su contraparte, su opositor. Pero, en ese entonces, el hombre aún era hombre, rodeado de misterio y de elementos atrayentes, el que daba temor e inseguridad, el que creaba un nudo de competitividad. Cosas del pasado. Por su parte, Julián, ese ser incomprensible y entrañable, es ahora el nuevo compañero de juego, éste sí de verdad, su hijo y su contertulio, su limite y su extensión. Y los demás se dividen en cuatro categorías: los desconocidos que atienden una caja de banco, que sirven un café o que caminan cerca y dicen alguna idiotez, insignificantes en sí mismos; los de vez en cuando lúcidos interlocutores en seminarios y asuntos laborales; los seres hechos de piel, cuyo único sentido lo proporciona el que satisfagan sus necesidades carnales, y los escasos pacientes que por absurdas razones (normalmente argüidas por sus parejas) acuden a una psicoanalista que trabaja con, por y para la mujer.

Porque la mujer es otra cosa. Una promesa, un descubrimiento cotidiano, un ser en los albores de su protagonismo. La agredida, la confusa, la presente, la dolida, la alienada, la tantas veces estúpida. La caja de sorpresas.

Su trabajo le fascina, le ocupa todo su tiempo, su vigor y sus reflexiones. Dedicarse al género es lo más gratificante de su vida. Apenas le queda tiempo para sus demás aficiones, que una y otra vez retornan a ése, su objeto de interés. La docencia, que lo complementaba, se alejó de su vida hace poco por razones pragmáticas, amén de algunas diferencias con las directivas de la facultad que se fueron agudizando con los años, pero continúa dictando uno que otro seminario y cortas conferencias por doquier. Sobre la mujer, claro, y sobre el amor.

El amor. Ese otro elemento que antaño fue perturbante y que ahora sólo constituye materia de estudio analítico. Es interesante. Sobre todo en este momento de su vida, cuando lo observa desde afuera, involucrándose sólo en forma intelectual. El amor, sentido por las mujeres, vivido por ellas, suplicado, regalado, represado, sublimado. Y, a veces, retribuido. Sustancias químicas en el cuerpo, cambios de comportamiento, enajenación. Aunque se lo niegue mil veces a sí misma, ¡cuánto lo ansía! Pero lo conoce tan bien, desde las palabras y los libros, que no tiene la menor intención de exponerse a él. Con saciar la piel, de tanto en tanto, le basta. Y el afecto lo suple su hijo. ¿Para qué más?

Le encanta la juventud. Ése había sido el motor para dar clases tanto tiempo. Al principio, se había sentido un poco decepcionada. Tantos muchachos banales, ocupados tan sólo de su apariencia, de su ombligo, de su obtuso mundillo. Pero algunos estudiantes, casi siempre mujeres, hay que decirlo, dejan intuir algo especial, detrás. Le encantaba corregir esos trabajos. Los que, de algún modo, iban más allá de repetir con otras palabras lo dicho en clase y los textos leídos.

* * *

Esta mañana, al quedar sola, como no tiene ninguna paciente programada, decide permanecer en casa para ordenar las pilas de papeles que se han ido acumulando en su estudio. Pero se distrae al archivar lo que ya no hace falta. Saca una caja del armario, llena de trabajos finales que sus alumnos nunca reclamaron. Se detiene a observar los que va sacando, sin prisa. Ojea uno y lo deja de lado. Empieza a leer otro, sobre las implicaciones de los sueños en la conciencia. Lo recuerda con vaguedad. Esta firmado por Camila Landínez, e intenta evocar su presencia. Era una jovencita bonita e inteligente, demasiado sumida en las normas, quizás. O, más bien, en la razón. El ensayo está bien escrito, pero se remite demasiado a los textos leídos, si bien a más que los sugeridos por ella. Le habría gustado hallar ahí ejemplos propios, estudio de sus propios sueños, introspección, algo… Pero, de todas formas, en él se nota una gran capacidad de análisis y de síntesis. Se encuentra a gusto. Hace tiempo que no siente este placer de dedicarse a naderías. Empieza a leer otro ensayo de otra alumna…

* * *

Ahora, Clara está sentada sola en un café. Sobre la mesa, hay un pequeño florero con un clavel a punto de marchitarse. Espera su té y lee un periódico. No hay mucha gente, algunas parejas, tres hombres en una esquina, riéndose. El diario no tiene muchas cosas interesantes; lo deja a un lado y empieza a beber. Un joven llega apurado. Se sienta en su mesa y se disculpa por la tardanza. Ella dice que no importa, que el tiempo se diluye y que ya están allí, y eso basta. Él toma su mano, ella lo rechaza. –¿Vamos?– pregunta. –Cuando quieras– dice él, y se levanta. Salen de allí. Se montan en el jeep y recorren la ciudad. Entran en un motel y tardan hora y media. Ella lo deja en el centro y se va, cansada, a su casa.

Sabe que no volverá a ver al muchacho. Le parece sensible, pero le irrita la facilidad con la que se dejó seducir. Un encuentro de coctel, donde se lo presentaron como alguien que quería conocerla. Un ser lleno de preguntas que ella no quiere contestar. En cambio, a la leve insinuación de un «¿Nos marchamos de aquí?» él tiene todas las respuestas. Vive con alguien, así que hay que ir a un lugar que él conoce… Tres o cuatro encuentros y basta. Éste fue el último.

* * *

Está irritada. Julián tiene la música con todo el volumen del equipo, y comienza la discusión.

–Te estás volviendo muy desconsiderado.

–Lo que pasa es que tú jodes mucho, Clarita.

–¿Qué sentido tiene el hecho de que te pongas intransigente?

–Si lo que quieres es que me vaya, lo voy a hacer, no te preocupes; no me tendrás que soportar mucho tiempo, ¿sabes?

sabes que no quiero que te vayas. Sólo espero que respetes nuestra convivencia.

–Está bien. Mejor salgo. ¿Puedo llevarme el carro?

–Haz lo que quieras.

Clara entiende que su hijo es difícil, en medio de su dulzura, de su talento, de su integridad. Pero su adolescencia parece eterna, con sus vicisitudes complejas, con el miedo que acarrea en seres frágiles como él. Le preocupa, y ahora que quiere permanecer mucho tiempo a su lado, suplir las ausencias en su infancia, es él quien se aleja. Ese niño cariñoso, que la esperaba despierto hasta la hora en que llegara, lo que más ha querido en el mundo, pero a quien antes no dedicó el tiempo necesario y hoy se le va de las manos…

* * *

Clara, Clara, Clara Guerrero. Le gusta más su apellido. Porque no ha hecho más en el mundo: guerrear. Guerrear por su puesto en él, por ser respetada, asumida en lo que hace. Para vivir su propia vida, la que rigen los astros y ese destino incierto, pero que maneja ella misma, ella sola, sin intervención de humano alguno, más allá de su propia crianza. Guerrear por Julián, por hacerlo él mismo, pero a la vez lo que ella quiere que sea, de algún modo. Al menos darle las alas, para que él emprenda su vuelo solitario, quitarle el miedo, descubrir los velos que lo ciegan. Guerrear por la mujer, por su condición nueva, por su vindicación en una sociedad como ésta, que miente tanto al respecto. Sí, miente, porque asume una cierta «liberación femenina» acomodada, facilista, que la obliga a desdoblarse, a seguir siendo la misma mujer de siempre, sumisa, servil, además de la que ahora quiere ser, una persona «superada», con esa doble jornada que la agota, la hace casi arrepentirse de lo que está logrando… Guerrear por su independencia, por su validez, por su autocomprensión, por su aceptación en este mundo de hombres. La mujer está cambiando cada día más, en sí misma, como género y como suma de individualidades, parece que nunca termina de hacerlo, está intentando tomarse su lugar; ella sólo procura validar intelectual, psicológicamente, ya que no en forma pragmática, estas transformaciones.

Clara toma en sus manos el cuarzo que esconde, colgado de una cadena de plata, bajo su blusa, cual si fuera su lanza. Le da vueltas, lo toca, lo soba, procura descargar toda la energía negativa en él para que la transforme… Quizá la avergüenza un poco usar este tipo de armas, tan volátiles, tan ambiguas, usualmente tan mal utilizadas. Pero, en esos sueños que no se atreve a confesarse en voz alta, ella es una guerrera de la Era de Acuario, enfocada, por supuesto, a dirigir el pelotón femenino, en esta era femenina, a asociar nuevamente el yang a estos seres yin, despojados de sus inherentes atributos masculinos por esta sociedad occidental castrante; y, a la vez, dotar de yin a un mundo que se ha reducido al yang… Es la guerrera mítica, liberadora, más que héroe, símbolo, bandera. Todo esto sólo lo piensa cuando está sola por completo, cuando ha terminado todas sus lecturas y sus escritos, cuando nada queda pendiente, para que no llegue a filtrarse ni por asomo ni en conversación ni en texto. La Nueva Era suele malentenderse, infravalorarse, gracias a la cantidad de charlatanes que se aprovechan de semejantes movimientos para embaucar a los simples, y de ahí se pasa a pensar que todos lo son, que todo es un invento profano, sin entrar a investigar los cambios celestes innegables, los signos del cambio palpables en la humanidad, las filtradas implicaciones de tal cambio… No, ella prefiere guardar sus inquietudes para sí, porque tampoco le interesa que eso desvirtúe su credibilidad como investigadora, como teórica, como analista. A pesar de sí misma, cuida su imagen, y acaba por mostrar algo que no es tan cierto, una Clara que es de cierto modo otra Clara, más clara que la original.

* * *

Julián la deja en el centro, antes de irse a Suesca a escalar. Compra los periódicos dominicales y se sienta en el parque Santander para leerlos. Hay cosas interesantes, pero no está de acuerdo con los editoriales, como siempre. Lee el cuento del Magazín, y deja para lo último Quino y el tarot. Piscis, como todos los domingos. Velas amarillas, para enfrentar el destino semanal. Los arcanos están a su favor, y encontrará interlocutores que darán nuevas luces a su mirada.

Según el plan trazado, va a un concierto de música barroca. Nada del otro mundo. Entre el público, ve a una mujer conocida. Se pregunta quién es, y durante el almuerzo, donde una colega, la asocia a la alumna que escribió uno de los trabajos que releyó días atrás. Convida a su amiga a ir a cine, tras buscar una buena película en el periódico, pero ella se excusa. Así que se marcha sola.

A la entrada del cine vuelve a encontrar a la vieja alumna, y decide hablarle. Le parece tímida, pero intuye de nuevo una interesante riqueza interior que se propone alcanzar. Camila, la joven en cuestión, es reticente pero culta. La siente angustiada con el impacto que genera la película, un Bergman típico y recalcitrante, pero no sabe cómo actuar. Quiere entablar conversación con ella, pero Camila sigue rehuyendo. Finalmente, le pide que la lleve a casa, con la intención de sacarle algunas cosas, pero Camila la deja en la puerta y se va.

De nuevo sola. Condición humana, la soledad hace parte de su vida. Frecuenta poca gente, y su principal compañía la constituye su hijo, que no ha llegado aún. La falta de gente nunca ha sido problemática, pero hoy tiene ganas de hablar. Quizá por lo que dijo el horóscopo. Enciende la radio, en la emisora que Julián ha dejado marcada. Le da lo mismo lo que suene, sólo quiere sentir bulla. Toma un libro de su gran biblioteca y comienza a leer, esta vez sobre astrología egipcia. Es algo complejo, y necesita un diccionario para traducir las palabras que se salen de su léxico anglosajón.

Hace frío, así que enciende la chimenea, y se recuesta sobre un cojín, muy cerca al fuego. Pero no deja de pensar en Camila Landínez. No tienen gran cosa en común, según parece, pero en ella ve la juventud femenina, la capacidad que ya empieza a faltarle de arremeter nuevas empresas, de hacer algo para cambiar el mundo. Por un comentario hecho en el cine, sabe que su clase, sus charlas, hicieron mella en la joven. De nuevo añora la docencia, en tanto puede inculcar sus valores a gente en formación, aún moldeable, que puede dar frutos renovados. Camila perteneció a su penúltima generación de discípulos, de hace ya varios años, pero tal vez siente que la enseñanza no está concluida, que podría aún darle montones de herramientas. La nota insegura, formal, casi formalista. Se pregunta qué habrá debajo de su coraza.

E inesperadamente, el destino le trae las respuestas que esperaba. Camila ha regresado, y poco a poco se deshace, frente a ella, de su máscara, de su escudo. Levemente, pero lo suficiente para que Clara entienda sus miedos, sus tabúes, sus prevenciones. No sabe por qué, pero le dan unas ganas tremendas de guiarla por la vida, en las mutaciones vitales que presiente que se le avecinan a su nueva amiga… pues, de hecho, surge esta ansia de amistad, de afecto, de solidaridad de género, concretada no en una paciente, ni en una estudiante, sino en una igual, así partan de enormes diferencias.

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INTROMISIONES

Se acordaba ahora de esa noche; tan sólo con cerrar los ojos podía oscurecer la tarde y retomar la historia. Ese había sido el principio del fin. El punto de no retorno. Caminando de regreso al restaurante, ya con la decisión tomada, por fin se daba cuenta de que ese encuentro era el hecho más importante de su vida adulta, el origen de todo. Cada acto de ese día había sido relevante, pero uno solo, descontextualizado, no habría significado nada. En cambio, el conjunto, la situación con Simón, el encuentro primero, la pelea, la sensación de asfixia, la huida, el cigarrillo, la película, la compañía, la proximidad, la incomodidad, la ausencia, todo junto, había sido la antesala necesaria para el desencadenamiento posterior. Manejaba sin saber adónde ir. Aquella noche, como esta tarde, cosa en verdad inusual, iba sin rumbo. Ese domingo había sido como el ensayo para su actuación de hoy, su premonición, la firma de la sentencia. Extrañó el radio de su carro, robado hacía un tiempo. Simón le había dicho que no se preocupara, que él le iba a regalar uno excelente, con CD. Se sentía tonta por confiar aún en él.

Recorrió las calles como inconsciente. No miraba alrededor, apenas hacía caso a las señales y a los carros cercanos. En cambio, su pensamiento volaba como nunca. Sentía que era él quien la halaba, le señalaba el camino. Así, maquinalmente, sin entenderlo, cuando abrió los ojos a la conciencia estaba a un kilómetro o dos de donde había dejado a Clara. Dudó. Al final, decidió llegar hasta allá. Sin descender del carro, observó la construcción. Era una casa pequeña, con vigas de madera y techo de paja. Dos pisos y un altillo diminuto. Ahora no sólo estaba iluminado lo que adivinaba como sala, sino una habitación del segundo piso, y salía un poco de humo por la chimenea.

Al bajarse del auto se encaminó hacia la luz. Despacio, de frente. Pero, como una mosca en el aire, se detuvo al instante, a unos pocos metros de la puerta, y dio un giro de noventa grados. No era ella la que caminaba. O tal vez sucedía que la casa era un campo magnético que la repelía. Mejor, seguía siendo el miedo. Comenzó a rodear la casa, con sigilo, tras los arbustos, bajo las sombras. Ya estaba decidido: no timbraría. Nada más husmearía por ahí, a través de los cristales, con ayuda de la noche despejada, coronada por una luna creciente, propicia.

–¿Qué haces aquí?– dijo Clara, asombrada.

Camila se sobresaltó. No esperaba ser descubierta. Vio la puerta de la cocina, a unos pasos diagonal a ella, entreabierta. Además, también la sorprendió el tuteo.

–¿Y usted?– dijo, marcando la distancia verbal.

–Salí a recoger leña. Pero no se responde con otra pregunta. ¿Qué hace aquí?

Camila se avergonzó. No sabía la respuesta. Se encogió de hombros. Acompañó a Clara por unos troncos, mal cortados, arrumados bajo un porche trasero. Luego entraron. La cocina era amplia, con un gran fogón de carbón, algunas ollas, decorativas, de cobre, y una mesa cuadrada, cubierta por un mantel plastificado. Le pareció espantoso, a diferencia de todo lo demás. Siguió a su anfitriona a la sala. Poltronas cómodas, cojines, media luz. Una lámpara de pie, apagada, en un rincón. La iluminación provenía de la chimenea, empotrada en un banco de piedra, y de una lamparita belle epoque en un rincón.

–Voy a preparar más té. ¿Quiere?– preguntó Clara, después de meter un par de troncos al fuego y dejar los demás sobre la piedra.

Camila asintió. Quedó sola. No se oía más que el sonido del fuego al abrasar la madera. Observó. Sobre el suelo, al lado de los cojines que insinuaban la anterior presencia de Clara, un libro abierto, que dejaba ver una carátula violeta, con una figura cósmica brillante dentro de un triángulo amarillento. Astrology in the Egyptian Culture, alcanzó a leer. No se atrevió a levantarlo. Miró los precolombinos y los tapices de las paredes. Luego se sentó, en posición de yoga, frente al fuego.

–En un momento está el agua. Bueno, no respondió mi pregunta.

–Me quedé sin llaves, y Simón no estaba.

–De nuevo, la duda, algo de vergüenza–. Me puse a manejar… y llegué acá. ¿Interrumpo? –preguntó, señalando el libro.

–No. Me alegra verla. No viene mucha gente a mi casa.

Hablaron del trabajo, de los proyectos de Clara. Camila se interesó bastante. Hizo preguntas, más que comentarios. Se sentía a gusto. Tomaron el té en la cocina. Clara le presentó sus dos gatos. Camila detestaba los felinos, los encontraba peligrosamente impredecibles. Se acordó del perro de Lucía, un ovejero inglés, juguetón y cariñoso, que dormía a sus pies en los fines de semana que pasaba con su amiga. Le habló sobre él.

–En el colegio tenía una compañera muy querida. Pasaba mucho tiempo con ella, y a veces me quedaba en su casa. Ella tenía un gran perro, blanco, lanoso. Se llamaba Pancracio. Era muy perezoso, y me encantaba jugar con él. Me sentía segura. Creo que es verdad lo de que el perro es el mejor amigo del hombre.

–El perro es como un burócrata. Siempre está a los pies de su poderoso amo, lamiendo sus zapatos. En cambio, el gato, aunque también doméstico, nunca cambia su mundo por el humano, mientras que, a la vez, se asemeja más a él en su interioridad.

–Pero, no sé cómo decirlo, es muy utilitarista. Sólo está ahí cuando uno le da comida.

–Tal vez, pero insisto en que se parece más al espíritu del hombre, en su punto máximo de evolución, quizá. Es independiente, libre. Da afecto a su modo. Puedes irte de viaje y sabes que él sobrevivirá sin ti, y luego te recibe con la misma mirada, como preguntándose «¿Sigues siendo mía, verdad?», pero sin pedirte mucho, respetándote. No invade tu espacio, sólo lo comparte en ocasiones. Además, es hermoso, sensual, ágil. Un regalo a la estética. –Un silencio corto, pensativo. Y entonces: –El felino es un ser intuitivo, se comporta según lo que siente, siempre; mientras que el perro es un animal más racional, si pudiera decirse tal cosa.

–Yo pienso lo contrario. El gato, ¿cómo lo dijera?, parece como si lo tuviera todo calculado, busca a priori su comodidad; en cambio, un perro demuestra lo que siente, cuando está triste, cuando esta contento, cariñoso, juguetón…

–Pero también todo eso está predeterminado. Es como una niña consentida, que hace «moños» para que el papá le dé todo lo que ella quiere. Farías –tomo al gato pequeño, que acababa de beber su leche, en su regazo y comenzó a acariciarle el lomo–, por ejemplo, nunca esconde lo que siente. Si se enfada, me lo hace saber, y de tanto en tanto viene a darme besos. –De pronto, el gatito saltó de sus piernas y salió velozmente de la cocina hacia el jardín–. Y, como ve, se va en cuanto lo desea, sin detenerse a pensar que si se queda le podría dar más comida, o algo así. Va en busca de su propia vida, con sólo su intuición a cuestas.

Volvieron a la sala. Camila intentaba descubrir algo de gatuno en Clara, pero no lo encontraba. Era un poco tiesa, fuerte, pesada. Tenía el pelo corto, desordenado, gafas de aro dorado sobre un rostro pecoso por el sol, sin asomo de maquillaje. Pero los rasgos de su cara eran muy femeninos. Llevaba unos jeans anchos y una camisa leñadora sobre un suéter de cuello de tortuga. Hablaba despacio, cuidando las palabras, pero quedaba la impresión de que estuviera reteniendo un torrente; igual actuaba. Tomaba con cuidado un pedazo de madera para dejarlo caer con suavidad sobre la hoguera, con especial empeño en hacer bien la acción, aunque dejaba adivinar que en el fondo querría hacerlo rápido, salpicando de chispas todo el recinto, destrozándolo en astillas entre sus manos. Nada de miedo, pensaba Camila; autocontrol. ¿No son la misma cosa, a veces? No. Ella se limitaba a sí misma porque no sabía qué podría pasar, porque sentía que no se conocía… y porque quizá no lograría ser capaz de enfrentarse con lo que desencadenara. ¿Qué podría ser? ¿Represalia social, tal vez? ¿Rechazo? A algo le tenía más susto que a nada: a la locura.

La conversación tomaba rumbos ligeros, que le permitían pensar en todo esto. Incluso llegaba a sentirse fuera de sí: se miraba, desde lo alto, hablando con Clara, como si fueran dos personas ajenas a ella misma. Recordó la kinética. ¿Qué decían sus gestos? Sentadas, diagonalmente, frente al fuego. Las posturas de ambas eran rígidas; evitaban mirarse a los ojos. Pero las rodillas de cada una apuntaban hacia la otra. Rehuían cualquier posibilidad de riesgo, de compromiso. Y, sin embargo, mostraban verdadero interés mutuo.

Un silencio. Clara observaba la llama que devoraba un pedazo de periódico y se debatía con la madera húmeda.

–«Se puede confiar en el fuego a condición de saber que su ley es quemar o morir». Eso decía Marguerite Yourcenar, en El tiro de gracia, me parece –comentó Clara.

De nuevo, un estremecimiento. Camila prefería la seguridad del fuego encerrado en la chimenea, controlado por el hombre.

–¿Cómo puede, algo tan magnánimo, ser a la vez hermoso y terrible?

–Hay una anécdota de Dalí que no recuerdo muy bien. Estaba en un banquete importante, en los Estados Unidos, creo. Se llegó al obligado tema de la guerra, de los avances bélicos, y la bomba. Dalí exclamó que la espectacularidad del hongo al estallar justificaba la destrucción consecuente. Lo echaron del almuerzo, por supuesto.

–Claro. ¿Cómo se puede ser tan inhumano? –agregó Camila, irritada.

–Sí, es difícil de entender. Son planos distintos de la realidad. Los gringos lo veían como la única demostración de soberanía total posible. Los japoneses, como el holocausto que les bajaba los humos y les demostraba que hay que luchar sólo con las armas que mejor dominemos. Usted, en cambio, lo ve con los ojos sociales, de la Justicia Divina, podría decirse, que no admite que los hombres se destruyan entre sí. Y Dalí, con mirada de esteta, simplemente.

–¿Y usted?

–Yo sólo intento mirar las cosas desde afuera. Escudriñar todos esos puntos de vista, todos los posibles. Quiero entender al hombre, no la bomba, ¿me entiende?

No, no la comprendía. Pero le admiraba esa

facilidad de análisis en los poros de Clara, su deseo de ahondar en las cosas. Le temía. Sentía que podía desnudarla, descubrir su alma con sólo mirarla, con sus preguntas indirectas, al inducir sus comentarios, al observar sus movimientos.

–¿Quiere un brandy? –preguntó Clara, mientras se levantaba hacia el bar.

–No. Preferiría otra cosa, algo más suave, si tiene.

–Vamos a ver qué hay: ron blanco, escocés, algo de vodka… ¿muy fuerte? ¿Qué tal un ron con jugo de naranja?

–Bueno, si no es problema prepararlo.

El alcohol era algo extraño para ella. Simón siempre tomaba, sobre todo cerveza, pero ella no lo acompañaba. Su padre también bebía con regularidad. Lo recordaba, algo borracho, cuando ella era pequeña, diciendo tonterías, en un tono mucho más alto de lo habitual. Su mamá sufría. Le pedía que no siguiera, lo recriminaba, y él la desafiaba sirviéndose más. Ella no quería hacer lo mismo. De cualquier manera, Simón era moderado, sabía manejarlo.

Ahora tenía el vaso en su mano. El trago sabía bien. Lo paladeó, lo retuvo en su boca para sentir el cosquilleo, entendiendo por qué podía gustarle tanto a su padre, a Simón. Eso era lo que más la aterraba. Clara notó el gesto de autorrecriminación en su rostro.

–¿Qué pasa?– preguntó con dulzura.

–Nada –se defendió Camila. Pero luego bajó la guardia–. Bueno, la verdad es que recordé a mi padre. Él bebía; bebe, creo.

–¿Era doloroso? Es decir, ¿tiene recuerdos difíciles acerca de eso?

Camila calló. No soportaba confrontarse, y menos que lo hiciera otra persona, tan ajena, tan desconocida. Clara lo notó, e hizo una aclaración. –Perdóneme, Camila. No quería «metérmele al rancho», como dicen. Es sólo que para mí es ya natural ese problema, casi es como un tema de la vida cotidiana. En el Centro de la Mujer he trabajado bastante con hijas y esposas de alcohólicos, además de alcohólicas, claro. A ver, no quiero decir que su padre lo sea, de ningún modo. En fin, no lo sé. Pero me di cuenta de que algo pasó por su mente…

–Sí –interrumpió Camila–. Creo que nunca me he detenido a analizar a fondo lo que eso implicó en mi vida, en nuestras vidas. Hablo de mi madre, y de mi hermana, claro. Papá viajaba mucho, desde que yo era pequeña. Y cuando estaba acá, siempre iba de coctel en coctel, comidas, reuniones. Era como un ambiente donde beber era lo obvio, me parece. A veces llegaba tomado a la casa, sobre todo cuando mi mamá lo había acompañado. Entonces comenzaban las discusiones.

–¿Y qué pasaba con usted, mientras tanto?

–Nada –Camila bajó los ojos–. No lo recuerdo bien. A veces, me quedaba en el corredor, en el segundo piso, a oscuras y en pijama, oyéndolos. Me acuerdo mucho de una vez: la luz de la sala estaba apagada, pero la del comedor no, y ellos estaban en el borde. Desde la escalera, yo sólo podía ver las sombras.

Hablaban pasito, para no despertarnos, y yo no podía entender. Entonces, me puse a inventar una historia con las sombras, como esos cuentos chinos de marionetas tras una sábana, más o menos. Era muy divertido. Mi cuento era de una princesa y un príncipe, supongo, o algo así de romántico, pero se rompió abruptamente: papá le pegó una cachetada a mamá. Eso no cabía en la historieta. Nunca supe qué había pasado. Me fui a mi cama, a llorar, y ellos no se dieron cuenta. –Sus ojos se habían enrojecido, pero Camila evitaba que cayera una lágrima.

Clara volvió a tomar su mano. No dijo nada; le sirvió otro ron y apuró su brandy, para dejar la copa. Ahora estaban sentadas ambas en el piso, más cerca a la chimenea y a menor distancia mutua. Clara intentó acariciar su pelo, pero Camila hizo un ligero movimiento inconsciente de rechazo, aunque dejó su mano bajo la de su anfitriona.

De la radio, encendida en una emisora estudiantil, comenzaron a sonar las notas del himno nacional. El volumen, que apenas se había percibido hasta entonces, parecía ahora más alto. Camila se sobresaltó.

–¿Qué hora es? –dijo sin mucho sentido, mientras miraba su propio reloj–. ¡Dios mío! Es más de medianoche. ¿Qué voy a hacer? No le avisé nada a Simón… pero me da tanto miedo manejar desde aquí sola… ¿Qué hago? –preguntó para sí, sin esperar respuesta.

–Pues quédese –contestó Clara, presta.

–No, por favor. De veras me da pena. ¿Tiene teléfono?

–Sí, pero es muy tarde, ¿no le parece? En serio, no me molestaría para nada que se quedara. Aquí nos levantamos muy temprano, y puede irse a la madrugada para su casa, después de un suculento desayuno, se lo aseguro.

Camila dudó. Esperar a Simón hasta que llegara a buscarla, en medio de la noche, con la posibilidad de que se perdiera, y tener que dejar su carro ahí, sin saber cuándo podría recogerlo, todo eso la hacía pensar en la posibilidad de aceptar la invitación. Además, le intrigó el «nos levantamos», en plural.

–Venga y le muestro la casa –invitó Clara, mientras se incorporaba.

Subieron. Las recibió una especie de salita de estar, donde había un sofá lleno de cojines, un gran televisor y el equipo de sonido. De ahí salían tres puertas y una escalera hecha de peldaños de madera contra la pared. Clara abrió la primera.

–Éste es mi cuarto –dijo Clara, como orgullosa de su ambiente tan agradable.

Era amplio, con un gran ventanal, una cama enorme, cubierta por un edredón de plumas, un imponente armario antiguo y un escritorio lleno de papeles, una excelente biblioteca, archivadores, otro escritorio pequeño y, sobre él, el computador; una luz encendida dejaba entrever un buen vestier y, al fondo, un baño. La siguiente puerta era otro baño. Pasaron después a la última. Era un cuarto de paredes azules y verdes, con afiches en las paredes, de cine, de músicos; sobre el escritorio, partituras y libros; en un estante, una increíble colección de discos compactos; en el rincón, un gimnasio portátil y un estuche de guitarra.

–Es el cuarto de Julián, mi hijo –respondió Clara a la cara de desconcierto de Camila.

–No sabía que tuviera hijos. ¿Está casada? –pero al decirlo, casi se ruboriza por su indiscreción.

–Lo estuve, hace mucho tiempo. Ahora sólo me queda esto –y señaló la alcoba azul.

–¿Julián? ¿Sólo uno?

–Sí, ¿para qué más? Con él me basta y me sobra. Es una persona maravillosa. Estudia música y es muy especial, así como nuestra relación. A veces siento lo que le oí a un amigo que tenía una hermosa hija adolescente: «el Edipo no lo tiene ella, lo tengo yo». Lo adoro. ¿Vamos? –invitó, indicando la escalera de pared.

Subieron. Era un altillo pequeño, lleno de cosas y muy desordenado. Había una basecama semidoble, con montones de cosas encima. –Hace tiempos que nadie se queda aquí. Lo siento por el desorden; este lugar se ha vuelto nuestro cuarto de sanalejo. Antes jugábamos aquí –le mostró una mesa forrada de verde, de cartas–, y era el espacio de autodescubrimiento de Julián; aquí se escondía siempre, aquí miró sus primeras revistas porno, aquí lloró sus primeras tusas… todo eso. Espéreme, voy a traer tendidos.

Camila empezó a quitar cosas de la cama. Un lámpara antigua, un baulito, muchos papeles, una flauta dulce, cajitas, cartas, un atado de postales. Se quedó mirándolas; eran imágenes de Milán, de París, de Nueva York, caras de viejos actores y actrices de cine, cuadros de los grandes museos. Había bastantes. Se sintió tentada de voltearlas, mirar los mensajes y los remitentes, pero se contuvo. Clara subió de nuevo y arreglaron la cama. Puso un bombillo en otra lamparita y dejó el espacio a media luz, como toda la casa, menos el cuarto de Julián, con las persianas bajadas y en tinieblas, pero con lámparas halógenas abundantes y fuertes cuando se encendían. Luego bajaron a conseguir una pijama para Camila y a tomar una taza de leche.

Cuando estaban en la cocina, se oyó el ruido de un motor, que se acercaba. Camila había supuesto que Julián no estaba en la ciudad, o que venía de vez en cuando. Pensar que iba a dormir en la casa de una casi recién conocida no le gustaba ya mucho, pero hacerlo junto a un muchacho –¿un hombre?– que jamás había visto, le parecía espantoso. Clara fue a abrirle el portón; para prevenirlo, supuso Camila. Se angustió. De espaldas a la puerta, sentía los pasos que se acercaban.

–Hola –dijo la voz masculina, sin esperar una presentación. Camila la sintió segura, confiable. No tuvo más remedio que darse la vuelta y devolver el saludo.

–«Quiay».– Se quedó estupefacta. Frente a ella, muy cerca, de hecho, estaba un muchacho con una figura que recordaba una estatua griega clásica. Y, además, sonreía.

–Pues, sí; éste es mi hijo –dijo Clara para romper la barrera que de inmediato había interpuesto Camila.

Julián hizo un gesto de reproche por el comentario inútil. Descargó su morral y no paró de mirar a Camila. Ella olvidó llamar a Simón.

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PEQUEÑA METAMORFOSIS

Agosto 22

Hace cuatro días llegué a Londres. Mi mamá se devolvió ayer, después de que estuvimos de paseo en Italia y luego pasamos por Barcelona. Tengo mucha ropa nueva, casi toda de verano, pero también un abrigo delicioso para el frío, porque aquí es muy duro. Al menos eso dice mami, que detesta la nieve y todo lo que se le parezca, y por eso en diciembre siempre íbamos a lugares cálidos. En invierno sólo estuve una vez en Suiza, esquiando con papi y mi hermana, hace como cinco años. Ahora voy a pasar uno completo, y sola. Bueno, claro que estoy donde mi tía Grace, una pariente lejana que había visto muy pocas veces. Lo bueno es que vive en una casa muy linda, grande, al norte, en un barrio bonito, lleno de parques, aunque un poco lejos del centro, así que me va a tocar coger tren y metro todos los días cuando entre a estudiar.

Mamá me regaló este cuadernito antes de irse, para que lleve un diario mientras estoy aquí. Nunca he sido buena para escribir; la que escribe divino es Lucha; cómo me gusta que me lea sus cosas, ella mantiene una agenda cada año, y la llena de recortes, fotos, boletas de cines, teatro, conciertos, a todo lo que va, y escribe ahí todas las cosas que le pasan. Espero que me llegue carta bien rápido, para saber en qué anda, quiero seguir al tanto de todo… Me va a hacer mucha falta. Bueno, ya no tengo nada más qué decir, mejor sigo mañana.

Agosto 26

No escribí antes porque he estado todo el tiempo con Grace. Ella se llama en verdad Graciela, pero Stephen, el marido, le decía así, y así se quedó. Steve y Tom, los hijos de ellos, no viven aquí; Steve está haciendo un postgrado en Alemania, y Tom estudia en Cambridge, y viene todos los fines de semana; pero ahora están de vacaciones en Australia. Así que yo me paso los días sola con Grace, porque Stephen trabaja hasta muy tarde. La tía es un poco extraña, no habla mucho, aunque sí es muy querida y trata de darme gusto, porque ella y mami eran muy buenas amigas cuando chiquitas.

Se supone que yo tengo que contar aquí lo que hago, pero no he hecho casi nada. El martes acompañé a Grace a hacer mercado y a comprar algunas cosas para mi cuarto, que como era el de Steve, hay que ponerle el carácter femenino; después nos la pasamos arreglándolo hasta tarde. Ayer fuimos a tomar el té donde una amiga de Grace, una señora divina pero que hablaba muy rápido y yo todo el tiempo le tenía que decir «What did you say?», hasta que me sentí tontísima y me callé. Es horrible sentirse extranjera. Entonces me dediqué mejor a comer pastelitos y galletas, que estaban deliciosos. Y no he hecho nada más.

Agosto 29

No llevo ni quince días acá y ya estoy aburrida. Y no empiezo a estudiar hasta dentro de un mes más o menos, pero ya me quiero ir a mi casa. Le escribí a Lucía hace siglos y todavía no me ha contestado, y con mami sólo he hablado tres veces. Anoche casi me le pongo a llorar, porque yo quisiera estar allá, en mi casa, con ellas. Pero cuando le dije a mami que quería devolverme, me convenció de que al entrar a la academia las cosas van a ser distintas; además, como no hice las vueltas, de todas formas ya este semestre no me puedo meter a la universidad. Y ni siquiera sé qué quiero estudiar… podría ser comunicación social, psicología, administración o… lo que sea, menos derecho. Ya basta con que María Helena haya seguido la saga de papi, y además estudiar códigos y procedimientos sería una hartera. Papá, como es obvio, no me ha llamado, y cuando yo lo llamé, me contestó la bruja y me dijo que no estaba, y seguro que no le dio la razón.

Con Grace ya casi no salgo, porque ella sólo hace vueltas y toma el té con las amigas; eso es muy aburrido, así que me la paso aquí encerrada, leyendo revistas y viendo tele, que aquí es buenísima, pero ya me voy a desesperar. Además, hoy me pegué una garrotera con ella porque dice que yo no hago más que quejarme… ¡qué hago si no me gusta la comida y no tengo ningún amigo!

Septiembre 4

Stephen tiene que hacer un viaje de cuatro días a Liverpool y me preguntó si quería acompañarlo. Le dije que sí, sólo por moverme de este encierro, aunque me parece extraño pasear con él. Desde que llegué hemos hablado muy poquito, él es muy serio. Se nota que fue churrísimo cuando joven, pero ya está arrugado y canoso; debe de tener como sesenta años. Lo que me angustia es que no vamos a tener nada que decir durante el camino, no sé cuánto dura el viaje en carro. Y allá llegaré a aburrirme sola, pero por lo menos en un lugar distinto. Me voy a llevar algún libro para entretenerme; la biblioteca de Steve, que dejamos en mi cuarto, tiene muchos libros de ciencias naturales y biografías; la de Tom, en cambio, tiene mucha literatura latinoamericana, aunque en inglés. Es rarísimo ver Cien años de soledad en otro idioma, pero es rico leer a Benedetti y a Cortázar, por ejemplo, que tanto le gustan a Lucha, y que de algún modo me hacen sentir que estoy con ella. Espero encontrar algo que me guste tanto como el último que leí, Desayuno en Tiffany’s, una historia fascinante.

Bueno, me tengo que ir a ayudar a Grace a preparar la comida; hay una muchacha que viene por la mañanas a arreglar la casa y prepara el almuerzo, pero por la noche nos las tenemos que arreglar nosotras, así que voy a empezar por poner la mesa.

Septiembre 12

Anoche llegamos de Liverpool, pasé delicioso. El paseo fue muy distinto de lo que pensé. Stephen tiene un humor muy extraño. Hacía bromas de todo lo que pasaba por el camino, pero con su «jerga», a veces no le entendía todo. Como me daba pena, yo no decía nada, pero él se daba cuenta y entonces me explicaba, pero de una forma muy divertida. Después, cuando fuimos cogiendo un poquito de confianza, me empezó a preguntar sobre mí, sobre mi vida, mi familia, mis novios. Era raro, porque yo le contaba todo como si fuéramos amigos desde hace tiempo. Me habría gustado tener un papá así, comprensivo, alegre, dedicado a sus hijos, a pesar de todo el trabajo que tiene; me cayó superbien. Cuando empezamos a hablar de papá, yo me puse muy triste. Le conté que él prefiere a Malena, y que nunca le parece que hago las cosas suficientemente bien, y que además, desde que se casó con Isabel, ya no lo veo casi. Stephen me consoló, paró el carro, me abrazó con suavidad y me tranquilizó. Entonces me contó que eso siempre pasa, que él tiene una predilección secreta por Tom, el menor, porque es más dulce, menos problemático, aunque siempre ha tratado de que no se note, incluso cree que ni siquiera Grace se ha dado cuenta, sobre todo porque también adora a Steve, sólo que él le provoca más rabietas. Me pidió que no me preocupara, que todo se debía a mi gran sensibilidad, y que iba a ver, cuando fuera mayor, que podíamos ser amigos mi papá y yo, pero que debía tratar de aceptar a Isabel.

Me sentí muy bien. Me dijo que yo era una persona muy sensible, y que eso, aunque a veces me hiciera sufrir, era algo muy importante en la vida. Creo que Stephen es alguien muy especial; Grace tiene mucha suerte y no se da cuenta.

En Liverpool pasamos tres días. Stephen se iba por la mañana a hacer sus negocios, y yo leía un rato y después me iba a caminar, con un mapa que él me consiguió. Por la noche, íbamos a comer juntos a restaurantes lindos, y charlábamos rico. Y a la vuelta, paramos en un pueblo encantador para almorzar, y Stephen me preguntó que si quería manejar. Le dije que me daba mucho miedo, por lo que aquí todo es al revés, pero él insistió y dijo que estaría a mi lado, que nada iba a pasar. Así que manejé un rato, y no fue tan difícil.

Septiembre 14

Hoy es mi cumpleaños. Me siento más sola que nunca. Nadie se enteró, hasta que esta noche mami llamó, y le contó a Grace cuando contestó. Entonces ella salió a comprar una torta, pero yo sentí que era más un compromiso que otra cosa…

En casa los cumpleaños siempre eran importantes. Lo consentían a uno desde por la mañana, todo el día era para uno y había un montón de regalos. Y ahora papi ni siquiera ha llamado. Seguro se le olvidó, o quién sabe dónde está. Seguro me va a mandar algo, que habrá comprado la tonta de Isabel… en fin, espero que por lo menos tenga buen gusto esta vez.

Un año más, pero no me siento más grande, adulta, como se supondría. No. Sólo me siento sola, y triste, y con frío. Aunque se supone que no se ha acabado el verano, esta ciudad es helada, y la gente también.

Acaba de entrar Stephen: me trajo una lámina hermosísima, del Renacimiento. Me dijo que la guardaba desde hace tiempo, esperando alguien que la mereciera… por fin algo maravilloso que me hace sentir mejor… ¡Gracias, tío!

Septiembre 20

Ya llevo un mes aquí y el clima empieza a enfriarse. Ayer llegaron Steve y Tom; Grace organizó una reunión de bienvenida, con familiares y algunos amigos. Vino Cathy, la novia de toda la vida de Steve; se me pareció a Lucía, pero en mona, y mucho más alta, y sin embargo, hay algo que no me gusta en ella… no sé, es linda pero muy seca. Mis primos fueron muy queridos conmigo (nos habíamos conocido cuando chiquitos, pero sólo se acordaban de mi hermana), pero de todas formas me sentí fuera de lugar. No encajo en el ambiente londinense. Es horrible.

Además, me muero de la pena, pues Steve y Tom tienen que compartir el cuarto de Tom, más pequeño, por culpa mía; claro que Steve se va la próxima semana, y Tom unos días después. Por lo menos estos días voy a estar con ellos, y espero que me presenten gente.

Septiembre 23

Ahora entiendo por qué Stephen prefiere a Tom. Es un encanto; me ha llevado a conocer algunos lugares, y siempre está tratando de hablar en español conmigo, para no olvidarlo. En cambio, Steve, aunque es querido, no se mete mucho conmigo y sale todas las noches de fiesta con sus amigos. Este fin de semana, el único que pasará aquí antes de Navidad, en vez de quedarse con sus papás, se va de paseo con Cathy, y eso que en Alemania tiene otra novia, con la que se quiere casar, según me contó Tom. Él, en cambio, no tiene novia. Está muy tragado de una compañera suya en Cambridge, pero es tan tímido que no se atreve a decirle nada. Me da pesar, porque es muy tierno, aunque no es muy churro que digamos. Con lo poco que sé, le estoy dando trucos para que se le acerque y la conquiste.

Septiembre 25

¡Me llegó carta de Lucía! Me hacía tanta falta, la he recordado tanto, aquí, sola. Qué rico. Dice así:

«Bogotá, 14 de septiembre.

»Quiubo, Cami:

»Antes que nada, ¡Feliz cumpleaños! ¿Cómo le fue de B-day? ¿Qué hizo? ¿Qué se siente ser mayor de edad?… Por fin me alcanzó, ¿no?

»Bueno, por lo demás, ¿cómo le ha ido? En su carta me dice que está triste, que no disfruta mucho el hecho de estar allá. ¿Se volvió boba o qué? ¿No se da cuenta de la oportunidad que tiene en sus manos? Monita, allá va a aprender a vivir, cómo quisiera yo estar en su lugar para aprehender ese mundo maravilloso que la rodea. No desperdicie ni un instante de vida, tenga los ojos siempre abiertos (y si puede, tome todas las fotos del mundo y mándemelas).

»Claro que me ha hecho falta, amigota, no me lo tiene que preguntar, usted sabe cuánto la quiero y lo difícil que es vivir sin usted. En la universidad casi todos mis compañeros están medio locos, como buenos artistas, y me siento por fin en un ambiente cercano a mi mundo interior. Aunque sí he hecho algunas amigas, recuerde que nadie podrá remplazarla, por nada del mundo. Usted es la persona más importante para mí, y eso no va a cambiar por mucho que se demore allá. Acuérdese siempre de que yo estoy aquí, que cuenta conmigo, y no haga tonterías, ni quiera devolverse, que el mundo no va a cambiar en un año.

»Le pedí a mi mamá que me mandara allá de vacaciones, pero parece que no se va a poder. De pronto me voy para otro sitio, pero no hay nada seguro todavía. Cuando sepa, le cuento. Por lo pronto, mejor dedíquese a conocer gente, esté alegre y cambie su mirada. Recuerde que todo es cuestión de actitud, y si es optimista, las cosas saldrán bien, y hasta a lo malo le puede sacar provecho. No se desanime, ame la vida, disfrute del aire, de los árboles, de las calles, de la gente, por seria y fría que sea, de los monumentos, de todo, pero más que nada, disfrute de usted misma. Quiérase como yo la quiero y hágame feliz.

»Un besote, Lucha»

Septiembre 29

Ya se fue Tom, también. De nuevo sola. Hablé mucho con él. Es chistoso: Steve es muy parecido a Stephen físicamente, mientras que Tom tiene su misma personalidad, hace el mismo tipo de bromas y es igual de tímido al principio y de abierto cuando toma confianza. Qué rico que venga los fines de semana.

En cinco días empiezo clases. Tengo nervios, no sé cómo me van a aceptar. Pero le voy a hacer caso a Lucía y voy a entrar optimista. Lo que pasa es que no sé cómo se va a ver mi ropa, si mi acento va a molestar mucho, si le voy a caer bien a la gente. En el colegio siempre éramos el mismo grupo, y los amigos que conseguíamos eran del mismo estilo, y siempre estábamos juntas al conocerlos. Si hubiera entrado a la U allá, en mi curso habría por lo menos cinco personas conocidas, y de todas formas en las otras carreras estarían los demás. En cambio, aquí no conozco a nadie, no me parezco a nadie, vengo de donde nadie viene.

De todas formas, ya quiero estar ocupada. Me he leído un montón de libros, he visto todas las películas viejas de la tele y ya, de verdad, no queda absolutamente nada de qué hablar con Grace. Ella es querida y se esfuerza, pero ya no la soporto, es como si no pudiera expresar sus emociones, como si no le cupiera más adentro, pero tampoco es capaz de explotar.

Mami es distinta. Cuando sufre, pues llora, y cuando está contenta, celebra, nos compra cosas, salimos a comer, lo que sea. Y ahora el trabajo que se consiguió la mantiene ocupada y le gusta. Eso me parece muy bueno. Lo triste es que hace mucho no toca piano. Cuando yo estaba chiquita, cada que llegaba del colegio, menos el día que estaba en bridge, siempre estaba tocando. Qué rabia que lo haya dejado de hacer al separarse. Cuando vendieron la casa y nos fuimos para el apartamento, aunque es grande, dijo que el piano no cabía y lo regaló (yo creo que, más que un acto de caridad, era pura rabia). Le sentaría muy bien volver a tocar. Mañana que vuelva a hablar con ella, le voy a decir… ¡cómo me hace de falta mami!

Octubre 4

Hoy fue el primer día de clases. Casi no encuentro el salón, y llegué tarde, cuando ya habían empezado. Casi todo el mundo estaba con ropa más o menos ligera, y yo en cambio me fui abrigadísima. Pero bueno, no fue tan grave.

El profesor de British Culture es superserio, parece muy estricto. Hay gente de aquí, pero la mayoría es de otras partes: dos africanas, un gringo, un par de españoles, un japonesito… Hasta ahora, creo que soy la única latina. No todos tomamos las mismas clases, así que en cada salón me va a tocar buscar amigos diferentes. El edificio es viejo, un poco recargado, pero muy lindo. Esta mañana me llevó Stephen, pero por la tarde sí debí tomar el metro y el tren sola. Fue fácil, me dio menos miedo de lo que creía.

Octubre 7

Ayer estuve hablando con los españoles, Almudena y Javier. Fuimos a almorzar juntos; son muy divertidos. Ambos son de Madrid, pero no se conocían hasta que se inscribieron acá; ahora no se separan, y se ven muy graciosos juntos, porque Almu es más alta que él, flaca y espigada, y Javi es regordete y simpaticón. Me invitaron a ir con ellos a un pub mañana.

Octubre 9

Estoy harta. No sé qué hacer. Odio llegar a la casa, a soportar el mal genio de Grace, que creo que está aburrida conmigo aquí. Me saca de quicio su frialdad, su dureza, no sé cómo explicarlo. Es horrible.

Ayer fui al pub con Almu, Javier, Pete (un irlandés de la clase) y otro amigo de él. Me sentí espantoso. No me gustó la música, y por supuesto no se podía hablar nada. Además, como a mí no me gusta tomar, me la montaron. Y lo peor era que tenía que esperar a que los demás se quisieran ir para devolverme, porque por la noche me da pánico salir sola. Creo que les parecí una amargada.

Octubre 18

No se me ocurre nada qué contar. Las clases van bien. Art History es una machera, nos pasan filminas de las obras, y la profe nos cuenta como especies de cuentos para hablarnos de los artistas. Me encanta. En clase hay una francesita muy linda. Es muy blanca, y tiene el pelo negro, desbastado hasta la nuca. Se pone gorros de colores y hace bromas con todo el mundo, en su acento bien particular. Tengo muchas ganas de hacerme amiga de ella.

En casa, las cosas siguen igual. Yo llego y me encierro en mi cuarto a estudiar o a ver televisión, y me aburro bastante. Claro que el fin de semana pasado vino Tom, y nos fuimos a jugar tenis a la casa de unos amigos de él. Es rico tener alguien con quien hablar, a quien contarle lo que me pasa, pero él dice que le están dejando mucho trabajo, y que sólo podrá venir a casa máximo un fin de semana al mes. Yo creo que las cosas con la niña que le gusta deben ir mejor, pero no me dijo nada. El caso es que voy a seguir igual de sola aquí.

Octubre 25

Tengo muchas ganas de llorar. Cuando me pasan al frente en clase, no soy capaz de decir nada bien, me equivoco, confundo las palabras, es horrible. Y me entregaron una previa y no me fue muy bien que digamos. Y casi nunca tengo con quien almorzar y me pongo a vagabundear sola por ahí y me siento muy mal. Y después llego a la casa y es peor. Mami ya está preocupada. Me dijo que hiciera algo, que buscara opciones, pero no se me ocurre nada. Y tampoco quiero devolverme con el rabo entre las patas. Ni mami ni Lucha me lo perdonarían, y yo me sentiría aun más tonta. Me quiero morir.

Noviembre 9

Cada vez hace más frío, ya no lo soporto. Es un frío interno, que cala hasta los huesos, y apenas estamos en otoño. No quiero ni pensar lo que será el invierno de verdad. Me voy a morir. Bueno, por otro lado, mi vida ha mejorado un poco. Hace como una semana, la francesa empezó a preocuparse por mí. Se llama Joanne y es muy graciosa. Ahora almorzamos juntas a veces y fuimos a ver una película anteayer. A ella le fascinan el cine, el teatro, la pintura, la música, y dice que va a hacer que a mí me gusten tanto como a ella. Antes no habíamos hablado porque era novia de otro compañero, y se la pasaban todo el tiempo juntos. Ahora se aburrió y lo echó. Él está como triste, pero como los ingleses son tan introvertidos, no hace escenas ni nada. Desde que terminó, Joanne empezó a hablarme. En inglés, por supuesto, pero me dice que le enseñe español. Me contó que me veía sola, y que yo le parecía como indefensa. Y eso que ella tiene apenas dieciséis años, pero vive tanto, no sé como explicarlo, que me lleva toda la ventaja del mundo. Además, se le ocurrió algo buenísimo: que me vaya a vivir con ella a la residencia, porque así nos sale más barato el cuarto. Todavía no le he dicho a mami, pero yo sé que le va a parecer bien… ¿pero qué pensará Lucha? Siempre planeamos irnos a vivir juntas cuando estuviéramos en la universidad, no sé si le importe que lo haga con otra amiga… Bueno, de todas maneras hace como un mes que no me escribe, así que tampoco se podrá quejar.

Noviembre 20

Listo. Hoy estoy escribiendo en mi nuevo hogar: es una buhardilla con chimenea, deliciosa. El techo es bajo, el ambiente es rico. Joanne la tiene llena de afiches, cuadros, máscaras, cositas, postales. Es muy desordenada, y creo que eso me puede molestar. El otro problema es que el baño queda abajo, donde hay otros cuartos y toca compartirlo con más gente. En toda la residencia, que es grandísima, sólo hay tres baños, y uno es el de la encargada. Pero bueno, qué se le va a hacer, toca acostumbrarse. Una ventaja, eso sí, es que esto queda en Mayfair, y cerca de la Academia, así que nos podemos ir y devolver caminando. Pero lo mejor es estar con Joanne… es la machera.

Noviembre 23

Me entiendo muy bien con Joanne, me encanta estar con ella. Me puso «reglas del juego» muy claras, de toda clase: hasta para el caso de que alguna duerma con un tipo. Ella duerme con sus novios. Bueno, aquí no podrá «dormir» exactamente, pero sí pasar la tarde sola, por ejemplo. Ha tenido muchos novios, pero quiere, sobre todo, a Pierre, un muchacho de París, que estudia en la Sorbonne, y tiene varios años más que ella. Joanne quiere irse a vivir con él. Todo esto me parece muy raro: una niña menor que yo, que se acuesta ya con tipos, que piensa en vivir con alguien, así, sin casarse… sin embargo, me gusta, con su desparpajo todo le queda bien. Creo que yo no lo haría, por lo menos no todavía, pero la idea no me molesta tanto como pensé. Además, eso es lo normal acá. Y más en Francia. En quince días, Joanne me ha llevado ya a tres películas francesas (gracias a Dios que tienen letreros en inglés), pero todas son así, superlibres, frescas, llenas de gente linda y echada para adelante, por mucho que todo sea una tragedia… es muy rico. Estoy feliz de que Joanne me cuente cosas, me saque… habla muchísimo, y a mil, y cada que yo digo algo en español, ella lo repite, para aprendérselo. Creo que va a hacerlo bien. Y tal vez sí me gustaría que ella me enseñara francés.

Noviembre 27

Joanne conoció a un tipo colombiano, y está saliendo con él, fascinada. Me dijo que lo tengo que conocer, que está buenísimo. Ella sale mucho, pero yo he decidido quedarme estudiando, porque nos han dejado un mundo de trabajos y ya me atrasé. Así que llevo tres días aquí encerrada, con la calefacción prendida todo el tiempo para no morir congelada (la chimenea no sirve, es sólo de adorno), y oyendo los casetes de Joanne, que tiene una música excelente. Así que voy a seguir leyendo ahora. Chao.

Diciembre 4

En el fin de semana salí con Joanne y sus amigos nuevos. Fuimos primero a un pub punk (es chistosísimo: la gente tiene el pelo de colores bonitos, parado, y se ponen también ganchos en las orejas, en vez de aretes, pero son muy distintos de los que he visto en la calle, que son inmundos), y luego a una discoteca, llena de luces y efectos, tenía como un bus adentro, donde las parejas se metían a besarse. Pasé delicioso, aunque sí me sentía rarísima. Los amigos de Joanne son grandes, todos trabajan. Simón, el colombiano novio de Joanne, es arquitecto, y vivía antes en Italia. Jules, un francés, ingeniero, me estuvo como caminando, pero aunque es interesante, no me gustó. Es feo y habla muy extraño. Me pareció más interesante Farid, un medio belga medio argelino, arquitecto también, pero ése no me paró tantas bolas. Igual, bailamos todos la noche entera, y al final nos fuimos a un parque. Todos fumaron hashish (no sé cómo se escribe), que es algo parecido a la marihuana, según me dijo Joanne, extrañada de que no lo conociera, y más de que yo no quisiera ni probar. Pero tengo muy claro que con eso no me voy a meter. Quedamos de volver a salir el viernes, vamos a ver cómo nos va.

Diciembre 8

Joanne me llevó de compras, y eligió toda mi ropa. Compramos zapatos de suela ancha, faldas larguísimas, blusas raras y hasta un sombrero. Todo me parece lindo, pero no creo que sea capaz de ponérmelo en la vida real. Me siento disfrazada. Lo que más me gusta es un chaquetón negro, hasta los tobillos y con capucha, ideal para estas lluvias. También me insiste para que me corte el pelo, pero a eso sí me resisto. Después, con todos los paquetes en la mano, nos fuimos a cine, a ver una película hindú, y no entendí nada. Estaba doblada al inglés, lo que no entendí fue la historia en sí misma, es una vida muy distinta, lenta, llena de pobreza… El otro día, con todos los de la clase, fuimos al Victoria & Albert, y ahí también hay una cantidad de cosas hindúes, pero lo que muestra es otra parte: la riqueza, lo exótico. Me encantó, y nunca pensé que la vida cotidiana allá fuera tan dura. Un compañero me dijo que me iba a prestar un libro donde explican todo el funcionamiento de esa sociedad, que ahora me inquieta.

Diciembre 10

Joanne tiene un cuaderno en donde anota todo lo que va aprendiendo de español. Simón resultó mejor profesor que yo, y ella cada vez sabe más, a todo lo que le gusta dice «¡Qué rico!» con la erre arrastrada y fuerte. Y ahora quiere ver películas latinoamericanas, e intenta leer los libros que yo traje. El otro día, Simón estuvo toda la tarde con nosotras, y Joanne nos pidió que sólo habláramos en español, pero despacio, y ya entiende bastante, claro que nos preguntaba una de cada tres palabras. Simón habló mucho. Nos contó que no piensa volver a Colombia nunca, que lo más seguro es que regrese a Roma, en donde trabajaba antes. Es muy querido, y tiene unos ojos verdes divinos. Nos lleva como diez años, pero es tan fácil hablar con él… Parece supertragado de Joanne.

Verlos juntos, así, me hizo pensar en que ya nunca me acuerdo de Eduardo. Él me dijo que quería volver conmigo, así fuera a mi regreso. Pero yo no volvería con él por nada del mundo. Me da rabia de sólo acordarme de todo lo que me hizo. Además creo que yo no estaba enamorada, aunque haya llorado tanto por él. Nunca me hizo sentir como Sergio… Lo único de lo que estoy segura es de que a mí nada me funciona. Los hombres no se enamoran de mí, sólo me hacen sufrir y se van. Tonto Eduardo si cree que aún me interesa, yo ya estoy curada.

Diciembre 18

Joanne está como loca. Este fin de semana, en vez de quedarnos aquí, hizo que llamara a mi primo Tom para que nos recibiera en Cambridge. Él arregló todo para que nos quedáramos en el cuarto de Alice, una amiguísima suya que venía a Londres esos días, y nos fuimos. Pasamos delicioso. Tom nos mostró toda la universidad, recorrimos la ciudad que es divina, toda medieval, y por la noche hicimos como una fiesta en el dormitorio de él. Todos los amigos de Tom estaban encantados con nosotras, al principio sobre todo con Joanne. Ella se levantó a uno, churrísimo, y se besó con él toda la noche. Y desde entonces yo fui el centro de atracción, nunca me había pasado. Hablé montonones, me preguntaban por Colombia, por mi vida, que si estaba contenta aquí, que si no me gustaría quedarme a vivir en Inglaterra, que si tenía novio acá o allá… Me sentí genial. Joanne se rio mucho de mí, pero bien, y me dijo que por fin estaba sacando mi otra personalidad. Al otro día, el domingo, nos despertamos tardísimo, almorzamos con ellos y después nos devolvimos. En el tren charlamos como nunca, no sé cómo explicarlo, fue una conversación muy honda. Y al final, me dijo que quería que su familia me conociera, que la acompañara a París en Navidad, para que viera su mundo, su casa… y a Pierre, el amor de su vida. El plan es loquísimo. Se supone que yo debo pasar las fiestas en casa de Grace, con Tom y Steve, pero ya que mami no viene, porque no pudo arreglar el viaje, me parecería delicioso ir a París.

Diciembre 21

Hecho. Mami me dio permiso, papá me mandó plata, y mañana nos vamos a Francia. Joanne está frenética, ha comprado cantidades de regalos, sobre todo para Pierre. Ya casi no le hace caso a Simón, pero él como que no se ha dado cuenta, con todo el trabajo que tiene ahora. De todas formas, mañana él nos va a llevar a la estación. Yo ya mandé todas mis tarjetas de Navidad. A Lucía le compré una grandísima, loca, y adentro le conté todas mis nuevas aventuras. Hace tiempo que no sé de ella, y es la coyuntura perfecta para que nos volvamos a acercar. También le voy a mandar una postal de París, de algún cuadro de los que sé que le gustan. Bueno, no he terminado de empacar, así que paro.

Enero 6

Ayer volvimos. Fue espectacular, no tuvimos ni un instante para cansarnos o aburrirnos. Primero llegamos al apartamento de los papás de Joanne, que son queridísimos (bueno, de la mamá y el esposo, pero Joanne lo adora, y le dice papá). Él no sabe nada de inglés (y mucho menos de español), pero la mamá sí, y se preocupaba por atenderme lo mejor que podía. La hermanita de Joanne, que tiene como siete años (es hija de este marido, no del papá de Joanne), también hablaba sólo francés, así que mi amiga decidió que yo tenía que aprender su idioma en día y medio, y casi lo consigue. Juro que ya sé un resto de francés, con quince días allá. Joanne hizo que soltara la lengua y todo, sin miedo de cometer errores…

El apartamento de ella es rarísimo. Es bastante oscuro, y el cuarto de Joanne está lleno de cosas, mucho más que nuestra buhardilla, y es mucho más chiquito, así que se ve superatiborrado. Tiene un póster de Mick Jagger cuando tenía 19 años, y aunque parezca imposible, se ve divino. Ella lo adora: una noche nos pasamos todo el tiempo oyendo Angie una y otra vez. Además, ahí en la foto, Mick se parece a Pierre. Él no me gustó mucho, pero bueno, eso viene después.

En nochebuena comimos los cinco. Marie, la mamá, cocinó delicioso, pero se puso muy triste, porque hace como un año que no sabe de Paul, el hermano mayor de Joanne, que se fue de la casa. Hablaron mucho de él, y yo me puse a pensar también en mi hermana… Nunca nos hemos llevado bien, ella es muy dominante y creo que me detesta… yo antes quería ser como ella, pero ahora veo que es tan distante, tan fría, tan amargada… De pronto, cuando pase el tiempo, vamos a poder ser amigas, pero prefiero no preocuparme ahora. Ella piensa quedarse en los Estados Unidos. Este año empieza un MBA, hace todo lo que papá quiere, es una sapa. Bueno, de Paul, Joanne me contó que se metió en la heroína y que es muy complicado, duro, y nadie sabe dónde está. El tono de la fiesta cambió después, la chiquita nos hizo una representación del papel que le dieron en una obra del colegio, y nos reímos otra vez. El 27 nos fuimos a una casa que tienen ellos en la campiña, que es divina, y también fue Pierre. Él y Joanne durmieron juntos, y a la mamá no le importa. Joanne se porta como una esposa con él. Lo mima, está todo el tiempo con él, y él no la trata tan bien. Tampoco hizo mucho esfuerzo para comunicarse conmigo. Pero Joanne lo adora, así salga con otros tipos. Yo estuve hablando mucho tiempo con Marie. Es restauradora de arte, y me contó historias sobre los cuadros, cosas que descubre cuando los limpia, las travesías que han pasado con las guerras y todo eso. Fueron un día unos amigos de ellos, y jugamos cartas, dimos una caminata y por la noche buscamos las estrellas con un mapa celeste que llevaron. El 31 nos devolvimos, para llegar a una fiesta de año nuevo. Marie me prestó un vestido divino y me puse mi abrigo muevo. Me sentía radiante, y otra vez me pasó lo de Cambridge: los amigos de Joanne estaban encantados conmigo y se peleaban por bailar conmigo. Pierre no quiso ir, así que Joanne estuvo todo el tiempo con un ex novio del colegio, que todavía se muere por ella. Los demás días, los amigos de Joanne venían por nosotras para ir a patinar en una pista de hielo, para salir a comer, y también una noche fuimos a una discoteca. Más rico no pude pasar.

Enero 18

Todo sigue bien. Esta semana me tocó exponer en clase, y me fue excelente, ya no me da casi miedo. Volví a hablar con Almudena, la española, y la invité a la residencia. Es delicioso hablar en español sin problemas, y el acento de ella es riquísimo. Ya no anda tanto con Javi, y cuando le conté que yo iba mucho a cine con Joanne, me dijo que la invitara. Me parece rico tener otra amiga, porque Joanne se consiguió otro novio, y sigue viendo a Simón, así que se mantiene ocupada. De todas formas, seguimos yendo a museos y galerías, a obras de teatro y hablamos por las noches, antes de dormir. Lucía no me ha contestado, pero mami se la encontró y me dijo que está bien, y que preguntó mucho por mí. De todas formas, creo que ya no me quiere tanto.

Enero 24

El invierno cala. Mi nariz vive roja, y la siento húmeda todo el tiempo, y las manos se me ponen moradas. De nuevo me siento sola, aunque esté con Joanne. Ella tiene sus novios, va mucho a discotecas (a mí no me gustan casi, sólo voy de vez en cuando), y yo me quedo aquí, y a veces me pongo a llorar. Ella no se ha dado cuenta, porque yo no le digo nada. Sé que es importante vivir esta experiencia, pero mami me hace falta, y mi casa, y mis amigos de allá. Aquí sólo tengo a Joanne. La demás gente, así sea querida, es diferente, distante, es como si nadie quisiera a nadie. Así uno se siente más solo todavía.

Febrero 2

El fin de semana pasado, Joanne, Almu y yo nos fuimos para Oxford, porque Almu quiere estudiar allá, y a Joanne le pareció buenísimo armar el paseo. Allá no conocíamos a nadie, así que nos hospedamos en un bed & breakfast lindísimo. Hace más frío que acá, así que no nos quitábamos los guantes, gorros ni bufandas en todo el día. Por la tarde del sábado, estábamos tomando café en una terraza, y unos tipos se nos acercaron y nos preguntaron si podían sentarse. Joanne, por supuesto, les dijo que sí, y estuvimos hasta por la noche con ellos. Estudian allá y son simpáticos. Nos pidieron el teléfono y nos dijeron que vendrían a visitarnos cuando pasaran por Londres. Uno quedó fascinado con Almu, y al otro día la invitó a almorzar. Joanne se puso celosísima, pero el asunto no pasó a mayores. Es rico pasear con ella.

Febrero 14

Joanne ya se aburrió definitivamente de Simón. Le había puesto una cita aquí, y se fue. Entonces, cuando él vino, al principio se puso furioso, pero después me dijo que saliéramos juntos a caminar. No había conversado con él desde el año pasado, cuando empezaron a salir. Charlamos mucho, y me llevó a tomar el té con todas las de la ley a un sitio divino, que parece como de principios de siglo. Esta vez lo vi distinto, no sé, como que me gustó. Además, habla delicioso. Cuando le conté a Joanne, como se había puesto celosa con lo de Almu, yo pensé que no le iba a gustar que yo hubiera salido con él, pero le pareció perfecto. Dijo que yo debería meterme con él. Está loca. Yo no quiero andar con nadie.

Febrero 19

Joanne por fin me convenció, y me corté el pelo. Lo tengo cortiquitico, como de dos centímetros. Se ve mucho más claro, y me siento rarísima. También me da más frío, y ahora no me quito el gorro en la calle por nada del mundo. Otra cosa que hicimos fue comprar libros de arte contemporáneo, divinos; yo compré además uno de los impresionistas, y me acordé mucho de Lucía, porque a ella le encantaban. Joanne sabe mucho de arte, y reconoce de una el autor de cada cuadro. Nuestra clase es deliciosa, y como estudio con ella he aprendido un resto. Hemos ido a varias galerías e instituciones a ver exposiciones de pintores actuales; yo no entiendo nada, pero Joanne me explica cosas, y me dice cuáles obras son buenas y cuáles no, y por qué. De pronto habla carreta, pero se nota que le encanta de verdad, y además la mamá le ha enseñado mucho. Joanne piensa que de pronto se vuelve restauradora como ella. Yo, en cambio, sigo sin saber qué estudiar. Todo me parece rico, pero nada me encarreta en serio. Lo más probable es que entre a la U en agosto, pero para eso tengo que decidirme y decirle a mami que me inscriba. Sólo sé que a la única universidad a la que entraría allá es a Los Andes. De resto, ninguna me gusta.

Febrero 23

Ayer vino Simón. Joanne le dijo que tenía un compromiso, pero él respondió que venía a buscarme a mí. Las dos nos quedamos extrañadas. Me preguntó que si me gustaba la ópera, me pidió que me arreglara un poco (yo estaba en jeans, tenis y suéter de M.I.T.) y nos fuimos. Vimos Madame Butterfly, es una historia tristísima, yo nunca la había visto, de veras me encantó. Después me llevó a comer a un restaurante italiano superacogedor, y pidió la comida por mí. Me dijo que le encantaba mi corte de pelo, que así me salía de lo común. Pasé muy rico.

Marzo 8

He salido mucho con Simón. A veces vamos a cine con Jules y Farid, y también me ha invitado a recitales de música clásica y a conciertos de jazz, los dos solos. Creo que me encanta. Es perfecto: churro, querido, inteligente, interesante, atento… Es paisa, pero no se le nota. Hace como nueve años se fue a vivir a Italia, porque tiene familia allá, estudió arquitectura y empezó a trabajar. El año pasado le salió un proyecto acá, le fue bien, le salió otro y se quedó. Me siento muy tranquila cuando estoy con él; a veces se pone juguetón, me persigue y me hace cosquillas, otras me abraza por detrás y se queda así, consintiéndome. Me hace sentir protegida. Cada vez me gusta más, ya no pienso en que es imposible que alguien me quiera… aunque él no me ha dicho nada. No sé, de pronto esto para él es un juego, pero voy a tomarlo como venga, voy a aprovechar cada instante… aunque espero que no me suceda lo que me pasó con Sergio.

Marzo 16

Nos vamos para Escocia. Por supuesto, es otro embeleque de Joanne. Dice que cómo nos vamos a ir de Inglaterra sin conocer siquiera Edimburgo. Así que nos vamos en Easter. Le dije a Simón, pero parece que no le interesa. Bueno, por lo pronto, tengo que estudiar muchísimo otra vez, porque nos tienen colgados, y por estar saliendo tanto con Simón, pues me atrasé de nuevo. Las cosas con él siguen bien. Sobre todo, hagamos lo que hagamos, hablamos delicioso, a él nunca se le acaba el tema, me cuenta historias, a veces hasta inventadas, y me pregunta muchísimo por lo que pienso, y así; por ejemplo, si digo que algo me gusta o no me gusta, me pregunta por qué, y a lo que le respondo me vuelve a preguntar por qué…

Claro que con Joanne también he salido. Volvimos a una discoteca que le encanta, a ver si estaba un tipo que ella se quiere levantar, pero no. Entonces bailamos solas, las dos, en la pista todo el tiempo. A veces se nos acercaban tipos, pero ella los espantaba, porque opina que los hombres que se conocen en bares y discotecas nunca son de fiar, que sólo quieren una cosa. Cuando yo le dije que daba igual, que cuando ella se ponía a hablar con tipos por la calle, también estaba en «busca» de lo mismo, me dijo que no, que eso era distinto, porque era cosa del destino: nadie sale a la calle todos los días pensando en «hoy conoceré a alguien, y puede ser el amor de mi vida», así que si uno conoce a una persona es sólo cosa del destino; en cambio a las discos sí se va con la intención de levantar, pero nunca con «fines serios». Entonces yo le dije que si ella tiene y ha tenido tantos novios, no creo que se los tome en serio, que quizá sólo a Pierre… pero me contestó que no era así: claro que a Pierre lo quiere mucho, más que a los demás, pero que cada que empieza algo con un tipo, piensa que puede ser para toda la vida, y espera que la atracción del principio se convierta en amor, siempre, con cada uno. Eso me resulta extraño, pero tal vez es por eso mismo que no me parece mal que ella sea así. En Colombia, la harían sentir supermal, le dirían cosas, la gente pensaría mal de ella y la trataría como tal. De todas formas, ella no es como las niñitas fáciles de allá, no sé cómo explicarlo. Pero definitivamente, está loca y es rarísima.

Abril 4

Edimburgo es divino, tiene un castillo espectacular, un barrio viejo pintoresco, otro en cambio clásico, de calles amplísimas y casas enormes, aunque también tiene edificios modernos. Es mucho más vivo que Londres, se ve gente vieja por las calles, y muchos más niños. El acento es divertidísimo, y la fisonomía de las personas también es muy distinta. La gente es muy amable, cuando preguntábamos una dirección, las personas, si podían, nos llevaban hasta allá, sobre todo porque casi nunca les entendíamos ni una palabra. También hace mucho frío, creo que esto no va a parar nunca. Duramos cinco días en total, pero uno lo pasamos en una excursión a los lagos y las Highlands, y como siempre, pasamos riquísimo. Aunque una tarde Joanne se puso triste. Vimos a unos junkies (tampoco sé cómo se escribe), y se puso a pensar en Paul, en lo solo que debe estar. Y después me dijo que ella también se siente sola, que vive llena de cosas para distraer esa soledad, a veces con novios y a veces con proyectos, pero que de vez en cuando la soledad sale a flote, y se da cuenta de que todo es mentira. Ella es la persona más alegre que yo he conocido, por eso me desconcertó tanto. Nunca pensé que sintiera las mismas cosas que yo, así sea en forma diferente. Creo que eso nos unió más.

Abril 7

¡Simón me dijo que me ama! Me confesó que le había hecho falta, porque al llegar del viaje tampoco lo llamé ahí mismo, y nos vimos sólo como cuatro días después. Fue muy lindo. Estábamos sentados en un parque, viendo cómo salían los retoños de un árbol. Las hojitas parecían flores que surgían de la rama seca, despoblada, y de pronto me cogió por los hombros, me volteó de frente a él, y me dijo, con tono medio solemne: «¿Sabe qué? Creo que la amo». Y después me dio un beso, eterno, dulce, apasionado… Ya nos habíamos besado antes, pero era siempre cuando me dejaba en mi casa, por la noche, al despedirnos. Después de eso, nos pusimos a caminar cogidos de la mano, callados pero sonriendo. Yo me sentí más feliz que nunca, como si estuviera alada. No puedo describirlo. Es mucho más fuerte que lo que sentía con Sergio, eso ya no tiene nada qué hacer al lado de lo que me produce Simón. Es el hombre más maravilloso del mundo. Lo amo, lo amo, lo amo…

Abril 19

El fin de semana pasado, nos fuimos con Joanne y un amigo de ella, que tiene carro, a Brighton. Como siempre, Simón no quiso venir, y me hizo mucha falta. Al pasear por la playa, o al recorrer ese palacio oriental tan lindo y tan extraño querría haber estado con él, para comentarlo todo. Cada vez estoy más tragada. Además, cuando veía a Joanne y a Ted besándose me daba mucha envidia. Ellos durmieron juntos las dos noches, y yo sola, en el cuarto del hotelito, me ponía a pensar en Simón todo el tiempo. Hasta le escribí una carta. Cuando se la entregué, el martes, se puso feliz; yo pensé que le iba a parecer muy cursi, pero le encantó. Dice que yo debería escribir más; entonces le conté de este diario, y le pareció buenísimo, y me recomendó que nunca lo abandonara, que después me iba a gustar mucho leerlo. Yo no sé, creo que es rico escribir, y ahora lo hago con mucha más soltura que al comienzo, pero pienso que escribo sobre todo porque mami no está cerca. Allá, todo lo que me pasaba, todo lo que pensaba, se lo contaba a ella, y a Lucha también; en cambio, aunque Joanne es genial y la quiero mucho, no sé, con ella hablo de otras cosas, es distinto. Por eso escribo, para poder expresar todo lo que siento, es como contármelo a mí misma para entenderlo. Es rico.

Mayo 2

Ayer fue día de fiesta, y Joanne se fue de paseo sola con el novio nuevo (Ted, con el que fuimos a Brighton). Yo decidí quedarme para estar con Simón. Ya hace menos frío, y por la mañana salimos a montar en bicicleta. Hacía siglos que yo no montaba. Aquí todo el mundo tiene, y casi todos mis compañeros se van a clase en cicla. Yo al principio pensé en comprar una, y entonces Grace me dijo que usara la de Steve o la de Tom, pero a mí me dio pena, y se quedó así.

Después almorzamos en un restaurante griego, al norte de Londres, y luego nos vinimos para acá. Nos pusimos a conversar, sentados en mi cama. Él empezó a besarme y a acariciarme. Yo me sentía incómoda. Entonces se puso a hablarme suavecito, tuteándome (hasta ahora nunca nos habíamos tuteado), y me dijo que me quería y que me deseaba, y que estuviera tranquila, que él no me iba a hacer daño, y seguía acariciándome pasito, y me fue desvistiendo… yo me moría de la pena, pero también tenía ganas. Era raro; no es que yo crea en eso de llegar virgen al matrimonio, pero me parecía que aún no era tiempo, sobre todo porque yo me voy como en mes y medio y seguro que no nos vamos a volver a ver… pero era tan dulce, tan tierno. Poco a poco me fue quitando toda la ropa, y después me dijo que yo lo desvistiera a él. Yo nunca le había visto siquiera el pecho. Es pecoso y tiene mucho pelo, es muy churro, tiene un cuerpo de ataque. Pero después no fui capaz de quitarle el pantalón. Se quedó así un rato, sólo acariciándome por todas partes, dándome besitos de los pies a la cabeza. Todo el tiempo repetía «Qué linda eres, que piel tan suave, cómo me gustas» y cosas así, y por fin le solté el cinturón y le bajé la cremallera. Nada más. Entonces él cogió mi mano y la llevó allá, y yo sentía rarísimo, pero era rico. Al rato, se bajó los pantalones… y lo hicimos. Al principio duele horrible, entonces él paró, me dijo cosas bonitas, y empezó de nuevo, despacio, con suavidad. Al final volvió a doler un resto, pero yo me sentía feliz. Cuando acabamos, nos quedamos abrazados como una hora, casi sin hablar; él me acariciaba el pelo y me decía cuánto me quiere. Todo fue muy lindo. Después, me dijo que me quedara así, desnuda, y salió a buscar comida. Al terminar de comer, me preguntó que por qué no le había contado que era mi primera vez… Supongo que él creía que como yo ando tanto con Joanne, era como ella. Nos tocó lavar el cubrelecho, que quedó todo manchado; me pareció como si estuviéramos haciendo una pilatuna, aunque estábamos más o menos serios, y después nos volvimos a acostar. Se quedó hasta que yo me dormí. Lo amo más que a nada en el mundo, daría mi vida por él…

Mayo 13

Ya estamos acabando clases. Nos toca presentar unos informes finales de cada una, y Joanne propuso que hiciéramos algo bien loco para historia del arte. Es la materia que más nos gusta a ambas. Al principio a mí me parecía interesante tomarla, pero no me mataba; en cambio, ahora me fascina, quiero aprender mucho más. Antes, cuando Lucha decía que iba a estudiar Artes, yo me reía, y le decía que los pintores se mueren de hambre, la consideraba una carrera para bohemios, como algo que uno no debe ni plantearse; yo creía que la pintura sólo podía ser como un hobbie. Hoy en día ya valoro el trabajo plástico, entiendo un poco el arte moderno, el minimalista, el conceptual, todo eso, me gustan los performances, el vídeo arte, que la primera vez que lo vi, cuando llegué, me pareció aburridísimo y estúpido… Es más, si tuviéramos una cámara, me parecería rico hacer uno con Joanne, como trabajo final. Pero como no podemos, vamos a intentar homenajear a los artistas que más nos gustan, recreando sus cuadros, con distintos materiales… va a quedar divino. Además, como Joanne tiene una letra lindísima, la sustentación la va a escribir con estilógrafos de colores. Simón prometió ayudarnos, nos va a conseguir papeles de texturas raras, nos va a prestar sus pinturas, etc.

Las cosas con él cada vez van mejor. Se porta superbien conmigo. Todavía no hemos hablado suficiente acerca de mi regreso. La residencia la cierran a fines de junio, y como yo no quiero volver donde Grace, me toca irme enseguida. No he querido pensar en eso, así que no me he puesto triste todavía. Y parece que él tampoco. Por lo pronto, estamos felices, y creo que nos queremos por igual. Yo pensaba que siempre una persona quería más que la otra, que el amor no podía ser equitativo, pero con él todo es distinto. Todo nos ha pasado como al tiempo. Es lo mejor que me ha sucedido aquí. Bueno, también conocer a Joanne, por supuesto.

Por otro lado, me llegó una carta de Lucía. Se va a estudiar a los Estados Unidos, a una escuela de arte de Nueva York. El viaje es a principios de julio, o sea que nos alcanzamos a ver antes. A pesar de mi amistad con Joanne, ella todavía me hace mucha falta, y yo creía que al volver todo iba a ser como antes. No me imagino cómo será vivir allá, sin ella y sin Joanne. Voy a volver a estar muy sola. Pero no quiero preocuparme de antemano. Creo que soy muy distinta ahora, así que puede que no sea tan terrible. Además, como voy a empezar otra vida, la universidad y todo eso, vendrán cosas nuevas, nuevas amigas. Eso espero.

Mayo 22

Todo ha salido bien. El trabajo que hice con Joanne quedó excelente, y a la profe le encantó. También entregué otro, y creo que me va a ir bien. El último, el de British Culture, lo estoy haciendo con Almudena y Javier, y lo tenemos que entregar pasado mañana. Decidimos hacer también algo distinto: cómo vemos las personas de afuera esta cultura, obviamente refiriéndonos a lo visto en clase, pero desde nuestra propia perspectiva. Almu ha seguido saliendo con uno de los muchachos que conocimos en Oxford, y ya es casi seguro que se va para allá a estudiar. En cambio, a mi se me pasó el tiempo para inscribirme oficialmente en Colombia, y no decidí qué estudiar todavía, así que me toca llegar a hacer cursos libres o algo así. Mami se iba poniendo furiosa, pero al final me entendió.

Simón me pidió que me quedara. Al principio lo dijo como de pasada «deberías quedarte, Cami», en medio de una conversación sobre las posibilidades que ofrece este país. Después hablamos de las desventajas, de lo mal que a veces lo hacen sentir a uno por ser latino, por ser extranjero, lo difícil que resulta conseguir buen trabajo y todas esas cosas, así que, aunque me gustó que lo hubiera dicho, no le di gran importancia. Pero lo ha repetido. No sé, yo quiero volver, me hace falta mi casa, mami, mis amigas. Creo que mi mundo y mi vida están allá. Además, eso de quedarme por alguien me parece complicado. ¿Qué haría yo si Simón me dejara de querer más adelante? ¿Si nuestra relación no funciona? ¿Dónde viviría, qué podría hacer? ¿O si Simón decidiera volver a Italia, por ejemplo? ¿Me iría yo con él o qué pasaría conmigo? No, no creo que sea buena idea quedarme, no resultaría. Además, llevamos muy poco tiempo. Sería una locura.

Claro que con él todo es perfecto. Toda la primavera me ha traído flores, me consiente, nunca, nunca peleamos, ni siquiera hemos discutido. Me hace sentir contenta, linda, inteligente. Me pone a hablar mucho, es muy dulce. Es raro: no me quiero quedar, pero a la vez siento que él es el hombre de mi vida, que cada vez lo quiero más. De pronto, algún día nos volvemos a ver y todo sale bien. Y si no, va a ser el recuerdo más bonito de toda mi vida. Ya me puse triste, y yo no quería volver a llorar. Lo que pasa es que no sé qué hacer. Sé que tampoco puedo pedirle que vuelva a Colombia conmigo, él prometió no regresar jamás, no quiere ir ni de paseo. Ni la posibilidad de que me espere, que yo estudie allá y después me devuelva, eso es mucho tiempo, y a él no le gusta planear el futuro, y menos a largo plazo. No hay solución. Me voy en unas tres semanas, para alcanzar a cuadrar al menos lo de los cursos libres… sólo me quedan veinte días de amor. Lo mejor es aprovecharlos al máximo, y dejar de pensar en todo esto.

Junio 4

Ya nos entregaron los certificados de estudios, y sí me fue superbien, gracias a Dios. Almu se fue a pasar el verano con sus padres, y vuelve en septiembre. Joanne se va en tres días. Yo tengo la reserva para el próximo fin de semana. Esto se acaba, y como que no me doy cuenta. Y Simón me ha hecho la proposición más absurda del universo: que me quede al menos el verano aquí, con él, en un apartamento que alquiló. Cuando le dije que en la casa me matarían si hago algo así, me dijo que mintiera, que dijera cualquier cosa. Y Joanne dice que me hace cuarto, que diga que me quedo con ella, y que si quiero hasta su mamá lo corrobora. Me da un susto tremendo, pero también muchas ganas. Creo que lo voy a intentar.

Julio 15

Escribo porque Simón me pide que no deje de hacerlo. Pero estoy tan feliz, que no me dan ganas de hacer nada que no sea estar con él. El apartamento es superchiquito, y nos toca cocinar y hacer todo a nosotros. Parecemos una pareja de esposos que llevan muchos años. Él prepara pasta en todas sus versiones, y yo hago ensaladas todo el tiempo. Llevamos la ropa a la lavandería de la esquina, compramos el pan juntos, vemos tele, vamos a cine, a caminar, todo es maravilloso. No me da rabia que deje la ropa botada por ahí, ni que fume tanto, ni siquiera cuando hace sus «porros» de hashish. Se dejó crecer la barba, y me pica mucho, pero se ve divino, con esos ojos verdes y la barba medio mona, con lo grande que es… me fascina, lo adoro, y ya no sé que más escribir…

Agosto 23

Llegó el momento inevitable. Mañana me voy. Ya tengo casi todo listo, y me va a tocar pagar un mundo de libras de exceso de equipaje. Yo estoy demasiado ansiosa como para deprimirme, pero por dentro sí estoy muy triste. Éste ha sido el mejor año de mi vida, y Simón es un príncipe azul. Claro que ahora está superserio, casi no habla. Creo que está bravo porque yo no decidí quedarme acá con él, pero es que él tampoco me podría sostener, y no quiero ser mesera o baby sitter, que es lo único que podría conseguir para vivir si desafío a mis papás… Lo que más me entristece es verlo así, ya lo he pillado dos veces mirándome con los ojos enrojecidos. Bueno, pero dice que para esta noche tiene preparada la mejor despedida del mundo, que vamos a estar felices sin pensar en lo que va a pasar mañana. Shit, se supone que yo estoy bien, pero a veces no sé qué hacer. De repente me gustaría romper el pasaje y decirle que me quedo, que quiero vivir con él para el resto de mi vida, y luego me pongo a pensar en mi casa, en mi mami, en la universidad, en lo difícil que sería la vida aquí… Yo lo que quisiera es que Simón se viniera conmigo, pero eso no es posible… Se acabó el cuento de hadas, pero sin la frase «y vivieron muy felices», sino con un «y se separaron muy tristes porque ya no podrán volver a estar juntos». ¡No es justo!

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¡EL MATRIMONIO ES UNA FIESTA!

–¿A quién invitaste? –preguntó Simón mientras apuntaba las cosas faltantes para la reunión.

–Pues a mamá, claro, y a Patricia, Vicky y sus maridos –contestó Camila mientras acomodaba los adornos de plata sobre la pequeña mesita.

–Perfecto –asintió Simón y siguió anotando.

–¿O sea que apruebas mis amistades?

–Camila se paró, con los brazos en jarra, frente a él.

–No seas irónica, Camila. ¿Qué tiene de malo que me parezca bien que invites a tus amigas?

–Que ni siquiera te has dado cuenta de que no son mis amigas, que son sólo la pantalla para que piensen que estamos muy bien relacionados –respondió Camila mientras volvía a la mesita, a organizar la carpeta que estaba torcida.

–Entonces no tienes por qué invitarlas, a mí no me importa eso, tú sabes –comentó Simón, al tiempo que guardaba su pluma. Pero la sacó de inmediato otra vez: –Cami, ¿qué más hace falta? Tú te encargaste ya de toda la comida, ¿no?

–Sí, tranquilo. Pero podrías traer tal vez unas galletas, snacks de paquetico, por si de pronto alguien trae niños…

–Espero que no. Bueno, voy por el hielo y lo demás al salir del trabajo. ¿Tú vas a ir a la oficina?

–Pues claro, ¿qué crees? Yo también tengo mis responsabilidades, y pago muchos de nuestros gastos…

–Sabes que no me refería a eso. ¡Te estás poniendo insoportable!

–¿Y tú no, amorcito?

–Me voy. Me llamas si necesitas algo más.

O.K. Vete, corre, y no llegues tarde, que quiero organizarlo todo contigo. Es tu fiesta.

Sí, era su fiesta. Celebración por el nuevo gran proyecto que habían conseguido. Bueno, él solo lo había logrado, pero con la necesaria ayuda de Gerardo y los otros. Y tenía, además, que agradecer a los contactos que lo habían hecho posible y, por supuesto, al contratista.

No le gustaban las reuniones sociales, no éstas, pero con el tiempo había llegado a entender que eran necesarias en ciertos casos. Y su mujer sabría apañárselas muy bien. Aunque, en casi ocho años de matrimonio, nunca habían hecho una reunión formal, más allá de la familia de ella.

Se puso a pensar en lo que Camila había dicho acerca de Vicky y de la otra… ¿no eran amigas? La verdad, le había conocido pocas amigas a su esposa. Joanne, claro, y luego éstas, las compañeras de universidad. Sabía que ahora estaba viéndose con otra, tal vez también de la universidad, pero no habían hablado de eso. Pero ahora se daba cuenta de que tal vez Camila era una solitaria.

Él no. Estaba Gerardo, su mejor amigo, su socio, su cómplice, y Lucho y Paula, los otros socios, y Mauro y Giovanni, los amigos del colegio, y Rosina y Hernando, y Jorge y Martha, y… Pero claro, ahora quedaba muy poco tiempo para verse con ellos. El mundial de fútbol pasado, por ejemplo, había sido bueno por eso, porque les dio motivos para reunirse, a ver los partidos, había sido como una sola fiesta de un mes. Otra vez los vería a todos esta noche. Pero cada vez había menos ocasiones.

Agradeció en silencio a Gerardo. Sin él, estaría cotidianamente solo. Solo con Camila. Pero también quedaba el trabajo, esa gran compañía. A veces se sentía prisionero en él, pero, a la larga, siempre quería estar en sus lazos.

Paula le preguntó qué le pasaba. «Ya sé, estás nervioso por la fiesta de esta noche». Sí, seguro que era eso. Paula lo tranquilizó, le dijo que no dudaba de Camila, pero que se ofrecía a ayudarla todo el tiempo. Y así fue.

–Camila, llegué con Paula y Gerardo, que nos vienen a socorrer. ¿Dónde estás?– gritó Simón desde la puerta.

Camila salió al recibidor con guantes de caucho y unas enormes tijeras de jardinería. Dio un beso a su esposo, y sonrió a los amigos.

–Estaba arreglando las matas, amor. Hola a todos, pasen, ¿qué quieren? Voy a terminar esto y vuelvo con ustedes.

Paula fue con ella. Camila le preguntó por su marido. «Está de viaje» fue lo único que oyó decir acerca de él. Pero tenía una buena niñera, así que podía quedarse hasta el final de la fiesta para ayudarla en todo. Camila intuyó que Paula estaba huyendo. Igual, no comentó nada. Nunca habían intimado. Paula le parecía una mujer fuerte, valiente. Cuando habían tenido problemas en la oficina, y Simón estuvo a punto de desfallecer, Paula fue la más firme. Su hija, que debía de tener como año y medio, no la había alejado del trabajo. «Pobrecita, no debe ver mucho a su mamá», pensó Camila, mientras terminaba de cortar las hojas muertas o dañadas, que Paula recogía. Volvieron a la sala.

Gerardo y Simón estaban arreglando el bar. Les ofrecieron un trago. Paula pidió una ginebra con tónica, y Camila prefirió una coca-cola. Llamó a su mamá, que había quedado de traer lo que faltaba de la cena, para apurarla. Todo lo demás estaba listo, así que se sentaron los cuatro a charlar. Los tres arquitectos hablaban del nuevo proyecto, de las innovaciones que pensaban hacer, se halagaban a sí mismos. Camila escuchaba, sentada en el brazo de la silla donde estaba sentado Simón, pensando en que eso sería de lo único que se oiría hablar durante toda la noche.

Por fin llegó Teresa. Las dos se metieron a la cocina, y dieron órdenes a la empleada de cómo calentar la comida. Teresa se desenvolvía en esas labores como pez en el agua. Estaba encantada de que su hija la necesitara, de que contara con ella. Y de volver a ser, así fuera como convidada, de nuevo anfitriona. Desde que se había separado, hacía más de quince años, añoraba estas reuniones sociales, tan frecuentes durante su matrimonio, aunque entonces, al igual que Camila, la asustaran un poco.

–¿Invitaste a tu papá?– preguntó, con un miedo creciente.

–Por supuesto que no, mami, ¿cómo se te ocurre? Además, él tampoco me invita a nada.

–Eso es cosa de Isabel, ¿no?

Camila pensó que su madre probablemente aún seguía enamorada de su ex esposo, así pasaran los años. Sentía que Isabel se lo había robado. Camila también la detestaba, pero ahora sabía que ese matrimonio tampoco era bueno. Su padre era un mal marido en esencia. Mujeriego y problemático. Creyó mejor no contarle a Teresa que lo había visto hacía poco con una tercera mujer en un plan bastante romántico. Ella podría malentenderlo, hasta llegar a abrigar esperanzas inútiles.

Los invitados comenzaron a llegar. Simón y Camila los recibían en la puerta, y Simón presentaba a su mujer las parejas que ella no conocía. En poco rato, tanto la sala como el comedor y la salita de estar parecían repletos. Simón saltaba de corro en corro para hablar con todos; Paula se preocupaba por las bebidas y ordenaba a la empleada más hielo y pasantes. Gerardo estaba pendiente de la música, y Teresa era como la ama de la cocina. Camila sonreía, indicaba dónde dejar los abrigos y bolsos, dónde estaban los baños, mostraba la terraza… sonreía todo el tiempo.

–Ven acá, amor. ¿Te acuerdas de Hernando? –preguntó Simón, abrazando a su mujer.

–Claro, el marido de Rosina, ¿no?– respondió Camila, presta.

–¿Cómo está, Camila?– dijo el invitado, apretándole la mano.

–Bien, gracias. ¿Y Rosina?

–Tuvo que quedarse cuidando a los niños, ya sabe… y ustedes, ¿para cuándo es que van a encargar?

–No, hombre, todavía no –se apresuró a contestar Simón, mientras Camila aprovechaba la ocasión de escapar a saludar a otra gente.

En medio de la animación de la fiesta, Simón salió a la terraza a dar un respiro. Pero el panorama no era muy alentador: una pareja discutía a gritos, y la mujer tiró el vaso de whisky sobre su esposo, alcanzando a regar al dueño de casa.

–Lo siento, Simón –dijo el hombre, apurado–. Es que mi señora cuando se emborracha se pone agresiva y paranoica.

–¡No te pongas a comentar intimidades, desgraciado! –casi gritó la mujer, llevándose a su marido para adentro.

Simón se limpió el saco con su pañuelo, mientras se acercaban otros amigos. Uno de ellos comentó, como confidencia, que la mujer de otro estaba «como el pan», y que había prometido encontrarse con él más adelante. Todos rieron, y la charla siguió en tono picante y bromista, pero Simón se escabulló en cuanto pudo.

Se integró a otro corrillo, desde donde veía a su mujer, sentada con las discutidas amigas y sus esposos. Charlaban animadamente, y Camila le pareció encantadora. «¿Por qué no será así siempre?», pensó, y admiró lo bella que estaba esa noche. «Debe de estar estrenando. Tengo que acordarme de decírselo». Siguió con la mirada su silueta, que se alejaba hacia la cocina, donde su suegra la requería. «Todo está saliendo bien. Gracias, Camila», le dijo con los ojos que ella no miraba.

La cena estaba lista. Teresa, compuesta como siempre, agradable y solícita, se encargaba de ayudar a servir a los invitados que Camila iba trayendo a la mesa del buffet. Cuando todos estaban servidos, Camila le llevó un plato a Simón, y se sentaron con Teresa a comer. Ésta felicitó a su yerno por las buenas noticias laborales, y se mostró interesada en la explicación del proyecto. Pero el aprecio que Simón le tenía casi se rompió por un instante por la impertinencia que él consideraba de mujer chismosa.

–Oye, y la mujer que está con Luis, tu socio, ¿es la esposa?– preguntó Teresa, a sabiendas de que no lo era.

–Mira, Teresa, a mí me interesa su capacidad como arquitecto, no su vida personal –contestó Simón, sin disimular su molestia. Sin embargo, por su esposa, decidió ser un poco condescendiente–. Pero creo que se separó hace unos meses, y ésta es su nueva mujer.

Ante el incidente, Camila se levantó de inmediato. Llamó a la empleada y comenzaron a recoger los platos. Continuó sonriendo frente a las alabanzas a la comida, y finalmente se refugió en la cocina. Teresa ya estaba organizando los postres. No quiso oír su comentario acerca de la intransigencia de Simón, por lo que empezó a repartir el pastel.

Llevó dos platos a Paula, que estaba en un rincón, coqueteando abiertamente con el contratista. «Entonces fue así como consiguieron el proyecto», pensó Camila, «y por eso ella no trajo a su marido». Con otro postre en la mano, buscó a la esposa del empresario. Estaba hablando, lejos de allí, con otras personas. «Ni se entera de lo que está haciendo su marido. Es el colmo». Preguntó cómo estaban y habló con ellos dos minutos. Luego siguió su recorrido.

Aunque estaba exhausta, fue a su habitación a retocarse el colorete de los labios. Allí encontró a una pareja besándose, que, componiéndose un poco, tras disculparse, salió ipso facto. «Parecen adolescentes. Seguro que se conocieron hace poco, si no hace un instante». Volvió en busca de Simón, que estaba tomando aprisa, para controlarlo.

En seguida, Teresa se despidió, argumentando cansancio. Camila se sintió desprotegida. Varios comensales también anunciaron su partida. La pareja los acompañó a la puerta, agradeciendo su asistencia.

Quedaba ya poca gente, y el alcohol empezaba a hacer estragos por doquier. Un jarrón roto, regueros en las mesas y un par de quemones de cigarrillo en el tapete. Camila se encontraba cada vez más extenuada, pero Simón estaba bastante animado. Le gustaba verlo reír sin mesura, si bien habría preferido que lo hiciera sólo para ella, como antes. Ahora quería nada más que se fuera todo el mundo, para poder descansar.

Estaba a punto de quedarse dormida, ante la conversación sobre planos y perspectivas que sostenían los contertulios, cuando por fin nombraron viaje. Buscó los sacos y el bolso de Paula, pero la charla siguió otro rato en el recibidor.

–Casi los echaste –comentó con sarcasmo Simón en cuanto cerraron la puerta.

–Ya es muy tarde, ¿no te parece? –se defendió Camila–. Voy a la cama.

Mientras se desvestía, Simón la abrazó por detrás. Ella se liberó y fue a limpiarse el maquillaje. Él la siguió al baño, y comenzó también a quitarse la ropa.

–Estabas muy linda. ¿El vestido era nuevo? –recordó comentarle.

–Sí. Gracias por notarlo. Todo estuvo bien, ¿verdad?

–Te quedó maravilloso. Te agradezco mucho tu esfuerzo.

Camila no respondió. Era obvio que tenía que ser así, a pesar de que no se hubiera sentido cómoda del todo. La ayuda de Teresa había sido fundamental.

Se lavaron los dientes juntos. Camila detestaba que Simón apretara el tubo de crema dental por la mitad, e hizo un comentario al respecto. Simón se disculpó, lo arregló y la invitó a la cama.

–¿Estuviste contenta? –preguntó, ya bajo las cobijas, mientras besaba sus hombros descubiertos.

–Claro. Me divertí viendo los comportamientos de las parejas –respondió Camila, apretándose a él.

–¿Cómo así?– frenó Simón.

–¿No viste? Cuando ya estaban desinhibidos, todos empezaron a coquetear entre sí.

–No me pareció, Camila. Creo que tú ves lo que quieres ver, más que otra cosa.

Los besos habían parado. Camila tomó la mano de su esposo y la llevó a su cuerpo.

–No te pongas a la defensiva. Pero fíjate: varios vinieron solos, sin su compañero. Eso puede ser motivado por factores externos, pero ya aquí, se sentían libres para flirtear con los demás…

Simón volvió a acariciarla. Apagó la lámpara de su mesa de noche y quedaron a oscuras.

–¿Por ejemplo? –inquirió, ya con suavidad.

–¿No viste a Paula?, estaba en un rincón con el tipo éste, el que les dio el contrato –Camila ya hablaba en susurros, en la mejilla de Simón.

–¿Cómo así? Eso sí que no me lo hubiera imaginado. Pero él vino con su mujer, además.

–¿Y qué? Yo los vi bastante acaramelados, mientras la esposa charlaba tranquilamente en la sala. Pero no me dirás que eso es nuevo, ¿o sí?

–¿Qué quieres decir? –paró de nuevo Simón, abriendo la distancia.

–No sé. Supongo que eso ayudó a la facilidad de las negociaciones –dijo con tranquilidad Camila, intentando acercarse de nuevo a su esposo.

–Eres el colmo, Camila –terminó Simón, dándose la vuelta–. ¿Cómo te atreves a pensar semejante cosa? Sabes muy bien que lo conseguí yo solo, con mis propuestas, que son lo suficientemente interesantes, innovadoras, funcionales…

–Sí, ya sé que eres un genio. Además, ¿cuándo se ha visto que un hombre piense con la bragueta antes que con la visión de la inteligencia?

Ya no quedaban más comentarios ni réplicas posibles. Cada uno tomó su rincón de la cama. La fiesta había terminado al fin.


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OTRAS MIRADAS

Hacía un día estupendo. El cielo estaba despejado, el viento era ligero, y el olor de la carne asándose en la barbacoa llegaba hasta ellos dos, sentados en la hierba a un par de metros. Camila y Julián se dedicaban a quitarle las hojas a una pila de alcachofas hervidas, mientras Clara se ocupaba del asado. Se sentía tranquila, sin necesidad de hacer esfuerzos. Clara y su hijo le resultaban familiares, a pesar de que no los veía casi, sobre todo al muchacho, que vivía enfrascado en su música, su cine y sus montañas. Así que una tarde de sábado sin Simón se convertía de pronto en un solaz para su confusión cotidiana, diluida en un trabajo monótono y abundante, y en una vida conyugal cada vez más pobre.

Clara continuaba infundiéndole seguridad, y el muchacho ya no la intimidaba. No obstante, de algún modo sí la inquietaba, en ese no saber nada de él más allá de lo poco que había contado su madre. Hablaba poco, apenas lo suficiente para ser cordial; ante ella jamás había delatado algún arrebato emocional, ni para mal ni para bien, aunque no le quedaba duda de que la acogía.

Mientras hacían su parte del trabajo, lo observaba de soslayo. Los movimientos del chico eran ágiles, certeros pero descuidados. Su mirada parecía atravesar la alcachofa que tenía en sus manos huesudas para perderse en el infinito del prado en el que estaban sentados. Se preguntó, de nuevo, en qué estaría pensando. En medio de la duda acerca de qué podría decir para romper el silencio ocupado por el sonido campestre, no se sentía incomoda, a pesar de que Julián no paraba de mirarla como adivinando sus pensamientos. Ambos sonrieron, en una complicidad que se prolongó hasta después de comer, cuando él sugirió dar un paseo a caballo.

Sólo había dos yeguas, así que Clara decidió ponerse a leer, mientras los dos fueron a cogerlas al campo y a ensillarlas. Camila, si bien había montado desde pequeña, temía el ardor de las bestias que podían desbocarse. Julián, entonces, le ofreció la yegua vieja, asegurándole que su paso era bueno y que sabía recibir órdenes del jinete, y prometió no adelantarse.

Se pusieron en marcha. Primero fueron por los caminos hechos, rodeando la montaña, frente a las casas campesinas en las que se les unían a ratos los perros guardianes, haciendo algarabía, hasta que por fin se metieron a campo traviesa, en una colina suave, con arbustos silvestres que rozaban sus pies. El viento fuerte rompía contra su cara y desordenaba su pelo, pero les daba a la vez sensación de libertad. Galopaban sin decir palabra, atendiendo las vicisitudes del camino, los ruidos de los animales, el salpicar de los cascos en los charcos formados por lluvias anteriores.

Julián se detuvo ante un paraje de árboles. Descendió del caballo y escarbó entre la tierra. Camila se preguntaba qué pretendía. El chico se acercó a su yegua, acarició su cabeza y preguntó a la amazona si quería bajar. Camila respondió que prefería seguir, porque pronto oscurecería. Él le mostró entonces lo que tenía en la mano: tres hongos silvestres.

–¿Los ha probado?– inquirió.

–Sólo he comido champiñones y setas, y alguna vez probé una trufa, pero no me gustó.

–Creo que no entiende. Estos se comen para alimentar el espíritu, no el cuerpo. De todos modos, también saben mal. Pero la sensación que producen es increíble.

Camila quedó estupefacta. Hijo de una mujer tan recta y tan sana, no podía creer que Julián ingiriera sustancias tóxicas, por muy naturales que fueran. Él intuyó su desaprobación, y en vez de disculparse le insistió en que bajara y los viera. Le contó, sentados en la hierba nuevamente, lo que sabía acerca del chamanismo, de Carlos Castaneda, de quien era un seguidor fiel; le habló sobre la necesidad de todos los pueblos, por precarios que fueren, de adquirir métodos para salir de su cotidianidad y lograr la comunicación con sus propios dioses a través de elementos mágicos, como los hongos, por ejemplo. Camila lo escuchaba con escepticismo, casi con compasión por el daño que el muchacho se hacía a sí mismo por mucho que lo justificara míticamente. Sin embargo, no decía nada, continuaba oyendo las palabras que salían a borbotones de los labios de Julián, como nunca había visto. Se perdía en el tono de su voz, que fluctuaba emocionado al contar lo que sentía cuando se metía un viaje.

–Es algo indescriptible, sin probarlo nadie se lo puede imaginar. Al principio no pasa nada, y de pronto hay como una explosión en el estómago. Después puede pasar cualquier cosa: a veces, por ejemplo, el cuerpo parece que pesara una tonelada, y el frío forma una armadura en la piel. Pero luego, poco a poco, los sentidos cambian, uno se hace ligero, casi alado, y es como si empezara a volar. Las luces brillan más, y los ojos pueden descomponer los rayos luminosos. Si uno mueve la cabeza, todo deja su estela, es como ver el movimiento completo en un instante, como si el tiempo dejara de existir. Y también crece la capacidad auditiva, uno puede percibir sonidos que desconocía, como una lombriz al arrastrarse o el aire en el pasto… y oír música puede resultar una experiencia impresionante, porque uno escucha la melodía de cada instrumento por separado y puede distinguir cada nota al mismo tiempo. Paulatinamente, uno empieza a entrar en una comunión con la naturaleza. Uno se da cuenta de verdad de cómo pertenece a ella, uno es apenas una célula del ser vivo que es el mundo, el universo, y empieza a entender muchas cosas. Uno es a la vez ínfimo e inmenso, un grano de arena en la creación, pero al mismo tiempo parte indispensable para que ésta exista, uno es la representación de lo divino, y se da cuenta de cuán importante es el hecho de que uno esté vivo en la Tierra. Empieza, también, a descubrir a sus iguales: las vacas, el pasto, las estrellas, los pájaros, los árboles, las nubes… todo es equivalente y necesario para que funcione la máquina de la vida, y es invaluable la posibilidad que tiene uno de cambiar el transcurso de los hechos, de vivir esta experiencia, de ver que las demás cosas tienen un alma como la de uno, y que sienten, y que sufren y se alegran, y sobre todo, darse cuenta de que todo está vivo, ayudando a que uno lo esté…

Camila seguía perdida entre las digresiones de Julián, sentada sobre unos pedruscos al pie del árbol de donde éste había cogido los hongos. Tenía los ojos entrecerrados, y oía el discurso sin detenerse mucho en las palabras, pasionalmente dulces, de su compañero, que miraba al cielo, al campo, gesticulando con moderación, pero convencido hasta el tuétano de lo que decía, desenmarañando un laberinto inexistente para Camila, que no se preocupaba ya por ese tipo de preguntas internas.

Cuando el muchacho terminó su exposición, se quedaron otro rato en silencio. El cielo se oscurecía, y al fondo, el occidente se llenaba de tonalidades malva y gris. Montaron de nuevo en sus caballos, y regresaron despacio, conversando sin prisa. Julián le comentó de sus estudios, de su amor por la música y el cine, pero también de su ambigüedad frente a un futuro laboral poco interesante en esos campos.

–Tal vez sí que debí estudiar medicina, como decía mi padre…

–¿Por qué? ¿Le gusta la medicina a usted, o sólo a él?

–Él ya es médico, estudió con Clarita, ¿no sabía? Y además es una eminencia en su especialidad, neurocirugía infantil. Muchísima gente lleva a los hijos a Cali sólo para que él los opere. Y es genial verlo. Me dejó acompañarlo en una cirugía, cuando yo estaba allá de vacaciones…

–Me parece muy bien que su papá sea un doctor maravilloso, pero lo que yo le preguntaba era si a usted le habría gustado estudiar medicina y dedicarse a ella en realidad –cortó Camila, adelantándose en el camino hacia la casa.

–No sé. La verdad es que me gusta mucho lo que hace mi padre, pero requiere de más esfuerzo y dedicación de la que yo puedo dar. Y no me quedaría tiempo para la música y el cine, que es lo que más me gusta –respondió solícito el muchacho, mientras abría la última cerca.

–Entonces ni se lo plantee. Piense más bien en alternativas para hacer algo bueno con lo que tiene. Váyase a estudiar afuera en cuanto termine acá, haga contactos, indague espacios, hasta que encuentre algo que le guste y a lo que se pueda dedicar laboralmente después.

–¿Qué cree que es lo que estoy haciendo? Pues eso, lo que pasa es que lo sigo viendo muy difícil.

Ya habían quitado las sillas y guardado los caballos. Clara les anunció que les tenía agua de panela con queso para el frío que había llegado con la noche. Camila se quedó pensando en el padre de Julián, en cómo sería, y en qué tanto había afectado al muchacho la separación, sobre todo porque vivía en otra ciudad y se veían poco. Adivinaba, tras la admiración que Julián sentía por él, también algo de resentimiento, aunque quizá éste fuera dirigido más a su madre, de seguro la culpable de la ruptura para el muchacho.

Después de charlar un rato más con Clara, Camila volvió a la ciudad. Seguía pensando en Julián, en su fragilidad, en lo angustiosa que tendría que ser su vida para que tuviera que meterse en alucinógenos. La asustaba, y más con la justificación teórica que se armaba a sí mismo para despojarse de la culpa. Pensó que quizás era por ser hijo de padres separados, por estar alejado de su padre. Pero ella misma estaba alejada de su padre, aunque él teóricamente viviera en su misma ciudad. Y se sentía abandonada. Aunque quizá lo estaba desde antes del divorcio. Su padre sólo tenía tiempo para el trabajo, para los negocios y los compromisos sociales. Claro que un médico tampoco dispone nunca de mucho tiempo para su familia, así que el destino de Julián tampoco habría sido mejor si hubieran seguido juntos. Y se fue entonces al tema de la culpa. En la separación de Clara y su marido, ella había tomado la decisión, ella era la fuerte, suponía. En cambio, en la de sus padres, Alberto era quien se había marchado, dejando a Teresa más débil e incapaz de valerse por sí sola que nunca. Así que la culpa era de él, porque la culpa era de los fuertes siempre, sobre todo ante los ojos de los hijos.

Se aterró de sacar una conclusión tan maniquea, así que quiso desenmarañar el ovillo. Se preguntó qué pasaría si se considerara que Teresa había sido la culpable de la separación. Si, por ejemplo, su modo de ser, tan servil a la larga, había hartado a Alberto, que necesitaba una mujer con más decisión y coraje a su lado, una verdadera compañera y no un ama de casa perfecta. Además, seguramente su mamá era frígida, y eso podría haber sido motivo de conflictos… Nunca se había permitido a sí misma pensar de una manera tan franca, casi despiadada acerca de su madre, pero continuó adelante. ¿Y si Teresa había elegido el papel de víctima para retener a su marido, y él no le siguió el juego? ¿Y si Teresa no amaba realmente a su esposo y sólo se recostaba en él para tener lo que sentía que se debía? La familia de su madre era de cierta alcurnia y reconocimiento social, pero no podía comparar su casta ni sus cuentas bancarias con las de la familia Landínez. Era probable que Teresa se hubiera casado para recuperar lo que había tenido en su infancia, para pavonearse ante sus amigas del buen partido que había levantado, que hubiera optado por la comodidad social y económica, a falta de un amor que incluso podría no haber conocido nunca… Por supuesto Alberto no era ningún santo, no era cuestión de dar la vuelta a la tortilla y verlo como el pobre utilizado, pero sí era bueno llegar a admitir que Teresa tenía sus velas en el entierro, que tal vez se fue volviendo imprudente, cansona con el paso del tiempo y los deslices de su marido. Su papel de víctima se había apoderado de su vida, y había comenzado a manejarla.

No por pensar en todo eso iba a dejar de querer a su mamá, ni tampoco iba a mejorar de un día para otro la relación con Alberto y a aceptar a Isabel, pero ahora se sentía más serena para enfrentarse con ellos. De todas formas, él habría podido desmontar el juego y haber estimulado a Teresa para que diera más de sí. Habrían podido pasar muchas cosas distintas, pero no fue así. «La culpa no es de nadie y es de todos», concluyó, mientras apagaba la luz de la mesilla de noche dispuesta a dormir sola y tranquila.

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¿TIENE SENTIDO?

Camila es una mujer muy especial. Sí, ya sé que todo el mundo es especial, distinto del resto, y todas esas vainas, pero es que ella es otra cosa. Irradia una luz cálida, que lo hace sentir a uno confiado, perdido en medio de la tranquilidad absoluta. Eso se nota ahí mismo, nada más verla: la gente siempre le sonríe, los vendedores, los niños que le limpian los vidrios del carro, el portero del edificio, la recepcionista del trabajo, todo el mundo. No hay que decir que ella hace lo mismo, siempre es amable y dulce, todo un encanto. Claro que también es como miedosa, y no es capaz de disimularlo ante los gamines sucios y agresivos que se le acercan en los semáforos o con los desconocidos que intentan preguntarle algo por la calle. También se pone roja fácilmente, me imagino que cuando le echan piropos o le agradecen cosas.

Esa sonrisa, aunque estoy seguro de que es sincera, es más social que otra cosa. Lo digo porque más de una vez desaparece en cuanto está sola. A veces se queda dentro del carro, con expresión triste, como ausente (sería perfecta para una película, cuando la protagonista acaba de perder al tipo de su vida). He llegado a notar como un gesto repentino de dolor, y me pregunto a qué se debe… Alguien tan dulce y tan bueno debería ser feliz, por lo menos. Lo que pasa, seguro, es que es demasiado sensible. Detrás de esa vida apacible y bien llevada, cómoda y sin grandes sobresaltos, adivino a una mujer con entrañas, con pasión, con locura, capaz de cosas que ni se imagina. Es lo que quiero creer, al menos. Me dicen tanto sus ojos (mierda, qué cursi me pongo)… Ahí veo todo lo que desdicen sus gestos, sus actitudes, sus costumbres, tan regulares y medidas, tan acordes con cada situación, como si todo estuviera preparado.

Todo esto lo sé porque he seguido a Camila varias veces, cada que tengo tiempo. Sé dónde vive, dónde trabaja, y puedo decir hasta que ya conozco su hábitos. No es difícil, parece que siempre hiciera las mismas cosas. Por ejemplo, la he visto tomar café vienés con unas amigas medio ‘fifís’, por la tarde, después del trabajo. Son dos mujeres jóvenes, como de la edad de ella, aunque más convencionales y más alegres, con esa dicha que sólo permite alcanzar la mediocridad inconsciente. Una tiene dos hijos pequeños, que llevó una vez a sus reuniones, que siempre han sido en el mismo café. No he podido oír la conversación, pero supongo que no será muy interesante que digamos. Camila participa menos que las otras, que parecen más unidas entre ellas, pues casi siempre llegan o se van juntas, pero ríe a la par. El sitio en el que se reúnen es muy chic, en la terraza de un centro comercial, lleno de gente esnob que sólo va allá a mostrarse y a ver y a criticar a los demás. Es algo que no soporto, y habría esperado que ella no fuera así. Pero lo es, e incluso hasta lo entiendo, no tiene más remedio.

A la otra persona que más frecuenta es a una señora mayor, me imagino que será la mamá. Con ella ha ido a comprar ropa, regalos, muebles. Es casi lo único que hacen fuera de la casa; de resto, Camila va y se queda adentro una hora o dos, y el sábado vi que almorzó allá con el marido. La mamá tiene pinta de amargada, a pesar de lo bien que vive. Es la típica señora que uno se imagina viuda y con un pequinés malcriado. No es muy vieja, pero parece que le pesa la vida. Camila la mira con mucha ternura y es muy atenta con ella siempre. Sin embargo, siento como si no tuvieran mucho qué decirse, como si tuviera el miedo de descubrir el origen de su infelicidad. Me imagino que Camila no quiere parecerse a ella, terminar así. Pero bueno, son meras especulaciones mías.

Alguna vez he visto a lo lejos cómo discute con su marido, pero no es muy usual. Creo que no comparten mucho tiempo juntos entre semana, porque lo he visto llegar tarde varias veces, y algunas ella ya ha apagado la luz; además, Camila sale más temprano a trabajar (casi no la descubro), quizá antes de que él se despierte. El miércoles almorzaron juntos, en un restaurante bonito y pequeño, y alguna noche fueron a un concierto y otra a un coctel de una inauguración de pinturas; me imagino que los domingos estarán reservados para el restaurante campestre de moda. En público nunca los he visto discutir; lo han hecho en el carro o al llegar a la casa (supongo, porque la sombra de él gesticulando estaba clarísima en la ventana), pero la tormenta pasa rápido. Es increíble la capacidad que parece tener Camila de transar. Además, supongo que lo debe de querer mucho.

No entiendo por qué no tienen hijos. Tal vez es que él es separado y ya tuvo los que quería, o es probable que alguno de los dos no pueda tenerlos. Porque una pareja así, tan normal (a pesar de que Camila sea especial, pero a otro nivel), es obvio que críe descendencia, aunque sea para que herede el capital que están formando (que parece considerable, por el sitio en el que viven y los carros que tienen). Y seguro que Camila sería una buena mamá, cuidadosa, dedicada. Se nota en la forma en que trató a los hijos de su amiga, e incluso en cómo se comporta con los mayores. Sé que llevan casados varios años, así que la idea de que pretendan esperar para tenerlos más adelante no sería muy razonable, sobre todo porque él es mayor, ya debe estar por los cuarenta, más o menos.

Quizá lo que pasa es que no son tan convencionales como parece a primera vista, tal vez por la plata y el medio en el que viven, y eso de todas maneras debe crear problemas y contradicciones. Incluso la pinta de él es más bien informal, es barbudo, casi nunca lo he visto con corbata, y ella tampoco usa sastres ni medias transparentes, a pesar de parecer siempre elegante y bien puesta. Están a medio camino, más tirando a la formalidad en su estilo de vida, pero sin llegar a ese límite insoportable. O a lo mejor es que yo, después de conocerla, me he vuelto más tolerante.

Sin embargo, hay algo que me dice que esa relación no funciona del todo, o al menos es lo que quiero creer. Puede ser que se los haya comido la rutina, que hayan perdido la espontaneidad y la capacidad de sorprenderse mutuamente. Claro que no pasa sólo ahí; de hecho, siento que Camila ya no se asombra con nada, aunque tampoco dé la sensación de pedantería, de conocerlo y saberlo todo. Es más bien como una especie de prevención, como si quisiera que nada la afectara, quizá porque es demasiado frágil. Pero bueno, de nuevo estoy echando globos.

Me gustaría preguntarle qué tan acertado estoy en mis análisis caseros acerca de su vida, pero no me atrevo. Camila me intimida, o algo así. Sé que no es a propósito, no ha asumido ningún papel con respecto a mí, incluso puede que no me haya tomado en cuenta, que apenas sepa que yo existo. Sé que se desconcertó al verme por primera vez, pero nunca se ha acercado a mí –ni yo a ella, hay que admitirlo–. De hecho, me pongo a temblar cuando la veo, y no se me ocurre nada qué decir, así que le debo parecer un muermo. Tengo que tomar valor. Bueno, tampoco tengo prisa, ¿no?

No sé de dónde surgió mi interés por ella. Es atractiva, pero no es una mujer despampanante, y mucho menos de mi tipo. Tal vez es esa dulzura que sale de sus ojos, su sonrisa cálida, la tranquilidad que exuda. O será que me recuerda a Bibiana, no me la puedo sacar de la cabeza todavía, así sean tan distintas, tan abismalmente diferentes. Puede ser, simple-mente, el hecho de que ella también es mayor que yo.

Aquella era distinta. Yo nunca había abordado a una mujer, y Bibiana no iba a ser la primera. Me daba susto. Siempre he sentido, de cierta manera, que las mujeres son unas vampiras, unas chupa sangre que lo dejan a uno en los huesos, espiritualmente hablando. Y cada que me había gustado una pelada, del colegio digamos, acababa deshecho, sin que pasara nada. Así que no me iba a aventurar con una mujer hecha y derecha, buenísima, y además grande, que seguramente tendría tipos por montones, por mucho que me pegara miraditas.

Todo pasó en una sola noche, hace como tres o cuatro años. Yo me había ido a un concierto, acompañado sólo por mi gorra vieja. Ya ni me acuerdo qué grupo tocaba. El local estaba destartalado, como de costumbre. De pronto, las luces giratorias, de discoteca chimba, iluminaron de refilón a una mujer que estaba del otro lado del escenario. Tenía pantalón de cuero y pelo cortico, pero su sensualidad era tan femenina que nada lograba con su atuendo de dura. Lo que me extrañó era que me estaba mirando. Yo no hice nada, seguí viendo el concierto, aunque ya no tan concentrado. De vez en cuando volteaba a mirar, y ahí estaba, observándome. Yo no sabía qué hacer. Cuando la música se acabó, salí rápido, como siempre, para evitar el tumulto. Ella me alcanzó corriendo, y me cerró el paso. –¿Quiere tomarse una cerveza conmigo?– me preguntó, sin más. –Bueno –balbucí como pude. Y nos fuimos, y no nos tomamos una, sino como cinco o seis cada uno, hablando de lo humano y lo divino. Me preguntó todo acerca de mi vida, de lo que me gustaba y lo que no, lo que quería hacer más adelante, cuando saliera del colegio, y después. Mi temor del principio se desvaneció. Me sentía premiado por estar hablando con una mujer así, interesante, inteligente, diferente a todas las niñitas que conocía y que me parecían unas idiotas. Ésta era soyadísima, parecía un tipo, como un amigo de toda la vida y ya me fresquié por completo. Me invitó a fumar un bareto, y nos fuimos a un parque, de noche, con mucho frío. Yo ya lo había probado más de una vez, pero con ella se sentía distinto, delicioso. Creo que todavía cada que me meto un cacho quiero recordar a qué me supo el que me fumé con ella.

Su sensualidad era desbordante. Entre más fresco me sentía con ella, más me gustaba, pero no tenía miedo. Ya me había llevado fiascos con las niñas tontas que antes me habían gustado, hasta el punto de pensar que nunca podría salir con nadie, que el mundo femenino estaba vedado para mí. Pero esta mujer contradecía todas mis prevenciones, con su actitud serena, con sus palabras profundas y su cuerpo magnífico. Fue ella quien me dijo que la siguiera, y lo hice como un cordero. Fuimos a una pensión del centro, sórdida y lúgubre. Ella pagó, y subimos a un cuarto con luz rojiza y videos porno en un televisor chiquito y con mala definición.

Lo apagó y me quitó la camiseta. Empezó a besarme, y yo sentía que mi pecho blanco y lampiño iba a convertirse en una barrera para el deseo. Pero ella no hizo caso. Seguía hablando, preguntándome qué cosas deseaba, adivinando mi ignorancia corporal. Creo que perdí el sentido, que fui torpe, pero ella no hacía caso a mi pánico, parecía una pantera lamiendo a su cría en la oscuridad. Me hizo el amor varias veces hasta hacerme sentir el mejor amante del mundo.

Fue la primera vez y la última. Se despidió con un beso y sin darme siquiera su teléfono. Me dijo que ya nos volveríamos a encontrar, pero la busqué mucho tiempo en balde. Nunca la he vuelto a ver, ya casi ni me acuerdo de su cara. Es lo opuesto a Camila, pero en ella la veo de algún modo, en ella vuelvo a encontrarla.

De todas maneras, tengo que reconocer que me gusta Camila en sí misma, así la otra no hubiera existido. No hay razones, no tiene sentido, pero es como si fuera superior a mis fuerzas. Nunca había hecho algo así, espiar a una persona, ni me había obsesionado con nadie, después de esa historia. Me da rabia, porque estar con ella es un deseo irrealizable: Camila nunca se fijaría en alguien como yo, mucho menor que ella, loco, solitario, incomprensible, supongo. Además está casada, y tiene pinta de ser la más fiel. Voy a tener que esconder otra vez lo que me pasa, pero eso no es difícil ni raro para mí. No va a oír las canciones que le he compuesto, ni verá lo que escriba sobre ella. Quizás continúe siguiéndola a distancia algunas veces más, y me tocará hacerme el bobo cuando me vea. Es un milagro que hasta ahora no se haya dado cuenta, de pronto es mejor dejarlo como está, no seguir boleteándome. Lo más importante es que Clarita no me descubra, porque ahí sí podría ser el acabose. De todas formas, esta vaina ya se me pasará, como todo en la vida, y después ni me voy a acordar de ella.

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UNO DE ESOS MIEDOS

El médico de la familia avisó a Camila que Teresa estaba mal. Debía operarla, pero la señora se negaba. «No sé si este comportamiento de mami es sólo susto, o más bien puras ganas de morirse», pensó Camila. Por supuesto, doctor, convencería a su madre.

Fue de inmediato a verla, y la encontró tan campante cambiando el lugar de los muebles de la sala. Naturalmente, las primeras palabras que se le vinieron a la cabeza rezaban «Pero, mami, ¿qué estás haciendo? ¿Cómo se te ocurre?», y todos los regaños de rigor, pero se reprimió. Prefería tantear a Teresa antes de contarle que el médico la había alertado acerca de su estado de salud. Mejor, la ayudó, procurando no dejarla esforzarse, sin que lo notara.

–Me gusta. Así parece que hubiera mucho más espacio, ¿no? –comentó Camila–. Pero, cuéntame, ¿por qué te dio por cambiar todo?

–Estaba cansada de ver el apartamento como un retrato –contestó Teresa sonriendo, mientras arreglaba las carpetas de los brazos de las sillas.

Llevaba más de quince años ahí, y hacía ocho que estaba sola. Nunca habría esperado ese destino, pero por fin estaba recuperándose. Ese era un botón para la muestra. Tal vez este deseo de revivir había surgido gracias al viaje de visita a su hija mayor, por el nacimiento de su segundo bebé.

Camila le pidió que le mostrara las fotos. Ya relajadas, Camila comentó lo que le había dicho el doctor, en cuanto notó que, al menos, no era consciente el deseo de dejar de vivir. Le dijo cuánto le agradaba verla bien, y sugirió acatar las órdenes del médico. Teresa, dudosa, confesó su miedo al quirófano, pero al final se dejó convencer. Camila prometió acompañarla, tanto en la clínica como en la convalecencia en casa, y le dio, con un guiño, un nuevo aliciente:

–Además, mientras esté aquí podemos arreglar las cosas viejas que tienes arrumadas por ahí…

Llamaron al especialista, y acordaron que la intervención se practicaría la semana siguiente. El cirujano les explicó que el procedimiento no implicaba gran riesgo, y que sólo tendría que permanecer hospitalizada dos días o tres, a lo sumo.

De algún modo, Camila entendía y compartía el temor de su madre a los hospitales. La salud de Teresa nunca había sido excelente, pero tampoco era una persona enferma en sí misma, y su hija intuía que había allí algo de hipocondría, que inculcaba un temor alterno a que el deseo de estar mal se hiciera realidad… No lograba concretar esa intuición, así que la calló.

Pero su propia ansiedad estaba arraigada por otro incidente, casi perdido para su memoria. Hacia los ocho años, su padre las había llevado, a ella y a María Helena, a visitar a una tía de él, que estaba internada en un sanatorio. Las paredes blancas, los blancos uniformes de doctores y enfermeros contrastaban con unos gritos que habían oído apenas entrar. No era un hospital corriente, era una «casa de reposo». La tía Eulalia parecía como triste. Casi no hablaba, sólo acariciaba su pelo, insistentemente, se hacía trenzas, las deshacía, lo peinaba con sus dedos, volvía a anudarlo, sin atender las palabras de su sobrino, que había sido su preferido tiempo atrás. Él les había contado que ella le narraba historias fantásticas en su infancia, y Camila había ido con la vana esperanza de escuchar una, que nunca llegó. Ella la miraba, ahí sentada, con una jardinera gris de botones, pero su mirada no llegaba hasta esos pequeños ojos absortos en esta figura indefinible y extraña.

María Helena quiso ir al baño, y una enfermera la acompañó adentro. Camila estaba aburrida, así que un momento después decidió ir en busca de su hermana. Recorrió los pasillos blancos, y encontró una puerta entreabierta. La atravesó, y llegó a otro pabellón. Por una ventanita que había en otra puerta, vio a tres personas de blanco que forcejeaban con alguien, envuelto en una bata que aprisionaba sus manos, que lanzaba puntapiés hacia los otros, quienes al fin sólo lograron calmarlo con una inyección. Camila observó todo el proceso y sintió pánico, no supo cómo salir de allí hacia el jardín donde estaban su padre y la tía. Se puso a llorar, hecha un ovillo en el suelo, y unos minutos después la rescataron. Desde entonces sentía esa extraña sensación hacia los hospitales y hacia los médicos.

Pero de ahí había quedado algo más profundo. Algo que, de algún modo, había revivido en la universidad, cuando estudiaban las enfermedades mentales. En ese momento surgió un deseo de volver a ver a esa tía perdida en el recuerdo, comprender su desequilibrio y, quizá, intentar ayudar a tratarla, pero su profesor, a quien había pedido consejo, no aprobó esa decisión. La esquizofrenia se salía de su campo de acción, dijo. Camila, no obstante, hizo caso omiso del consejo, y una tarde, sin avisar a nadie, tomó la carretera hasta la clínica donde estaba recluida Eulalia desde tiempo atrás.

Tras discutir cerca de media hora con el guardia de la entrada, arguyendo que debía hacer un ensayo para la universidad, logró introducirse en el lugar, donde, después de varias vueltas, divisó a Eulalia, que estaba en un corrillo con varias personas, en torno a dos mujeres que luchaban por un libro. La encontró vieja y calmada. Como la vez pasada, hablaba poco, más bien deliraba, y no la reconoció. La observó por un rato. Tenía varios tics y su mirada se perdía con facilidad. Pensó que su calma se debía a los sedantes. Habló con el psiquiatra que estaba ahora a cargo de su caso, e indagó por su estado. Él le contó que la vieja mujer no podía ya hacer ningún contacto con la realidad, que era una psicótica sin posibilidad de recuperación. Le explicó varios detalles particulares de su comportamiento, la escisión de su personalidad, y su posible origen nervioso. El médico no le agradó. Le empezó un agudo dolor de cabeza y se marchó sin despedirse de su tía abuela.

En la universidad tuvo la intención de investigar más acerca de la esquizofrenia, pero los libros reflejaban algo distinto del comportamiento que había notado en Eulalia. «El tratamiento prolongado que ha recibido puede haber cambiado los síntomas usuales», fue la única explicación que pudo darse. También quería averiguar acerca de la posibilidad hereditaria de esa enfermedad mental, teoría abordada por los genetistas aunque rechazada por algunas corrientes psiquiátricas, pero nunca lo concretó. A partir de entonces, no volvió a pensar en ella.

Tal vez de esa misma experiencia venía la sensación de rechazo hacia la psicología clínica. No era para ella. Se sentía incapaz de hacer algo por los demás de ese modo, tan particular, tan directo. Por supuesto, las enfermedades más graves, según decían, sólo competían a psiquiatras, si mucho a psicoanalistas; pero los pequeños desarreglos psíquicos, que sí alcanzaban a ingresar al campo de acción de la terapia psicológica, también le parecían demasiado. El deseo de ayudar a la humanidad, de servicio, digamos, era otra cosa. En cambio, encontrarse frente a frente con un paciente, cliente, consultante, o como se le dijera en cada corriente, le generaba algo parecido al pánico. ¿Qué podría hacer ella respecto a un deseo de suicidio o cualquier impulso de autodestrucción de un ser humano ajeno a ella misma? ¿Cómo podría manejar los temores de otras personas si ni siquiera podía con los propios? ¿Qué aconsejar a los demás acerca de cómo afrontar situaciones de crisis si ella misma no lograba manejarlas? No, nunca se enfrentaría a una situación así, eso estaba decidido, para siempre.

Clara, alguna vez que quiso ahondar en esta negación casi irracional de Camila, intentó explicarle lo que pensaba al respecto, pero sólo logró confundirla aun más:

–Mire, Camila: para ser violinista hace falta un violín, un profesor y un alumno. Éste debe practicar mucho, y el profesor, acompañar siempre. Algún día, es posible que el alumno llegue a ser un solista famoso, que supere al maestro. Pero si no se va paso a paso, si no se practica a diario, o si la práctica se vuelve un tormento, el joven acabará huyendo del instrumento, detestándolo, aporreándolo… o quizá, por otras vías, podrá descubrir nuevas formas de interpretarlo, pero aun así tendrá que tocar y tocar, estudiar y estudiar… Sin embargo, la angustia que siente no le impide tocar, no implica que estén locos, ni él ni el profesor… Encontrar dificultades es algo normal en cualquier proceso, y superar esa ansiedad que produce el esfuerzo es la mejor forma de madurar…

Camila no entendía del todo lo que Clara quería decirle, pues no comprendió a qué aludía la analogía, pero, por temor a parecer una tonta, tampoco lo comentó. Era la forma de cerrar una vez más el tema, y esta vez esperaba que fuera definitivamente.

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ASÍ ÉRAMOS ENTONCES…

Era agradable volver a sentirse en casa, que María, la empleada de su madre, hiciera todo por ella, incluso llevarle el desayuno a la cama. Y descansar de su marido, además. Teresa estaba divinamente, pero debía permanecer inmóvil al menos tres días más, si bien no lo cumplía del todo. Consiguieron una silla de ruedas, y la madre conminó a Camila a que cumpliera lo prometido, así fuera de a pocos.

–¿Por dónde empezamos hoy, mami?

–Lo que quiero, ahora sí, es deshacerme de tus cajas de recuerdos, ¿no te parece? –dijo Teresa, con malicia.

–Vamos a ver… –respondió Camila, como intentando recuperarlos, después de tanto tiempo.

Ya habían decidido qué ropa regalar, a qué cuadros había que cambiarles el marco y algunas cosas más. También habían reorganizado las fotos y se habían deshecho de un par de álbumes donde el protagonista era Alberto. Mas con ellos no se había marchado la nostalgia.

Toda la noche anterior Camila se desveló pensando en él, y la tristeza que había sentido tras la separación de sus padres se revivió. Durmió mal, y ahora no se sentía con ánimos para enfrentarse a esas cajas que guardaban su pasado directo, pero sentía que nada podría hacer ante la exigencia de su madre. Cuadernos escolares, muñecos de peluche de todos los colores, vieja ropa de adolescencia, los primeros dibujos hechos con crayolas, joyeros, cajitas, una ya destrozada casa de muñecas, el fajo de cartas de Sergio, todo iba a parar a montones que irían a la basura o al asilo de caridad, según su estado. Teresa quiso guardar el delantal de kinder y un par de mamarrachos en los que pretendía retratar a su familia. Por último, quedaba una caja llena de manuscritos.

Algunos eran apuntes de clase sueltos, que de inmediato cayeron en la caneca; también había citas de libros leídos en bachillerato o copiadas de algún lugar, pero ahora carecían de sentido y de contexto. El resto se componía fundamentalmente de «pensamientos», cosas que escribía según sus estados de ánimo, el amor que le infundaran Sergio o Eduardo, los temores típicos de la edad y algunos anhelos consignados en modo esquemático, junto con las cartas de Lucía, que no dejaba de escribirle así se vieran a diario. Guardó todo esto, y paso el resto de la tarde releyendo algunas hojas.

Su sensación frente a la amiga del alma resurgió intacta. Con la nueva lectura, descubrió que Lucía la admiraba. Siempre expresaba que Camila era mucho mas linda, más simpática que ella; la veía casi perfecta. También, en algunos textos alcanzó a notar que le producía celos. Sin embargo, como su personalidad era tan firme nunca lo había percibido en ese entonces. Se acordaba, en cambio, de que sí la consentía cantidades, porque se sabía más fuerte que ella.

Las viejas sensaciones, la añoranza, se le vinieron de golpe. En esa época, no habría creído que pudiera sobrevivir en la vida sin su amiga. Durante diez años, en el colegio, se la pasaban juntas todo el día, se visitaban, se llamaban, y en vacaciones, donde estuvieren, mantenían el contacto. No había detalle de la vida de cada una que la otra no conociera. Todos los planes que hacían eran compartidos. Cuando empezaron a salir con muchachos, para aceptar una cita, la condición consistía en que un amigo del galán invitara a la otra. Si no, ni intentarlo.

Los recuerdos se arremolinaban. El día en que Teresa intentando no llorar le contó que Alberto se iría de casa; su propio llanto en brazos de Lucía; ella ayudándole a estudiar, al contrario de lo que había ocurrido siempre. La casa de los Rosas se convirtió más que nunca en su refugio, pues Camila no soportaba estar en casa, con sus precarios doce años, viendo a su madre destrozada y sin ganas de vivir. Pasaba horas hablándole a su compañera acerca de la injusticia de su padre, que tenía todo junto a su esposa y sus hijas y había decidido dejarlas por otra mujer, que seguro era una arpía. Lucía la consolaba entre intentos de cambiar de conversación o, al menos, de punto de vista. Pero nunca se había hartado, y Camila aún lo agradecía.

Pero no todo había sido desgracias. De los papeles viejos arrugados que tenía en sus manos también salpicaban momentos de locura, como la escapada a la ciudad de hierro sin permiso, al anochecer, como a los trece. Era la primera vez que ella se atrevía a montar en la montaña rusa, de la que Lucía era fanática. El pánico se convirtió en orgullo de haberlo logrado sin chistar (más allá de los gritos de rigor), ante la mirada de aprobación de su guía. O la primera fiesta de quince de una compañera de clase, cuando le prestó a Lucía su vestido más bonito, dejando para sí otro que no le gustaba tanto. Pasó horas maquillándose y maquillando a su amigota, que no sabía siquiera para qué servía el rímel. Y allí llegaron las dos, más temprano de lo indicado, con los nervios a flor de piel, porque sería la primera vez que bailarían con muchachos, después de haberlo ensayado entre ellas montones de tardes al salir del colegio. Y luego, el ron con coca-cola derramado en el vestido de su amiga por un jovencito más torpe que ellas, y la medianoche con luna incipiente que no secaba la tela mojada, hecha un desastre transparente, y el corro de gente que se formó a su alrededor en el patio, convirtiendo un incidente bochornoso en un motivo de júbilo, hasta que la fiesta terminó allí, al aire libre, con la sensación para ambas de que habían ganado una nueva batalla…

Y por supuesto quedaba el recuerdo de Juan Carlos, el hermano de Lucía, algo mayor que ellas, el mismo que las molestaba y perseguía unos años antes y que se burlaba de los vestiditos de Camila, tan bien puestos, a la manera de Teresa, que quería que su hija fuera la más linda y sólo conseguía que se viera como un pastel, según decía el muchacho… Pero el tiempo pasó, y la forma de molestar a Camila cambió. Más adelante sólo la hacía ruborizar diciendo que estaba muy bonita, a lo que Lucía respondía siempre con insultos a su hermano y con un «no se meta con él» a su amiga. Pero Camila sí lo hizo, permitió que la acompañara a su casa, que la invitara a un helado, y finalmente aceptó ser su novia, aunque no a besarlo en la boca. Su regocijo no lo compartió Lucía, que sintió que eso había sido una traición a la amistad. En seguida se buscó otra mejor amiga en el colegio y dejó de hablarle. Camila se sintió más sola que nunca, sobre todo porque Juan Carlos sólo iba a verla un ratito por las tardes, y luego ella no tenía nada qué hacer. Su mamá seguía amargada por la separación y no le parecía nada bien que su hijita tuviera novio ya, así que tampoco podía contar con ella. Las demás amigas seguían ahí, pero no era lo mismo que contar sus cosas a Lucía. Y el chico insistía en aquello de los besos, y a Camila le daba bastante asco eso de tragarse la saliva de otra persona, así que mantuvo su negativa. Total: se quedó sin mejor amiga y sin novio.

Unas hojas de cuaderno, medio rasgadas, narraban sus emociones de ese momento. Entonces creía comprender por fin y totalmente a su madre. Sufría por el dolor de perder a su primer novio tanto como por el que su padre le había causado a Teresa. La sentía desprotegida ante esa pena de la que no se reponía dos años después, a pesar de llenar su tiempo con actividades caritativas y cursos de jardinería. La oía llorar por las noches, y no sabía qué hacer. Qué injusto era que a una mujer que ha dedicado su vida a un hombre la dejen así, por otra, sin medir las consecuencias. Y la culpa no era sólo de Alberto; esa mujer, Isabel, era más culpable aun, por meterse en un hogar y destruirlo… Varios papeles llenos de amargura, de palabras que habría querido decir a Lucía en vez de escribir entre lágrimas que corrían la tinta. Pero el mayor dolor lo sentía por ella, por sentirla lejos, incluso en el pupitre de atrás en el colegio.

Pero el tiempo todo lo curaba. Poco a poco, volvieron a hablar en el colegio, a hacer trabajos juntas, siempre terciadas por la nueva amiga de Lucía, a la que Camila no soportaba pero hacía creer que sí, por el temor de perder ante ella a Lucía. Logró pasar la prueba y recuperó a su amiga, hasta desplazar por fin a la entrometida. La relación acabó por fortificarse tras el incidente, y sentían que después de eso nada las podría separar.

Ahí estuvo Lucía cuando Camila sufrió la ausencia de Sergio, su novio chileno, que desde la distancia juraba amor por escrito, hasta que rompió su promesa, destrozándola. Entonces Lucía decidió por ella que la vida continuaba, que tenía que reponerse, salir, distraerse, incluso aceptar a Eduardo, un muchacho del colegio hermano que la cortejaba desde hacía algún tiempo. Pero la relación que empezara casi a regañadientes acabó consumiéndola también, pues él, una vez alcanzado el objetivo de hacerla su novia, se había desinteresado bastante. Así que Lucía tuvo que aguantar de nuevo la cabeza llorosa de su amiguita.

Sí, Lucía siempre estuvo ahí, a su lado, constituyéndose en su soporte emocional, en una parte fundamental de sí misma. La adoración era mutua, pero lo que daba Camila era menos tangible y más material, a la vez. Hacía muchas veces sus trabajos escolares, le preparaba postres, oía sus divagaciones filosóficas acerca del ser en el mundo, de la búsqueda infructuosa de la felicidad humana, de su ansia de libertad representada en el deseo físico de volar. Con el paso del tiempo, Lucía se volvía cada vez más introvertida, más reflexiva. Ahí, entre el cerro de hojas escritas, quedaba constancia de muchas de esas divagaciones, precarias por su ingenuidad, pero profundas y sentidas. Camila entraba un poco en el juego, pero nunca del todo. Pensaba que Lucía perdía el tiempo así sólo porque era una penosa que no se atrevía a salir en serio con ningún muchacho, y en cambio soñaba con uno que no se fijaba en ella porque era de esos churros perfectos, mayor que ellas, con una novia ideal. Por eso, además de suspirar por él con romanticismo literario, se dedicaba a explorar las sensaciones y razonamientos surgidos de la odiosa clase de filosofía con el profe Gutiérrez, un pelmazo al que sólo ella prestaba atención, y a los escasos libros de arte de la biblioteca del colegio. Ahora pensaba que aquello era un rasgo sensible de su carácter, unido por supuesto a la timidez y a la inseguridad, pero que dejaba ya adivinar su temperamento artístico, del que daban fe, así mismo, una docena de dibujos al carboncillo y un par de acuarelas que habían perdido su color en los cajones polvorientos desde hacía tantos años.

Los pedazos de recuerdos construían un retrato imperfecto de sus vidas en común una década atrás. Camila era otra ahora, y le habría gustado que Lucía la viera hecha y derecha. Aunque, por otro lado, temía no gustarle, decepcionarla en su resolución vital inconclusa. De todas formas, sentía que el afecto que se habían tenido no podría desaparecer sin más, así que suponía que ella también debía de recordarla y hacerse preguntas semejantes.

Tiró al fin gran cantidad de cosas, y la selección de las que guardaría la metió en una caja, para llevársela a casa. Ya volvería sobre todo eso, lo que había pasado por el embudo de su olvido, lo que quedaba para toda la vida. Ahora tenía otras cosas qué hacer, como cuidar que su madre siguiera las instrucciones de su convalecencia.

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ABISMO ÍNFIMO

(Este capítulo estaba diseñado para que las dos conversaciones se leyeran simultáneamente, dispuestas en dos columnas, algo que no se logró hacer aquí.)
 

¡Riiing! ¡Riiing! ¡Riiing!

GERARDO. ¿Aló? ¿Quién habla?

SIMÓN. Qué hubo, soy yo. ¿En qué anda?

GERARDO. Estaba leyendo, ¿y usted? ¿Cómo le ha ido?

SIMÓN. Ahí vamos. Qué, ¿vio al fin el partido anoche?

GERARDO. Más me habría valido salir con ustedes, para lo que resultó…

SIMÓN. Qué vaina ese resultado, no vamos a llegar ni a octavos de final.

GERARDO. Sí, pero cuénteme más bien cómo les fue.

SIMÓN. El restaurante resultó bacano, y el marido de Paula se emborrachó, para variar, y echó su sarta de chistes. Pero no sé, hombre, estoy preocupado. Las vainas con Camila están tenaces. No sé qué hacer.

GERARDO. ¿Qué pasó esta vez?

SIMÓN. No es esta vez. Es la cotidianidad, es su distancia, son sus quejas, es todo. Le puso peros al servicio, al menú, a lo lejos que quedaba el parqueadero… Ya no me la aguanto.

GERARDO. ¿Qué, se piensa separar?

SIMÓN. Tal vez sería lo mejor. Dejar las cosas como están y no joder más.

GERARDO. Piénselo bien, hermano. La cosa tampoco es fácil, ¿o sí?

SIMÓN. No sé. Estoy hecho un lío. Ya no sé qué quiero en la vida, si la amo o no.

GERARDO. No jodás, Simón. Como Camila no va a encontrar otra. ¿No será más bien que estaba regluda? Además, no hable carreta, que usted ha hecho demasiadas cosas por ella como para que ahora ponga en duda el amor que siente.

SIMÓN. Es que usted no se imagina cómo era antes. Mierda, cuando la conocí, me cambió el mundo. Era una sardina encantadora, independiente, con ansias de vida. ¿Yo le conté cómo la conocí?

GERARDO. Creo que no. Bueno, supe que fue en Inglaterra, cuando usted trabajaba allá, y que se enamoraron, y que fueron felices, y que usted no se aguantó y se devolvió por ella, pero ella no se quiso ir y entonces usted se quedó, ¿cierto?

SIMÓN. Sí, el asunto era que yo salía con una vieja del putas. Se llamaba Joanne, y era todo un figurín, y además intelectual, como a mí me gustaban…

GERARDO. Le gustan, querrá decir, porque la nueva…

SIMÓN. Esa es otra historia. Bueno, el cuento es que yo salía con Joanne, pero ella andaba como con siete tipos más. No es que estuviera muy encarretado, ni nada, pero yo le seguía alzando el ala. Entonces ella, para deshacerse de mí, cuando ya había tenido lo que quería, me presentó a Camila.

GERARDO. Y le gustó de una.

SIMÓN. Sí. Usted no se la imagina. Era preciosa, dulce, a medio camino entre la timidez y la temeridad. Bueno, eso pensé yo.

GERARDO. ¿Cómo así?

SIMÓN. Es decir, cuando la conocí, ella estaba como abierta al mundo, a todo. Quería experimentar, era extrovertida…

GERARDO. ¿Y entonces?

SIMÓN. Pues qué iba a pasar… Al poco tiempo empezamos a salir. La seduje con todas mis artimañas: ella era una peladita y yo era todo un arquitecto loco, mayor, con toda la experiencia…

GERARDO. ¡Qué haremos!

SIMÓN. Hombre, usted sabe, es puro bloff, pero así era. Anduvimos juntos unos meses, y cuando ella ya se iba a devolver para acá, le pedí que se quedara conmigo.

GERARDO. ¿Y qué dijo?

SIMÓN. Accedió a quedarse el verano. Alquilamos un apartamentico acogedor y vivimos juntos dos meses súper intensos.

GERARDO. ¿Y entonces?

SIMÓN. Mierda, lo que empezó como un juego de seducción fue una trampa en la que yo mismo caí. Todo lo que había criticado hasta entonces terminó enamorándome. No se imagina lo feliz que me hacía ver su ropa interior colgada del baño; todos los días me despertaba temprano y yo no ponía problema, y hasta se me hacía encantador «aprovechar el día», como decía ella.

GERARDO. Se le está chorreando la miel…

SIMÓN. Sí y no. Yo pensaba que sería del putas tener ese amor de verano, y que cuando ella se devolviera todo iba a ser como antes: mi trabajo, yo habría regresado a Italia, algún día hubiera montado mi propia firma allá…

GERARDO. ¿No está contento con lo que tenemos acá o qué?

SIMÓN. Gerardo, entienda, es otra cosa. Yo pensaba, además, que de seguro conocería a una mujer de mi edad, con una profesión más cercana a la mía, con intereses comunes, y habríamos compartido un espacio y mi vida habría salido como yo quería…

GERARDO. Y sería un cuarentón acabado y solitario, desarraigado, alcohólico, un don nadie en un continente hostil que cada vez se cierra más a los extranjeros…

SIMÓN. No exagere, aunque es probable. El cuento es que me enamoré como loco, pero de una mujer que a la larga no conocía.

GERARDO. Pero cómo no la iba a conocer, si habían vivido juntos y todo…

SIMÓN. Sí, pero allá ella estaba como exaltada, y la que encontré cuando vine era otra. Claro que al principio no le di importancia, pensé que se comportaba así porque tenía miedo, o algo por el estilo.

GERARDO. ¿Y no era eso?

SIMÓN. No, hermano. Yo estaba tan tragado que no me daba cuenta, pero la Camila de acá, la de ahora, no es la persona de la que me enamoré, no sé cómo explicarle…

GERARDO. Fresco, yo entiendo. A mí me pasó algo así con Gloria, ¿se acuerda?, la vieja con la que anduve después de que me separé. Cuando la conocí me pareció perfecta, todo lo que Marcela no era, pero luego me di cuenta de que era mentira, que era un treta de ella para atraparme…

SIMÓN. No, hombre, lo de Camila es distinto. No creo que haya sido manipulación: fue la primera sorprendida cuando vine por ella y le pedí que nos casáramos…

GERARDO. Yo no sé, Simón. Las mujeres son bien raras, y hacen unas cosas que uno ni se imagina…

SIMÓN. Sí, a veces, pero no Camila. Bueno, ella sí hace conmigo lo que quiere de vez en cuando, pero su cambio de personalidad, por decirlo de alguna manera, era otro cuento.

GERARDO. Está bien, hermano, no insisto. Además, usted sabe que a mí la Cami me cae de maravilla. Es más, si se separa, avíseme, que yo me le apunto…

SIMÓN. Pilas, huevón. Yo estoy hablando en serio, no se meta a cagarla…

GERARDO. Lo siento, Simón, estaba mamando gallo, de veras no quiero joderlo. Sígame contando, por favor… si quiere, por supuesto.

SIMÓN. Lo que me jode es esto: cuando volví, ella me hizo tomar el papel de novio formal, ¿me entiende? Me tocaba hacerle visita en la casa, acompañarla a comidas con la familia, a fiestas de las amigas, todo eso…

GERARDO. Y usted se portó como el chico bueno que todos esperaban…

SIMÓN. No sabía qué hacer para… no sé… apropiármela, digamos. Y creí que aceptar sus reglas era la única forma de quedarme con ella, sobre todo porque creí que eran sólo para el «noviazgo».

GERARDO. Pero cuando se casaron la cosa siguió igual, ¿o qué?

SIMÓN. No. Al principio todo volvió a ser del putas, pero la relación se convirtió en que ella era mi niñita, mi princesita, y yo la cuidaba y la consentía, y ella me trataba como a su rey…

GERARDO. Cuento de hadas, pues…

SIMÓN. Más o menos, imagínese. Era cuando estábamos montando la firma, ¿se acuerda?

GERARDO. Claro, cómo no. Yo me acababa de separar, y le metí todo el diente a esto… y entonces usted estaba «fundando empresa para mantener a la familia»…

SIMÓN. No se burle. Pero sí. Caí en el juego del que tanto había huido…

GERARDO. Bueno, ¿pero qué pasó con Camila?

SIMÓN. ¿Sabe que no sé? Con el tiempo nos fuimos alejando… no, no nos alejamos, tal vez es que cada vez teníamos menos cosas de qué hablar, cada uno metido en sus propios asuntos… Cuando ella acabó la carrera, pensé que de nuevo íbamos a poder construir nuestro cuento…

GERARDO. ¿Y no?

SIMÓN. Por unos diitas. Nos fuimos de crucero, mera luna de miel, compadre. Pero al regreso, con el tiempo, fue peor.

GERARDO. ¿Qué pasó? Le juro que no comprendo esa maraña que usted mismo armó…

SIMÓN. Ni idea. Es verdad que la descuidé, pero…

GERARDO. ¿Cómo así que la descuidó?

SIMÓN. Bueno, usted entiende, estábamos en esto, cuando nos iba tan bien, ¿se acuerda?, estábamos hasta el cuello de proyectos, y como no nos alcanzaban los residentes, nos tocaba estar todo el tiempo en las obras, y todo se complicó…

GERARDO. Claro que me acuerdo, fue cuando se nos armó el bollo ése…

SIMÓN. Sí. Y ella empezó a trabajar, otra vez se volvió una «niña bien», de medias veladas, tacones, y todo eso.

GERARDO. ¿Y eso no lo excita?

SIMÓN. La vaina es distinta, no es que me atrajera o me molestara cómo se vistiera, sino la forma en que asumía la vida, dijéramos…

GERARDO. Creo que usted se busca los problemas solito. Yo no le veo nada de malo a que ella trabaje y le vaya bien…

SIMÓN. Está claro que yo no quiero tener una mujer «dedicada al hogar», me parece perfecto que trabaje, lo que no me gusta, creo, es lo que hace, me parece que lleva una vida tonta, facilista…

GERARDO. En cambio, a la otra sí le gustan las dificultades, ¿o qué?

SIMÓN. No es eso. Más bien, lo que pasó fue que cuando la conocí, creo que ella me recordaba a la Camila de antes, llena de ideas, de ganas de hacer cosas, fresca, ¿me entiende?

GERARDO. Sí, pero no me parece que eso lo justifique…

SIMÓN. Usted sabe que yo no soy un santo. Ya le había «puesto los cachos» a Camila antes, pero eran vainas pasajeras, sin importancia…

GERARDO. ¿Y ahora?

SIMÓN. Esto es distinto. Esta vieja me tiene loco, me encanta, pienso en ella todo el tiempo, la deseo muchísimo…

GERARDO. ¿Qué, ya no tira con Camila?

SIMÓN. No me gusta demasiado hablar de eso… pero bueno, aquí va: cuando empecé a andar con Camila, ella era virgen, y creo que no se ha acostado con otro tipo nunca. Así que yo le «enseñe» todo, y poco a poco fue soltando. La cama funciona, pero con el tiempo se vuelve rutinaria…

GERARDO. Y los dolores de cabeza y esas cosas…

SIMÓN. No. A Camila le gusta hacer el amor conmigo, estoy seguro… pero yo quería algo nuevo, y con esta vieja el sexo es una explosión…

GERARDO. Está «encoñado», pues…

SIMÓN. No sé, es posible…

GERARDO. ¿Y Camila?

SIMÓN. Mierda, Gerardo, no sé qué hacer…

GERARDO. Pero… ¿todavía la quiere, no?

SIMÓN. Le juro que no sé. He pensado en separarme e irme a vivir con…

GERARDO. ¿Separarse? ¿Está seguro?

SIMÓN. Tampoco. Si estuviera seguro de que ella se quiere ir a vivir conmigo…

GERARDO. ¿Usted no sabe vivir solo, o qué? Cuando yo me separé no fue fácil, pero saltar de un matrimonio a otro no me parece una buena jugada…

SIMÓN. Le juro que estoy muy confundido. Porque también he pensado que no sería capaz de vivir sin Camila… Quizás un hijo…

GERARDO. ¡¿Qué?! ¿Piensa quedarse con Camila sólo si tienen un hijo? ¿Está loco?

SIMÓN. No es algo nuevo… Vea, yo ya no tengo treinta años, y sí, me gustaría tener hijos…

GERARDO. ¿Y Camila quiere?

SIMÓN. No. Bueno, no sé, no hemos hablado de eso. Cuando nos casamos dijimos que, si los tuviéramos, sería más tarde, cuando ella terminara la universidad, y nunca más volvimos a tocar el tema. Se supone que son las mujeres las que los piden, ¿no?

GERARDO. La verdad, verdad, suelen ser accidentes. Juan Pablo es uno, por ejemplo. Pero cuando Marcela me contó que estaba embarazada, a los dos nos pareció bien, y usted sabe que yo lo adoro…

SIMÓN. Bueno, pues Camila se cuida muy bien, y nunca ha habido «accidentes».

GERARDO. De malas. Entonces, ha debido decirle, dígale ahora…

SIMÓN. Creo que ya es muy tarde, ¿no le parece?

GERARDO. Es cosa suya. De todas formas, yo creo que mejor mamá para sus hijos que Camila, difícil…

SIMÓN. Sí, eso mismo pienso yo, pero creo que ya pasó el momento.

GERARDO. Usted es el que sabe, pero hace un rato me estaba diciendo que si tuvieran un hijo las cosas se arreglarían, ¿no?

SIMÓN. No sé, estoy hecho un lío. Jueputa, yo sí quiero a Camila, quiero que todo fun- cione, y así sí podríamos pensar en niños… Pero no sé qué hacer…

GERARDO. Por lo pronto, no sé qué tan bueno sea tener dos relaciones al tiempo…

SIMÓN. Sí, yo sé. Sé que tengo que cortar esto, pero tampoco es tan fácil, hermano.

GERARDO. ¿Por qué?

SIMÓN. Mierda, ya le dije que esta vieja me tiene loco… creo que también la quiero…

GERARDO. Y espera que ambas estén tan tranquilas así…

SIMÓN. No. Creo que Camila no se ha dado cuenta, y yo no toco el tema de mi matrimonio con ella…

GERARDO. ¿Con cuál?

SIMÓN. Pues con la otra. La verdad es que no hablamos mucho. Ni siquiera sé si ella anda con alguien más…

GERARDO. ¿O sea que ella también puede estar casada?

SIMÓN. No, vive sola. Además, no le gustan los compromisos, ni los planes para el futuro… Lo que no sé es si tendrá algún otro amante.

GERARDO. Mejor dicho, esto para ella seguramente es una aventura. Usted debería pensar lo mismo, ¿no le parece?

SIMÓN. Sí, claro. Así empezó. Pero cada vez estoy más metido en el cuento…

GERARDO. Güevón, lo que tiene que hacer usted es decidirse…

SIMÓN. ¿Y qué más? Descubrió el agua tibia. Claro que tengo que decidirme. Tengo que tener huevos e irme, o cortar el otro cuento y darle un giro a mi matrimonio. Pero no sé qué hacer.

GERARDO. Pero no se ponga mal, hermano. Descanse, hable con Camila, tómese un tiempo, váyase de viaje solo, piense mucho…

SIMÓN. Sí, es lo que debería hacer. Oiga, hombre, gracias por oírme… No se imagina cuánto necesitaba esto…

GERARDO. Fresco, hermano. Hablamos mañana, ¿bueno?

SIMÓN. Listo. Chao.

GERARDO. Adiós, y ánimo, ¿no?

– – –

¡Riiing!

JULIÁN. ¿Sí? ¿A quién busca?

CAMILA. Hola, Julián, es Camila. ¿Me pasa a su mamá?

JULIÁN. ¿Cómo le va? No ha vuelto…

CAMILA. Como no me invitan…

JULIÁN. No diga bobadas, usted sabe que siempre es bienvenida. Bueno, le paso a Clarita.

CAMILA. Gracias, chao.

CLARA. ¿Aló, Camila? ¿Cómo anda?

CAMILA. Ahí voy… Clara, ¿tiene tiempo?

CLARA. Sí, claro, ¿por qué?

CAMILA. No sé, me siento mal, me gustaría hablar con usted… un poco con la analista más que con la amiga… ¿le importa, puede?

CLARA. Por supuesto,

CAMILA. ¿Qué le pasa? Cuénteme, y voy a intentar ayudarla.

CAMILA. Gracias. Es Simón. Ya no soporto esto.

CLARA. ¿Qué es exactamente lo que no soporta?

CAMILA. Nada. No puedo creer que sea el mismo hombre con el que me casé…

CLARA. Eso pasa muy a menudo: creemos conocer a la persona que amamos, pero sólo conocemos la imagen que nos hemos trazado de ella al principio, que refleja nuestras necesidades…

CAMILA. Supongo. ¿Pero tanto? Quiero decir: sí, en Londres, cuando nos conocimos, éramos muy distintos, pero yo creía que por muy diferente que fuera el contexto, la esencia de uno permanece, y que es de eso de lo que la gente se enamora, ¿no?

CLARA. A ver, yo no digo que la esencia cambie, sólo que lo que percibimos como «esencia del otro» no es tal. Por ejemplo, descríbame cómo era Simón cuando se conocieron.

CAMILA. Simón trabajaba en Inglaterra, venía de vivir mucho tiempo en Italia. Él salía con una amiga mía, francesa, mi compañera de cuarto y de clases. Ella era una maravilla, llena de novios y de planes… El cuento es que ella se aburrió de Simón y como que me lo endosó.

CLARA. Y usted tenía idealizada a su amiga…

CAMILA. Tendré que aceptarlo… ella era divina, inteligente, despierta, con un gran éxito…

CLARA. Y tenía a Simón…

CAMILA. Además de otros tres, por lo menos. Pero tengo que admitir que, de sus novios, Simón era el que más me gustaba.

CLARA. ¿Por qué?

CAMILA. No sé. Era colombiano, y eso tira. Y tenía unos ojos, y una forma de andar, y era dulce, comedido…

CLARA. Y estando con él, usted creía que lo conocía de hace tiempo…

CAMILA. Eso pasó un poco después, cuando ya salíamos…

CLARA. Pero sí encontraba cierta familiaridad, ¿cierto?

CAMILA. Tal vez. El caso es que cuando mi amiga se aburrió de él, y empezamos a hablar en forma, a andar juntos, yo estaba fascinada. Me cogió como de improviso. Yo no pensé que pudiera enamorarme de un hombre así, tan mayor, grande, hecho y derecho, pues.

CLARA. Si nos remitimos al psico- análisis ortodoxo, es claro, ¿o no?: usted no podía imaginarse que se podría enamorar de su papá, pero busca una imagen paterna…

CAMILA. ¡Simón no se parece a mi papá!

CLARA. Déjeme terminar: un hombre que supliera todo lo que su padre no le había dado, y que por lo tanto, además, era su propia negación…

CAMILA. No me gusta reducir tanto las cosas. Sólo sé que me encantó, que me enamoré, que él era perfecto, que yo me sentía plena, que no me daba remordimiento de nada, que me fui a vivir con él así de fresca… y que ni siquiera me importó demasiado devolverme…

CLARA. Ahí hay una clave: no le importó devolverse. Usted lo vivió como un sueño, y los sueños son temporales. Encontró esa fusión primigenia con «su otra mitad», que usted misma sabía imposible, pero se dio el lujo de creerla y vivirla como cierta, porque sabía que terminaría por obra del destino y que así nadie podría destruir esa ilusión… y de seguro a él le pasó lo mismo.

CAMILA. Quizá. No lo habría puesto así, pero su explicación suena coherente…

CLARA. Mejor cuénteme un poquito cómo fue ese romance del principio.

CAMILA. No hay mucho que contar, ahora. Simplemente era lindo, funcionaba, nos entendíamos, pasábamos rico, y ya.

CLARA. ¿Y usted no pensaba en la eternidad?

CAMILA. Sí y no. A mí me había ido muy mal con los novios que había tenido. Me había enamorado de un muchacho chileno que me dio calabazas y me dejó esperando una simple señal de vida, y después había andado con un tipo del San Carlos, sin gracia y sin amor, pero de nuevo sufrí…

CLARA. ¡Qué horror! Me va a hacer llorar… Así que usted era una desgraciada que, como su padre no la había amado lo suficiente, sentía que no merecía el amor de nadie, y generaba esos comportamientos en sus enamorados…

CAMILA. Suena terrible, pero puede ser…

CLARA. Y el viaje, estar lejos de él ya en todos los sentidos, la hizo recuperar su fe en sí misma. Y entonces se buscó una nueva figura algo edípica, que sí la amara, para cambiar los patrones de sus relaciones…

CAMILA. Pero me devolví, no me quedé a realizar ese sueño de amor que Simón me ofrecía…

CLARA. Porque intuía que era una farsa. No el amor que sentían, pero sí lo que representaba…

CAMILA. Ni idea. El caso es que me vine, con tristeza, claro, pero segura de lo que hacía. Tal vez sí soñaba con que él viniera a buscarme, pero jamás creí que lo hiciera de verdad. Eso me desconcertó. Para bien, claro.

CLARA. Pero, aunque él representó el rol de príncipe azul en pos de su princesa rosa, rompió los esquemas suyos, ¿o no?

CAMILA. Sí. Yo me puse feliz de que volviera por mí, de que me pidiera la mano, así de impulsivo, pero sentí, en el fondo, algo que no me atrevía a admitir ni ante mí misma: que ya me tocaba, que cómo no me casaba con él después de lo que había hecho… y además, claro que seguía enamorada de él, era el hombre de mi vida…

CLARA. ¿Y entonces?

CAMILA. No sé. Tal vez no dio la talla, aunque suene muy pretencioso. Aquí se volvió quisquilloso, problemático; siempre en forma sutil, pero desgastante…

CLARA. ¿Por qué? ¿Usted no le daría motivos?

CAMILA. Supongo. Mi vida aquí era muy distinta. Yo vivía con mamá, estaba en la universidad, tenía, compromisos sociales y esas cosas…

CLARA. O sea que a él le pasó lo mismo: usted tampoco era la misma de antes…

CAMILA. Tal vez. Ya no podíamos vivir juntos así nada más. Y nos demoramos como un año para casarnos. Pero al hacerlo las cosas volvieron a ser como antes.

CLARA. Pero no podía ser lo mismo. Ya las reglas habían cambiado. Y el sueño de hadas se había convertido en imposición, ¿me equivoco?

CAMILA. Visto de esa forma… Pero eso pasó con el tiempo. Al comienzo todo era maravilloso. Pasábamos mucho tiempo juntos, hacíamos todo de a dos, él me ayudaba a estudiar, se interesaba por mis cosas, yo me enteraba de sus proyectos, me preocupaba por su bienestar, por que estuviera contento…

CLARA. ¿Y qué pasó, entonces?

CAMILA. No sé. Él se dedicaba cada vez más a su trabajo, había creado una empresa con otros arquitectos, y cada vez le salían más proyectos.

CLARA. Y estaba evadiendo la realidad conyugal, distinta de la idealización original, por medio del trabajo, ¿cierto?

CAMILA. Puede ser. Y, sin embargo, éramos una pareja perfecta…

CLARA. Perfecta dentro de una normatividad en la que usted estaba (y creo que todavía está) inmersa.

CAMILA. Bueno, casi perfecta, dentro de lo que usted quiera. Pero eso fue pasando, y cada vez hacíamos menos cosas juntos, cada cual se ocupaba de lo suyo: él, de su trabajo, con sus fluctuaciones, y yo, de acabar mi carrera y graduarme.

CLARA. Eso es normal. Ya no eran un ente único conformado por dos almas que por fin se habían reencontrado…

CAMILA. Nos «reencontramos», Como usted dice, después de mi grado. Nos fuimos de paseo, y otra vez las cosas fueron como antes…

CLARA. Creo que no me entendió. Lo que quería decir, a pesar de que volvieran los buenos tiempos, era que por fin habían comprendido que eran dos individualidades juntas, pero separadas al mismo tiempo, que no eran «uno», sino dos, distintos, lejanos, incomprendidos…

CAMILA. Capto. Bueno, de eso nos volvimos a dar cuenta más adelante. Cuando yo empecé a trabajar, de nuevo las cosas se dañaron. No fue de pronto, sino poco a poco, otra vez. Discutíamos por pendejadas, él no pasaba casi tiempo en la casa, nunca quería acompañarme a mis compromisos, se quejaba por cualquier cosa…

CLARA. Decidió ejercer su papel de marido, como suele entenderse…

CAMILA. Más o menos. O menos que más, incluso. No me llevaba a sus cocteles, ni iba a las reuniones mías, ni nada…

CLARA. ¿Cuál fue el comportamiento suyo que lo incitó a él a actuar así?

CAMILA. Qué sé yo… creo que no le gustó que empezara a trabajar ya en serio, que fuera ejecutiva…

CLARA. ¡¿Cómo?! ¿Quería tenerla metida todo el día en la casa, que le preparara la comida, etcétera?

CAMILA. No es eso, él no es del siglo pasado, no se alarme. Creo que lo que le disgustaba era mi puesto, quizá que fuera tan bueno aunque fuera el primero de mi vida, algo así… como celos.

CLARA. Así que él debía decidir en qué trabajaba usted, y desde dónde debía ir su escala profesional…

CAMILA. Tal vez. No sé. Decía que le gustaba más antes, cuando no tenía que cumplir con tantas cosas…

CLARA. ¿Usted ya no se ocupaba de él? Quiero decir, ¿ya no le prestaba atención?

CAMILA. Él era el que no me hablaba de sus proyectos, ni me mostraba sus diseños, como antes… y sí, yo dejé de preguntarle por su trabajo, creo que como reacción a que él no quisiera oír hablar del mío.

CLARA. ¿Y las demás cosas?

CAMILA. Eso fluctúa. A veces vamos a cine, a teatro, a conciertos, pero poco.

CLARA. ¿Y en la casa? ¿Hacen cosas juntos, cocinan, ven televisión, cualquier cosa?

CAMILA. Muy poco, también. A veces vienen amigos, los de él, sobre todo a jugar cartas o a ver partidos.

CLARA. ¿Y el sexo?

CAMILA. Qué quiere que le diga… Cada vez es más espaciado, pero funciona bien. Hacemos el amor como una vez a la semana, a veces menos.

CLARA. ¿Quién busca a quién?

CAMILA. Es como mutuo. Pasa sobre todo los fines de semana, cuando estamos en la cama, leyendo o viendo tele. Tal vez él comienza la mayoría de las veces.

CLARA. ¿Y usted se siente bien?

CAMILA. Sí. Él es el único hombre con el que he hecho el amor en mi vida, y me gustó desde el principio. Creo que el problema no está ahí.

CLARA. ¿Entonces por qué la falta de frecuencia?

CAMILA. No sé. De pronto es a él al que no le gusta…

CLARA. ¿Eso le parece?

CAMILA. No tengo ni idea. A lo mejor es que anda con otra.

CLARA. ¿Cómo? Usted no había hablado de infidelidad…

CAMILA. Lo estoy pensando desde hace algún tiempo. Yo creía que Simón me era completamente fiel, pero desde hace un par de meses, no sé, creo que tiene a alguien.

CLARA. ¿Tiene alguna prueba?

CAMILA. No. Es sólo intuición. Cada vez tiene más compromisos y nunca me incluye. De pronto dice algo acerca de un restaurante en el que estuvo, o que le prestaron un libro y no cuenta quién, cosas así.

CLARA. Y si fuera verdad, ¿por qué cree que pasa?

CAMILA. Ni idea. Estamos muy solos, ya no tenemos temas en común…

CLARA. ¿Qué es lo que más le duele de la relación?

CAMILA. No sé, que se haya dañado, que no hayamos tenido un hijo…

CLARA. ¿Un hijo? ¿Por qué no lo han tenido?

CAMILA. Él no quiere.

CLARA. ¿Segura? ¿Han hablado de eso?

CAMILA. Lo conversamos al principio. Él no estaba muy interesado, y yo estaba estudiando. Pero después sí me dieron ganas, sobre todo cuando estaba haciendo la tesis, que estaba todo el tiempo sola en la casa…

CLARA. Para evadir la soledad…

CAMILA. No sé. Siempre me han gustado los niños, toda la vida pensé en tenerlos.

CLARA. Pero no se lo dijo.

CAMILA. No era el momento. Con todo el trabajo que mantiene él, los líos en que estaba…

CLARA. ¿Y ahora?

CAMILA. Menos. Si estamos tan mal, un niño sólo nos ataría, ahora que el matrimonio se viene a pique.

CLARA. Bueno, eso me parece bien, que no quiera atarlo con un pretexto tan absurdo.

CAMILA. No. La verdad, a mí me gustaría salvar la relación, recuperar el clima de antes, y ahí sí podría pensar en plantearlo.

CLARA. ¿Y la sospecha de la amante?

CAMILA. Sólo espero que no sea cierta, que sea mi imaginación. Porque si sé que él ve a alguien más, me separo.

CLARA. ¿Sólo por eso? Una relación se acaba porque está mal, y porque anda mal es que se abre la posibilidad de sostener otras relaciones, ¿no le parece?

CAMILA. Supongo. Igual, no lo soportaría. En cambio, si sólo fuera una mala racha, ahí sí hay posibilidades de arreglar las cosas.

CLARA. ¿Una mala racha que ha durado todo el matrimonio? Eso es incoherente.

CAMILA. Hemos tenido buenos momentos…

CLARA. Pero son los menos, según me cuenta…

CAMILA. Quizá. Pero lo que pasa es que creo que todavía lo amo…

CLARA. ¿Lo ama de veras, o ama sólo esa imagen que se hizo de él, de la que hablábamos al principio?

CAMILA. Es lo mismo. Quiero recuperar al Simón de antes.

CLARA. Pero ése sólo existe en su imaginación…

CAMILA. ¿Qué hago, Clara? Sé que esto no va para ninguna parte, pero me moriría si Simón me deja…

CLARA. ¿Si ve? Está asumiendo el rol de la mujer machista, le deja todo el poder de decidir a él, a pesar de lo que usted siente. Lo mejor es que reflexione con más seriedad. No lo deje en las manos de Simón. Decida usted qué quiere hacer, y luego plantéeselo.

CAMILA. Sí. Creo que debería hacer eso. Me voy a tomar un tiempo para pensar antes de tomar una determinación…

CLARA. ¿Está bien? No quiero dejarla así de triste, pero me tengo que ir… Cuídese.

CAMILA. Sí, tranquila. Clara… aprecio mucho poder contar con usted, poder hablar así. Gracias.

CLARA. Bueno, sabe que lo hago con gusto. Un beso. Hasta luego.

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BLANCO Y NEGRO

Tras la sesión de trabajo de una jornada sin un descanso mayor de media hora para almorzar, la mujer huesuda, vestida muy a su manera, que ahora apagaba los focos uno a uno, estaba exhausta, más que nunca. Le molestaba trabajar en publicidad, pues opinaba, como tantos otros que se consideran a sí mismos artistas, que era una forma de prostitución. Pero de algo había que vivir, y la fotografía comercial resultaba un excelente sustento, al punto que ya no se sentiría capaz de dejarlo de lado en aras de su sueño puramente estético.

Lucía Rosas había llegado a la fotografía por el camino de las artes plásticas. Empezó a estudiar bellas artes apenas terminó el bachillerato, algo casi contestatario para su entorno. Educada en un colegio burgués, regido por monjas extranjeras, y con una personalidad aparentemente dócil, expresada en su timidez y en la inseguridad que la asaltaba de frente en la adolescencia, supo manejar la marea que se le habría venido encima si hubiera sido una joven particularmente rebelde, y eligió su camino casi en silencio, haciéndose la que se portaba bien, así que no tuvo grandes contratiempos, más allá de dar una y mil veces las mismas justificaciones a los mayores: no estaba muy segura de lo que quería hacer con su vida, así que, mientras tanto, se dedicaría a cuidar el espíritu en el seno del arte, y ya más adelante se decidiría quizá por otra cosa que fuera más productiva. La explicación, adornada por la retórica que se puede manejar a partir de unas cuantas lecturas a los diecisiete años, satisfizo a su padre, quien tenía la última palabra, pues consideró que era mejor eso a que estuviera cambiando de carrera cada año, como había hecho su hijo ya en dos ocasiones. Además, la idea de que una mujer se dedicara a «sus cosas» (la casa, los hijos, las compras) no le disgustaba, y en ese caso pintar podía resultar una buena distracción.

Lucía entendía cómo eran sus padres, así que siempre los manejaba con tacto. No tenían queja de ella mientras estuvo a su alcance; sabía distinguir entre su vida interior, que intentaba enriquecer con lecturas de avanzada y libros de arte, y su comportamiento suficientemente formal ante sus mayores como para evitar regaños y castigos. Cuando estaba sola surgía la verdadera Lucía; pasaba horas dibujando y soñando con universos alternos donde pudiera expresarse tal y como creía que era. El puente entre los dos mundos era Camila, su amiga inseparable, que sabía deslizarse por la vida con mucha más solvencia, y no carecía de inquietudes sensibles, aunque fueran menos tangibles o no supiera expresarlas. Camila era la única persona a la que contaba sus indagaciones, sus interrogantes, sus miedos y sus ansias. A veces temía que no la entendiera, pero ella siempre estaba dispuesta a intentarlo.

Su relación con Camila era ambivalente. Sentía que era mucho más débil que ella, que debía protegerla de los embates de la vida. Su amiga había quedado maltrecha por el divorcio de sus padres, y Lucía se había dedicado a servirle de apoyo emocional incuestionable a partir de entonces. En reciprocidad, Camila mediaba ante su propio temor a enfrentarse a un mundo de convenciones para el que no se sentía preparada. Ella era quien la sacaba, la llevaba a fiestas, le presentaba muchachos, los pocos que conocía, la arreglaba. Envidiaba su naturalidad y su belleza. Flaca y desgarbada, con un pelo que no sabía peinar, anhelaba ser como su amiga, siempre adecuada a cada situación, con una piel lisa en la que no asomaba el acné leve que tanto atormentaba su rostro, con palabras serenas y pertinentes, prontas a las preguntas de clase, letra cuidada que llenaba las hojas de los exámenes con las respuestas correctas, con su forma de andar sutil que hacía que los jovencitos la observaran siempre de reojo y los obreros lanzaran sus piropos morbosos.

La rivalidad que sentía frente a ella había tomado forma cuando Camila decidió salir con su hermano. Juan Carlos, dos años y medio mayor que Lucía, nunca había sido su amigo: no jugaron mucho juntos en la infancia, y a partir de los doce se sentía rechazada por él, que le recriminaba no ser perfecta, como las niñas con las que él salía, como la propia Camila. Cuando tenían unos catorce años, sin que ella hubiera notado ningún coqueteo, resultaron «cuadrados». Lucía se sintió burlada, relegada a un segundo plano. No lo soportó, y se lo hizo saber a su amiga. El ingenuo romance fue breve, pero el silencio que ella misma impuso fue doloroso para ambas mucho más tiempo. Y cuando Juan Calos se aburrió de la relación, Camila, ya sin motivos amorosos ni amicales, dejó de frecuentar la casa de los Rosas durante un tiempo, y pasaba los recreos del colegio con otras compañeras.

Sin embargo, el afecto que sentía por su eterna vecina de pupitre era más grande que la rabia, así que unos meses más tarde sucumbió de nuevo a la amistad que tanta falta le hacía. Sin Camila, no podía desenvolverse en la cotidianidad, ya no sabía estudiar sola ni tenía qué hacer en los enormes ratos de ocio de tardes y fines de semana. Descubrió que todas sus demás amistades eran herencia de Camila, sin ella se quedaba completamente sola, pues no se atrevía a buscar a nadie, y nadie la llamaba; siempre había sido Camila su puente para ir a las pijama parties o las salidas a cine y a comer helados en los centros comerciales de moda. Pero no sólo la necesitaba por eso, que a la larga era lo de menos, pues las demás amigas le parecían en el fondo insulsas y poco inteligentes; la necesitaba para desahogarse acerca del amor secreto que sentía por el profesor de filosofía, un ex jesuita distante y encantador, que nunca estaría a su alcance, y del que no podría hablar con ninguna otra persona. Como intuía, Camila no se hizo de rogar: la escuchó, la aconsejó, la distrajo hasta que la hizo olvidarlo mucho más pronto de lo que esperaba, y terminaron el bachillerato de la misma forma en que lo habían empezado: juntas.

Camila, a pesar de apoyarla, no entendió del todo su decisión de estudiar artes. Sin embargo, ayudó a engranar el discurso justificante, a partir del mismo razonamiento con el que había convencido a sus padres de mandarla un año de viaje. De todas formas, ahí se abrió la brecha. Más que su marcha, esa incomprensión mal disimulada ante la intención de Lucía de dedicarse a la pintura fue algo duro para ella. Camila creía que les pasaba lo mismo, que simplemente no sabían en verdad qué querían hacer y que meterse a «artista» equivalía a su viaje a Londres por un año, en el que pretendía reflexionar sobre su futuro en la universidad y en la vida profesional, como pensaba que haría ella en los talleres frente a un modelo de naturaleza muerta. Y la ausencia de Camila, suplida apenas por unas cuantas cartas, al principio dolorosas, sirvió para afianzar el distanciamiento, aunque el afecto siguiera arraigado en las entrañas.

Cuando su amiga se fue a Inglaterra, empezó su propia aventura por el mundo. Siempre se había escudado en Camila, que servía de esclusa para detener y filtrar el torrente de su personalidad. Al entrar a la universidad se inició el proceso de vencer su timidez, de encontrarse a sí misma en un ambiente distinto, permisivo, cercano a lo que esperaba; empezó a fumar, a salir a bares, a leer en nuevas vertientes, a atisbar otros universos de sentido.

Antes de terminar el segundo semestre, consiguió convencer a sus padres de que la mandaran a estudiar a Nueva York, en donde permaneció cuatro años, hasta convertirse en la persona que era. Tras incursionar en la pintura, la escultura y las nuevas artes que estaban tan en boga allí, desembocó en la fotografía. A través de lentes y filtros veía una realidad distinta, propia, que sabía capturar en instantes móviles. Había encontrado su camino. Se habría quedado allá de no ser porque su padre, a consecuencia de una crisis importante en los negocios, cayó enfermo, y su madre, para forzar su regreso, dejó de enviarle dinero, y no quería sostenerse como camarera mal pagada, como más de uno de sus compañeros latinos.

En cuanto volvió, a pesar de la situación familiar, se fue a vivir sola. Intentó exponer su trabajo, pero no logró nada importante, así que, para sobrevivir sin la ayuda parental, tuvo que incursionar en la fotografía social, y más adelante en la publicitaria, mundo que en principio la deslumbró, pero que pronto la llevó al hastío. Igual, de ahí surgieron los nuevos círculos de amigos, constituidos, en su mayoría por esas almas sensibles que también se sentían prostituidas en el espacio laboral común.

El oasis era la reportería gráfica de viajes, para un par de revistas, y, por supuesto, su trabajo personal, en busca de texturas y contrastes. De vez en cuando dejaba sus cámaras de lado y volvía a ensuciarse las manos con colores y arcillas para crear plasticidad táctil y visual, pero no era su fuerte. Su talento estaba en el ojo, no en los dedos, y eso era lo que aprovechaban las agencias y las revistas, y lo que ella guardaba para el momento en que se pudiera dedicar de lleno a su arte, sin hacer concesiones.

No se había casado, ni convivido con nadie. Adoraba su soltería; detestaba cualquier tipo de compromiso. Su utopía consistía en irse a vivir lejos, más adelante, sola con su cámara. El único apego real que ahora sentía era el cariño por su sobrinito, el hijo de Juan Carlos, al que sacaba de paseo a menudo. De resto, sostenía relaciones independentistas, ligeras, aunque no exentas de ambigüedades y conflictos, unas cortas y otras largas, a veces superpuestas, otras, escasas, surgidas de su rumba moderada, de alguno de sus grupos de amigos, solteros o emparejados, distantes entre sí para evitar ser absorbida por alguno, con los que salía, iba a comer, hacía proyectos. En definitiva, vivía muy bien, todo lo bien que le era posible en su hedonismo asceta, como ella misma lo llamaba.

Quizá la soledad era una barrera frente al mundo, pero la vivía con placer. En tanto su trabajo era social, y su ocio también, pasaba la mayor parte del tiempo con personas, así que los momentos de intimidad solitaria apenas se dividían entre el sueño, el trabajo de laboratorio y uno que otro rato de lectura; el resto del tiempo libre era compartido. La soledad, así, sólo tenía ventajas: era siempre una elección que le permitía no tener que compartir decisiones, ni transar, ni permitir que invadieran su espacio. El amor y la amistad eran muy importantes, pero los mantenía a distancia de una fibra de su alma, que quería preservar para ella sola. No obstante, alguna que otra persona se metía en su vida y en su mente más de la cuenta, y empezaba el peligro. Eso pasaba ahora, en la relación de pareja que sostenía desde hacía algún tiempo. Se había encontrado con un hombre sólido, que podría hacerla flaquear en sus principios de independencia si continuaba la marcha en común. Pero era pronto para preocuparse, así estuviera metida, casi enamorada.

Después de Camila no había tenido un afecto equivalente. Quería mucho a sus amigos, a su sobrino, a la pareja de turno, entregaba afecto sin remordimiento, lo recibía sin contradicciones, pero nunca llegaba tan hondo como aquella amistad juvenil. Las cartas desde la distancia, primero de una y luego de otra, se fueron diluyendo en el tiempo, hasta desaparecer al par de años de no verse, y cuando volvió de la gran manzana no tardó ni una hora en intentar llamarla, pero le contestó una grabación institucional que aseguraba «ese número no está instalado», y no encontró otro en el directorio telefónico. La buscó entre las demás compañeras de colegio, pero nadie le supo decir nada de ella, más allá de la noticia de su casamiento. Estaba intrigada, y empezó a cuestionarse sobre lo que podría ser ahora su vieja amiga. Hasta el momento, sin descontar los acontecimientos múltiples de la vida, no se había planteado que Camila –o ella misma– pudiera haber cambiado. Pero el matrimonio era otra cosa, y para llegar a él habría que transformarse, suponía, y de ahí surgieron las preguntas. Al mirar atrás, veía lo distintas que eran, cosa que no era tan notoria cuando estuvieron cerca, pues la simbiosis las hacía parecerse la una a la otra a pesar de las diferencias irradicables… sentía que ella había cedido más, que había accedido al mundo de Camila –que, de hecho, era también el de su propia casa y en general su medio, el «normal»–, mientras su álter ego apenas había vislumbrado su mundo interior, tal vez porque entonces estaba apenas en boceto. Temía, pues, que Camila no hubiera crecido en su mismo sentido, y albergaba la idea de que era mejor quizá la situación actual de desconocimiento, ante la posibilidad de llevarse una sorpresa no demasiado buena al encontrar a alguien muy distinto a sí misma o a lo que esperaba de ella. Aunque no descartaba la posibilidad de que Camila se hubiera proyectado más alto, que estuviera haciendo cosas importantes, que de nuevo, o como siempre, la dejara regada con su capacidad innata de adecuarse al medio y sacar provecho de él. No obstante, en momentos de dolor, como en la muerte de su padre, o al alcanzar alguna meta, como la participación en una importante exposición colectiva internacional, añoraba su hombro, sus palabras certeras que siempre habían logrado tranquilizarla, su aprobación, tan necesaria en la adolescencia. Claro que estos pensamientos no ocupaban mucho tiempo de su existencia, y el rincón afectivo de su amiga estaba lleno de telarañas.

Esa tarde, casi noche, tras apagar los focos y guardar los equipos, decidió tomarse un café en el sitio más próximo, para relajarse antes de irse a un concierto de jazz. Estaba cerca de un gran centro comercial, a donde se encaminó antes de proseguir su camino. El café estaba lleno, pues era un lugar de moda. Vio a tres mujeres que se levantaban tras recibir las vueltas de la cuenta, y se encaminó a la mesa que dejaban libre. Se cruzó con ellas en el camino, y tardó unos segundos en reconocer a una de las tres. Era Camila, la misma, detrás de una actitud aun más serena y una mirada distante.

–¡Lucha! –casi gritó la figura que traía a su mente una maraña de recuerdos de golpe– ¿Es usted? No lo puedo creer… Tanto tiempo… Pensé que no vivía aquí…

–Camila, qué alegría –musitó con desconcierto– ¿Qué hay de su vida? Supe que se casó.

–Sí, hace siglos. ¿Y usted? ¿Qué ha sido de su vida?

El nerviosismo no las dejaba sostener una conversación normal. Camila se despidió de sus amigas, y se sentaron en la misma mesa de donde se había levantado. Ambas tenían prisa, así que apenas se contaron los hitos más importantes de la última década. Quedaron en verse al día siguiente, para charlar con más detenimiento y reanudar el lazo que se había deshecho entonces.

Lucía no pudo concentrarse en el concierto, pensando en el reencuentro. Sentía una mezcla extraña de sentimientos. Sabía que guardaban profundo afecto mutuo, pero a la vez notaba un desconocimiento total. Ambas habían cambiado sobremanera. Intuía ahora en su amiga a una mujer insegura, como si se hubieran cambiado los papeles. Seguía siendo muy bonita, pero eso ya no la atemorizaba, no le daba envidia. Al mismo tiempo, se extrañaba, casi con rechazo, y se alegraba de verla. De alguna forma, habría deseado que ese encuentro no hubiera sucedido, que no se repitiera… Pero en el fondo había un deseo arraigado de mantener la amistad, de recuperarla, de descubrir a la nueva Camila, que algo tendría que sí le gustara en el presente. De cualquier manera, tenía la certeza de que la relación ahora tendría que ser otra, muy distinta a la juvenil, pero quería enfrentarse a ella, tomar lo que pudiera de su antigua amiga, darle lo nuevo que tenía… y no dejarla ir otra vez de su vida.

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¡ESTA VIDA MODERNA!

–¿Quiere conocer mi estudio? –preguntó Lucía, radiante y deseosa.

–Claro. –Estaba feliz redescubriendo a su amiga. Quería saberlo todo acerca de ella, y deseaba, mucho, ver sus fotografías.

–Le va a encantar. No sé por qué, pero pensé en usted cuando lo fui a ver, antes de alquilarlo.

–La miraba con intensidad, expresando más con  los ojos que con las palabras. La casa es antigua, llena de recovecos, como los sitios que nos imaginábamos cuando chiquitas. ¿Se acuerda?

Cómo no recordarlo. Hacia los once años, tenían la ilusión de vivir juntas, cuando mayores, en una casa hermosa, romántica, llena de flores; con Pancracio, por supuesto. En ese entonces, no se les pasaba por la mente que algún día se separarían. Eran lo más importante la una para la otra. Ese espacio, que querían compartir siempre, iba a ser un lugar impregnado de aromas, con mucha luz. Aunque, fuera como fuese, lo imprescindible era estar juntas.

No la decepcionó. La calle donde estaba situada la casona era estrecha, empinada, en el barrio más antiguo de la ciudad. En la esquina, el bullicio de los estudiantes en las cafeterías aledañas a una de las múltiples universidades de por ahí le daba un ambiente algo paradójico: uno sólo esperaría ver ancianos que hubieran vivido desde siempre allí, el silencio del viento y la pintura carcomida por el tiempo. Pero la vida, la juventud, lo invadía todo, lo llenaba de colorido sin perder la atmósfera.

A través de la oxidada reja verde, pasaron al jardín algo descuidado pero que prometía haber sido un pequeño paisaje formidable. A su alrededor había varias puertas, que llevaban siempre a la misma construcción dividida, en forma de «U» invertida. La última de la izquierda, al fondo, era la del estudio.

En efecto, si bien a pequeña escala, era el espacio añorado. Paredes blancas, empapeladas de fotos, reproducciones y plumillas, con flores y lámparas en los rincones. Ventanas de postigos de madera, que al abrirlos de par en par permitieron que el sol invadiera la estancia principal. Piso de parqué y alto cielo raso, que enmarcaban un salón rectangular, con un caballete, una mesa de madera y un par de sillas como todo mobiliario. Al fondo, estaba la habitación, convertida en cuarto oscuro, y a la derecha, el amplio baño y la cocineta, único elemento moderno del lugar, improvisada, de seguro, cuando se partió la casa en apartamentos.

–¿Tiene café? –preguntó Camila, encantada.

–Es obvio, «mona».

Ambas sonrieron. Era la frase habitual que profería Lucía en el colegio cuando Camila preguntaba cualquier cosa, aunque la respuesta no fuera tan predecible para ninguna. Rubia no era, pero ante la oscuridad del pelo de Lucía, había aceptado el eterno apelativo, sólo de su parte.

–Ahí en la cocina está la cafetera, y en el estante encuentra el café. Vaya poniéndolo, mientras miro quién me ha llamado, ¿bueno?

Le agradaba también esa confianza. Puso el agua, mientras su amiga descargaba y ponía cosas en su sitio. Pero quiso preguntarle qué tan oscuro lo prefería, así que se devolvió, justo cuando Lucía estaba prendiendo el contestador.

–«Lucy, amor, ¿recuerdas que tienes mamá? Al menos, deberías enterarte que soy un año más vieja… y quiero que vengas esta noche, ¿oíste?»

–¡Dios! Olvidé su cumpleaños. ¿Me acompaña ahora a comprarle un regalo?

–Usted sigue igualita. Pero, fresca: sé dónde puede conseguirle algo que le va a encantar…

–Espere, espere, déjeme oír.

–«Rosas: estoy esperando las fotos. Hoy es jueves, son las cinco, y las necesito antes de mañana al medio día.»

–Te jodiste, Pablito. Ya es mañana, y por la tarde, y aún no las tengo. Te tendrás que aguantar hasta el lunes.

–¡Él no la puede oír! –Se sentía de nuevo la niña que tenía que guiar a su amiga por la vida.

–Shhh, aguante.

–«Flaca, llevo una semana buscándola. ¿Dónde se metió? Por favor, respóndame, que me muero de ganas de usted…»

Camila se sintió desfallecer. Parecía la voz de Simón. ¿Era posible? Las piernas le temblaban y no podía permitir que Lucía viera su cara lívida.

–Voy por el café. –Tenía que huir para serenarse–. ¿Lo prefiere claro u oscuro?

–Da igual, como a usted le guste. –Pero Camila ya había desaparecido.

Tenía que guardar la calma. ¿Qué hacer? Quería que la tierra la tragara. Respiró hondo, sirvió el café y dio un sorbo grande. Se quemó la lengua. «No puedo decir nada», pensó. «No puedo aventurarme a sacar conclusiones antes de tiempo. Tengo que estar completamente segura de que es Simón. ¡No, no puede ser!». Buscó la azucarera pero no estaba por ahí.

–¿Dónde hay azúcar? –gritó, sacando todas las fuerzas que le quedaban para disfrazar su voz.

–No hay. Estoy en la onda naturista, imagínese. ¿Le hace mucha falta? Puedo pedirle a mi vecino.– Se notaba que no había percibido nada extraño, por fortuna.

–No, tranquila. –¿Tranquila? Cómo podía pedir eso, ahora–. No hace falta, no está muy negro –el café, a diferencia de la situación…

Llevó las tazas. El quemón le habría devuelto los colores, pensó. Entregó una a su compañera y dejó la suya en la mesa, al lado del teléfono. Se decidió:

–¿Quién era el que la llamó? Parecía desesperado. ¿Es su…? –hizo un gesto de complicidad, a pesar suyo.

–Más o menos. ¿Qué le puedo contar? No sé. Es alguien increíble. Lo conocí hace como cinco o seis meses, en una convención, donde fui a hacer las fotos de unos proyectos. Es súper churro. Pero, no sé, hay algo que no funciona del todo.

–Cuénteme –recitó Camila, jugando el rol de la confidente de antaño, haciendo de cuenta que era una ficción. Pero no podía parar de imaginarse a Lucía con Simón. A su memoria vino de inmediato el congreso de arquitectura que le había robado a su marido durante cinco días. Atando cabos, se daba cuenta de que, de hecho, él se había distanciado más desde entonces.

–Le cuento si me presta atención –se quejó Lucía, al ver la mirada perdida de Camila.

–No sea tonta, claro que le pongo cuidado. Sólo pensé que a mí esas cosas no me pasan desde hace tanto…

–Mejor para usted. Sólo traen desasosiego.

–Bueno, bueno, a cantar, Lucha.

–No me empuje –Camila no la había tocado–. A ver: la verdad es que no hice otra cosa que mirarlo todo el tiempo. Y, claro, él se dio cuenta. Entonces, en el coctel de cierre, se me acercó. Intenté escabullirme. Imagínese, yo estaba con Ricardo, un tipo con el que salía desde un tiempo atrás, y ese día él había ido hasta allá, como a cinco horas de carretera, para recogerme. Eso, de por sí, no me había gustado, odio que me presionen, pero tampoco iba a coquetear con otro delante de él. Pero el tipo tampoco paraba de mirarme…

Un espasmo. Podía recrear toda la escena en su mente, veía a Simón, con su mirada penetrante asediando a Lucía, que no se resistía… Hizo lo que pudo para no dejar caer el pocillo al piso, pero regó el tinto en la mesa.

–¿Qué le pasa, mona? ¿Se volvió torpe después de vieja?

–Qué pena, espere y lo limpio.

–No fue nada –dijo Lucía, mientras iba por servilletas–. Mejor le sigo contando. –No había asociado el incidente con la historia–. Bueno, pues el tipo fue muy hábil; se puso a hablar con Ricardo, le presentó a un amigo suyo, los entrampó, y se vino a buscarme. Empezó a hablarme de los alcances de la fotografía contemporánea, me contó que le encantaba sacar fotos, y que sobre todo en sus viajes había hecho muchas, me preguntó que cuándo podíamos intercambiar portafolios, y todo eso.

–La deslumbró, pues –comentó Camila, sin poder contenerse, furiosa con un hipotético Simón coqueto y mentiroso: sí había tomado una que otra foto y hasta buena, pero ¿cuál portafolio?

–Pues sí. Eso parece.

–¿Y entonces? ¿Qué hizo con Ricardo? ¿Se fue con él? ¿Lo ama?

–Despacio, mona. De una en una. Él me dio su tarjeta, yo le entregué la mía, y cada cual tomó su camino. Yo me devolví con Ricardo, peleamos, hicimos las paces, y como cinco días después me llamó el otro.

–¿Son amantes?

–Espere, no se adelante. Me pidió que nos viéramos ese día. Yo pensaba en Ricardo, en lo que empezábamos a construir, en todo lo que implicaría aceptar verlo. Por salir del paso, propuse posponer la cita. Pero dijo que no era capaz de esperar, que era «hoy» o nunca. Y ante sipote manipulación tan bonita, no fui capaz de negarme.

Camila se agarraba la chaqueta debajo de la mesa. Le daba inmensa rabia que Simón pudiera ser así con otra persona, mientras con ella había dejado de serlo hacía tanto tiempo. Sí: en Londres siempre era impulsivo, así logró que empezaran a salir, casi raptándola, y luego que se fuera a vivir con él allá. Le había dicho que si no sacaban el apartamento juntos la relación no tenía ningún sentido y no volverían a verse. Y Camila tampoco pudo oponer resistencia, aunque aún no reconocía que ese fuera un mecanismo manipulador. Camila se martillaba con todo eso mientras Lucía continuaba su relato:

–Me invitó a comer a un restaurante japonés –Camila detestaba el sushi, así que nunca fue a uno con Simón– y me dijo las cosas más lindas del planeta. Luego me llevó a donde yo tenía el carro y se despidió encantador. Pero imagínese mi desconcierto. No sé, no es que yo sea muy dada a esas cosas, pero sí esperaba pasar la noche con él.

–¿Y qué pasó, entonces?

–¿Por qué lo pregunta? En fin, empezamos a vernos. A almorzar juntos de seguido, a visitar exposiciones, pero tardó un jurgo para invitarme a salir a tomarnos unos tragos, y ni se diga a que pasáramos la noche juntos… y sólo ha pasado un par de veces…

Camila hizo cuentas. Claro, tenía que ser durante el tiempo en que ella estuvo cuidando a su mamá en la clínica, cuando la operaron. ¡El muy zángano…!

–¿Le pasa algo, monita? Yo sé que usted es una zanahoria, pero no será tan mojigata como para escandalizarse con esto, ¿o sí?

–No, no. Cuente. –El masoquismo se apoderaba de su mente. Cada palabra de su amiga la hería como una daga, pero quería seguir escuchando, seguir recreando cada parte del relato en su mente, poniéndole la cara y el cuerpo de Simón al amante de Lucía.

–Bueno. Pues los días siguientes a nuestra primera noche juntos, se desapareció. Yo pensé que no le había gustado, y todas esas cosas. Me preguntaba «¿Qué hice mal?», como una tonta. Yo, por preservarme, me imagino, para evitar enamorarme, seguía viéndome también con Ricardo. Un día nos encontramos en un restaurante. Él estaba con el amigo de la convención. Y yo, con Ricardo. Creo que fue él mismo quien propuso que nos sentáramos todos juntos. Almorzamos, como si nada, y a la hora del café, me empezó a acariciar la pierna por debajo del mantel, como en las películas, ¿puede creerlo? Y al salir, sin que Ricardo se diera cuenta, me informó, sin pedir mi opinión siquiera, que nos veríamos al día siguiente, al salir del trabajo.

–Pare un segundo –interrumpió Camila–, voy por más café. ¿Quiere? –Era una excusa; sentía que se le iba a escurrir una lágrima, el amigo era Gerardo, seguro. No podía creer toda la historia. Cogió las tazas, fue a la cocina, respiró hondo, se limpió los ojos con una servilleta y volvió con el tinto.

–¿Y se vieron?

–Claro. Como siempre, hablamos cantidades. Es un excelente conversador.

–¡Cómo no iba a saberlo! Una de las cosas que más había seducido a Camila de Simón era su capacidad de envolverla al charlar horas enteras–. Pero nunca hablamos mucho de nuestras vidas privadas. Es extraño. Yo suelo ser muy discreta con mis cosas, no me gusta contar mucho sobre mí, pero la gente por lo general sí me cuenta sus problemas, sus anécdotas. Él no. Eso le da como un aura distinta a nuestra relación. Charlamos sobre política, arte, filosofía. Es muy sensible, inteligente. Desde entonces nos hemos visto de tanto en tanto, una o dos veces por semana. Acabé cortando con Ricardo. Él ha insistido, pero creo que estoy demasiado encarretada como para ver a alguien más.

–¿Y él?– La insistencia por develar lo que ya sabía hablaba por ella.

–Déjeme explicarle. Es el hombre más sensual de la Tierra. A veces creo que sólo nos une la piel, pero también están nuestras conversaciones. No sé. Un día pienso que es algo maravilloso, que él podría ser un gran compañero en mi vida. Nunca he querido vivir con nadie. Me parecía que la soledad era mi elección, mi opción de vida. No me había sentido tentada a romper este mundo que he creado hasta que llegó él. Pero otras, veo que no me da lo que yo necesito, que es muy distante, que no tiene sentido estar metida en una relación así, nunca he sido buena en estos casos…

Los ojos de Camila ya estaban rojos por completo. La palidez se había tomado sus mejillas. Ya no podía disimularlo. Lucía estaba describiendo al Simón que ella había conocido antaño. Del que se había enamorado. Ese hombre que había irrumpido en sus sueños, el de Inglaterra, tan lejos ya, tan borroso a veces. Igual que con Lucía, así había aparecido en su vida. Cuando lo conoció, le pareció atractivo, pero muy viejo para ella. Así que no le dio demasiada importancia. Pero él se empeñó en hacerse imprescindible. Aparecía, desaparecía y volvía a aparecer, desarmándola. La envolvía, hasta hipnotizarla. Pero ella sentía que él no podía pertenecerle, que le era muy ajeno. Aun después de vivir ese verano ya mítico, ella no logró sentirse segura. Creía, sobre todo al principio, que Simón era volátil, que la podía dejar en cualquier momento, pues, aparte de sus deseos y sus ansias inmediatas, nunca expresaba sus sentimientos profundos, su sensación con respecto al lazo que habían creado. Ese Simón desconcertante y mágico, que la atraía como un imán para luego repelerla, era el que había descubierto ahora Lucía.

–¿Le ha dicho que la ama?– preguntó Camila, con la voz ya quebrada.

–No. Nunca. Pero ahora, mona, no me puede decir que no le pasa nada. –Lo expresaba, pero no sabía qué hacer.

Camila estalló. Metió su cabeza entre las piernas, tras alejar la silla de la mesa, para ahogar los quejidos que ya no podía retener más. ¿Aún amaba a su marido? No lo sabía. Quizá era la necesidad de estar con alguien, de negar la soledad, lo que la retenía junto a él. No obstante, el dolor la carcomía. No se había vuelto a cuestionar acerca de la posibilidad de que él la abandonara, desde hacía mucho tiempo. Él había vuelto al país, algo que había jurado nunca hacer, sólo por ella, porque la amaba. Traicionó, uno a uno, sus principios por ella: se casó, asumió una vida burguesa, se asentó, al principio fue empleado… ¿Cómo, entonces, la traicionaba así, ahora? ¿Ya no la amaba? A pesar de que su matrimonio no marchaba bien, ella tenía la firme intención de sostenerlo, aunque no recuperara la dicha inicial.

–¿Quiere que llame a un médico, Camila? –No la llamó «mona», esta vez. Se sentía terriblemente incómoda. No sabía si abrazar a su amiga o si debía dejarla sola. Temía su reacción, y no entendía qué estaba pasando.

–No. –Camila levantó la cabeza–. Mejor sígame contando, y dígame lo más importante, lo que está implícito desde el comienzo: el tipo es casado.

–Sí, pero eso es lo de menos. ¡Por favor dígame lo que le pasa!

–¡¿Cómo que lo de menos?! ¿No se da cuenta del daño que hace?

–¿Qué quiere decir?

–El tipo con el que anda es mi esposo, ¿no lo sabía?– Su voz era un hilo.

–¡¿Pero qué dice?! Monita, pare de llorar. ¿Le pasa algo con su marido? Creí que era muy feliz… –No sabía como manejar la situación. Se levantó y empezó a caminar de un lado a otro de la estancia. Cogió una fotografía que se había caído al suelo y la rompió en pedazos más y más pequeños, y empezó a hablar maquinalmente, con una voz ausente de tonalidades–. ¿Cómo así que Jorge Enrique es su marido? ¿No me dijo que su esposo se llamaba Simón? No, además yo conocí un día a la mujer, se llama Liliana, y el matrimonio está desbaratado, sólo están juntos porque los niños son chiquitos, y todo ese rollo que se arman las parejas…

En medio del desespero de Lucía, Camila cogió su bolso y salió sin decir nada más. La otra trató de seguirla, pero el rostro de la que partía la hizo desistir. «¿Cómo puedo hacerle esto a la mona, un ser tan dulce, tan indefenso? Qué me iba a imaginar que mi historia la afectaría tanto… ¿Y cómo puedo estar haciéndomelo a mí? Qué sé yo, tal vez para mí no sea tan importante que el tipo con quien yo esté sea casado, pero de pronto el cuento de que no hay nada ya con la vieja es carreta, qué tal que esté jodida, como la mona… por Dios». Hablaba en voz alta, como confesándose ante los rostros en blanco y negro que estaban pegados con cinta de enmascarar sobre los muros.

Se acercó al teléfono. Marcó el número de la oficina de Jorge Enrique. Nadie contestó. Miró el reloj, eran más de las seis. «¿Dónde estás, cabrón?». Claro. Ahora sí le daba rabia que ni siquiera le hubiera dado el teléfono de la casa, qué más daba, si a su mujer se suponía que no le importaba. ¿Qué pretendía? No tenía sentido. Era mejor no volver a verlo. Por supuesto, le dolía. Él le atraía bastante, incluso sentía que comenzaba a enamorarse. Pero, por muy encarretada que se sintiera, sabía que era lo mínimo que tenía que hacer para no arriesgar ese gran afecto que acababa de recuperar, la amistad más importante de su vida.

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OSCURIDAD

La oscuridad es un estado del alma. El desengaño, la desolación, la rabia, la frustración son elementos que pueden llevar a ciertas personas a tal estado, pero que otras manejan, transforman, hasta que adquieren, a partir de ellos, fuerza y sentido. Pero la oscuridad va más allá, y a veces ni siquiera necesita de tales excusas. Se apodera de todo, y se convierte en el filtro mismo a través del que se mira el mundo. Sin tomar conciencia de ella, no hay nada qué hacer en su contra; no obstante suele ser tan sutil que es difícil percibirla. Se hace cada vez más grande y parece que no hay escapatoria.

Camila descubría ahora la oscuridad en la que estaba sumida hacía tanto tiempo, casi desde siempre, con breves remansos de luz. Su vida había sido oscura. Oscuridad no implica necesariamente tristeza o depresión; Camila había sido relativamente feliz a lo largo de su vida, en la primera infancia, al final de la adolescencia, en Londres, los primeros años con su marido, en su carrera. No obstante, la dicha siempre dejaba filtrar la negrura, implícita en la certeza de Camila de que no duraría tal estado de gracia, en el infundado sentimiento de culpa de no merecer esa alegría. Siempre estaba como a la caza de una posible nube que tapara el sol. No solía dejarse caer, con el autocontrol y las técnicas de apoyo a un yo débil adquiridas en las aulas, pero a su vez sentía pánico de las subidas. Estaba presa de sí misma.

«Saber que hay un problema, y dónde está, es el primer paso para solucionarlo», repetía algún profesor. Estando con Clara, vislumbrando la luminosidad del cielo y de la vida de su mano, hizo consciente su estado natural. No lo comentó, para evitarse sermones y discursos, si bien entendía hasta qué punto Clara era responsable del proceso interior suyo. Se había vuelto imprescindible, cada vez pasaba más tiempo con ella, aunque últimamente evitaba hablar de sí misma. Se sentía débil, y como Clara la confrontaba todo el tiempo, no parecía estar en condiciones de soportarlo. Así que volcó las conversaciones hacia temas profesionales, en los que la antigua profesora de nuevo la estaba guiando. Comentaba los libros que Clara le prestaba, buscaba nueva bibliografía, le preguntaba por su trabajo en el Centro, hasta el punto de ofrecerse para ayudar allá. Ocuparse de los problemas de otras mujeres la distraía de pensar en los suyos.

Incluso mantuvo oculto durante unos días el descubrimiento de que Simón tenía en efecto una amante. Después de su encuentro con Lucía, las sospechas de que su marido la engañaba aumentaron cada vez más, así que empezó a comportarse como una espía: revisaba los cajones de su mesa de noche y su escritorio, esculcaba sus bolsillos cada que tenía ocasión, procuraba escuchar desapercibidamente sus conversaciones telefónicas. Hasta que por fin lo pilló. En el extracto de su tarjeta de crédito, que tomó y abrió nada más la dejaran en el casillero del correo, antes que él pudiera darse cuenta, aparecían varios gastos más que sospechosos: cenas en diversos restaurantes, un almacén de ropa femenina del que ella no tenía nada, y mucho menos del que hubiera recibido un regalo el mes anterior, y, lo verdaderamente comprometedor, dos cuentas de los moteles más reconocidos de la ciudad. Arrugó el papel con la intención de botarlo, pero permaneció en su bolsillo todo el día, y de ahí pasó, lo más alisado posible, a la solapa de uno de los libros que estaba leyendo por esos días, y así se atormentaba de seguido al abrirlo y releer su contenido. Simón, dentro de su despiste habitual, no preguntó por el recibo, así que no intuyó siquiera que su mujer lo hubiera visto.

Camila dejó salir el comentario de la infidelidad, que ya la asfixiaba, como si hablara de las compras que le faltaban para la comida del día siguiente. Clara, alerta como siempre a los indicios de las necesidades anímicas, lo recibió igual, como si tal cosa, en espera del momento en que Camila le hablara de las resoluciones que tomara o le pidiera consejo más adelante. Camila lo agradeció en silencio.

Era difícil decidir qué hacer. No hacía mucho pensaba en la separación en sí misma, sin un motivo como éste, pero no había acuñado la fuerza necesaria para actuar. Lo que más mal le sentaba ahora era, más allá del adulterio, la posibilidad de que Simón en efecto se hubiera enredado con Lucía o, al menos, que la mujer con la que anduviera fuera de su estilo, alguien con quien ella pudiera empatizar en otra situación. Por otro lado, el hecho mismo de saber que su vieja amiga salía con un hombre casado, sin querer, le había hecho abortar la relación recién recuperada. La dicha del reencuentro duró apenas un par de días, y la herida abierta era mucho más grande que la alegría inmediatamente anterior.

Comprendía que Lucía no tenía la culpa del problema, quitando eso sí el irrespeto a sí misma y a todo su género de salir con alguien compro-metido. Pero era cierto que si ella y Simón no estaban bien, como seguramente no lo estaban el amante de Lucía y su esposa, el motivo estaba más atrás, en las parejas mismas. Pensaba, a pesar de sí misma, que Simón era un cerdo por engañarla, y algo del resentimiento furioso hacia la amante desconocida pasaba a Lucía, aunque admitía que ella también tenía parte en el asunto.

Pero pasaba que la oscuridad no la había dejado aprehender la armonía, la tranquilidad, la comodidad cotidiana que su matrimonio habría podido traer consigo; en cambio, la había llenado de desconfianza, de prevenciones, de incredulidad ante la felicidad que había existido en el inicio.

Ahora estaba supliendo algunas de sus carencias a través de Clara, sin duda era ya algo, pero en el fondo recurría a ella porque no sabía qué hacer consigo misma. Había descubierto la oscuridad, pero no sabía cómo escapar de ella. Se sentía aplastada, petrificada, frágil. Si Lucía no hubiera puesto, así hubiera sido tangencialmente, el dedo en la llaga en discordia en su matrimonio, habría sido la precisa para ayudarle, por su tacto, su sensibilidad, su capacidad de comprenderla que había demostrado una y mil veces años atrás.

Estaba, pues, sola. Sola con el apoyo de su madre, de Clara, del mismo Julián, que tanto afecto le prodigaba a pesar de ser casi un niño; incluso de Vicky y Patricia, que se habían enterado del problema «por el correo de las brujas», según decían, y hasta el de Joanne, a la primera persona a la que había comunicado su tragedia familiar, por la parte que tenía ella en la relación. Pero al final estaba, se sentía sola.

¿Qué podía hacer? Taladrada por una de las muchas conversaciones anteriores con Clara, e influida tal vez por los prejuicios sociales de sus amigas cotidianas, aceptaba que la infidelidad no era un motivo suficiente en sí mismo para plantear una separación. Sin embargo, tenía que hacer algo. Replantear la relación de pareja, cambiar algunos términos, exigir lealtad de ahí en adelante. ¿Salvar el matrimonio? La cara de Teresa era una súplica. No quería ver por nada del mundo a su hija separada, pues asumía que pasaría por lo mismo que ella sufrió con el divorcio. Y es que la oscuridad era una herencia, por supuesto. No había persona más oscura, en ese sentido abstracto, que su madre. Nadie más incapaz de ser feliz, más autodescalificadora, con mayor sentido de la culpa.

«¡Auxilio!» gritaba para sus adentros Camila. «¡No puedo más! ¡Quiero sacudirme! ¿Qué me ha pasado? ¿Cómo llegué hasta acá, dónde estoy? ¿Qué va a suceder conmigo? ¿Hay alguna salida?». Sólo oía gritos, múltiples, superpuestos, que la inundaban, la oprimían, la destrozaban. La vida que tan bien había armado había sucumbido en el caos. Ya no se sentía bien con nada. Intentaba culpar a sus padres, a su educación, a su trabajo y, sobre todo, a Simón por lo que le estaba pasando, pero su conciencia repetía que todo dependía de ella.

No podía pensar con claridad, y tampoco quería consejos de nadie. Se dejó entonces guiar por la sensatez, por el camino recto, que aparentaba ser el más fácil. Lo mejor que podría hacer sería mantener su matrimonio, por supuesto replanteado, eso le parecía evidente. Se había tomado unos días para rumiarlo, y no había cambiado nada en su cabeza. Tendría que hablar con Simón, a quien había estado evitando todas esas noches con excusas varias. Tenía que enfrentarlo ya, decirle que lo sabía, mostrarse serena y proponerle algo para mejorar la relación. Parecía simple. No obstante, la oscuridad era más fuerte.

Lo citó para almorzar, en ese restaurante en el último piso de un hotel al que iban a menudo hacía unos años. Le dijo que quería hablar con él, que por favor fuera puntual. Era una cualidad que él había perdido en los últimos tiempos, y la exasperaba. No era una buena forma de empezar, lo sabía. Salió antes de la oficina para ir a arreglarse a casa. Quería estar bella, ya que lo de la simpatía de seguro resultaría más difícil. Mientras se bañaba, se cambiaba y se maquillaba, fue armando un discurso que resultara coherente y sensato, eludiendo reproches altaneros y heridas de sable. Tenía que resultar convincente en su actitud de serenidad y decisión.

–Simón, hay que hacer algo –ensayaba frente al espejo, mientras terminaba de arreglarse–. Sé que estás viendo a otra persona. No, no te alteres, que no te estoy reprochando –incluso hacía los gestos que suponía tendrían que sucederse en la conversación–, fíjate que estoy serena. Llevamos muchos años juntos, hemos hecho muchas cosas para estarlo, y supongo que aunque haya cambiado la manera de sentir, nos queremos como antes. No deberíamos tirar al trasto la vida que hemos construido, pero está claro que esto no puede seguir así. Si tú quieres, si te parece bien, podríamos sacar a la luz todo eso que no funciona, las cosas de cada uno que le molestan al otro, analizar la relación, incluso ir a ver a un consejero matrimonial… Lo que quiero que quede claro es que para que podamos seguir, para arreglar nuestra situación, nuestra vida de pareja, es necesaria la lealtad, la fidelidad. Lo aguanto una vez, pero no soportaría dos veces que me fueras infiel…

Sin embargo, no era tan fácil como había creído. Se sentía hasta ridícula. El vacío en el estómago tomaba forma mientras lo esperaba, más de la cuenta, como ya era habitual. Miraba por la ventana y se preguntaba qué pasaría con las vidas de cada una de las diminutas personas que caminaban allá abajo. ¿Acaso la gente era feliz? No, la felicidad era una falacia, un truco de la sociedad de consumo para que la gente funcionara según mandaba el mercado. Se preguntaba dónde estaba el sentido de la vida, de qué podría agarrarse. Si hubieran tenido hijos, un hijo de los dos, el asunto tendría otro cariz: ella tendría que estar bien para poder darle al niño todo de sí, y no estaría sobre el mantel la posibilidad de separación por el desequilibrio que podrían causarle. Sí, un hijo habría otorgado sentido a la relación, a su vida. ¿Por qué no habría planteado su deseo de ser madre a tiempo? ¿Todavía podría? Quizá fuera incluso ésa la última posibilidad esperada, el proyecto en común que les hacía falta.

Cuando Simón llegó, Camila pensaba en todo eso, pero a la vez estaba tan molesta por su tardanza que no podía disimularlo. No, Simón no sería un buen padre, no ahora que vivía ocupado, malhumorado, tenso. Ya no sabía qué decir. El discurso preparado se deshacía en la memoria, sonaba estúpido, sin sentido. Simón tampoco hablaba. De pronto, un rayo atravesó su mente, y pensó que todo era un juego, una trampa. No tenían hijos, su marido ya no estaba interesado en ella, había malgastado los años más valiosos en algo que hasta ahora no había dado resultados, pero todavía podía estar a tiempo. Dentro de sí había muchas cosas aún sin explotar, fuerza y ánimo, talento y vida. Era el momento.

–No puedo más –dijo casi en un susurro mientras se levantaba de la mesa dejando la comida intacta. La cara de Simón mostraba el desconcierto natural, pero no hizo nada para evitar que se fuera. Camila sintió que era un gesto definitivo. Aún era posible rehacer su vida, darle un vuelco, encontrar la luz.

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AIRE EN LA CARA

Joanne esperó a Camila en el aeropuerto. Mató dos pájaros de un tiro: aprovechó para llevar a uno de sus clientes preferidos, con el que había pasado una maravillosa noche, pues viajaba con su última obra, aparatosamente embalada rumbo a Suiza. La galería marchaba bastante bien, y podía tomarse la tarde libre, y más adelante unos pocos días, para encontrarse con su vieja amiga. Las cartas y llamadas que se habían intercambiado durante los nueve años que llevaban sin verse habían mantenido el lazo que las unió en Londres, pero ya hacía falta este reencuentro. En cuanto Camila le contó que se había separado, no dudó en invitarla a pasar una temporada a su casa de veraneo en la campiña. Eso era lo que había hecho tras su divorcio, tres años atrás, y suponía que a su amiga le sentaría igual de bien.

Camila la saludó en su precario francés, olvidado ya casi por completo, y se desconcertó con los tres besos que le dio en rigor del afecto. La anfitriona le ayudó a cargar la maleta y la observó detenidamente de camino al parqueadero. Tenía unos pocos kilos más ahora, que le sentaban bien, y de nuevo llevaba el pelo largo, casi tanto como cuando hizo que se lo cortara en el invierno que pasaron juntas. La alegría del reencuentro no lograba ocultar el abatimiento de la recién llegada, sumado de seguro al cansancio de un viaje tan largo. Le dio un poco de lástima verla así, pero contaba con que su compañía los primeros días, y la soledad en el campo, después, cambiarían su ánimo para bien.

Pasaron los primeros dos días en París, pues Joanne tenía compromisos ineludibles, pero Camila se dedico a descansar y se negó a acompañarla a las cenas con artistas, y al tercero partieron por fin. Camila recordaba la casa, en la que había pasado una navidad, pero la deslumbró su cambio: estaba pintada y arreglada, y la primavera la había llenado de flores. A la muerte de su madre, Joanne y Oriette, la hermana menor, se dedicaron a restaurarla, pensando al principio en venderla, pero luego Joanne decidió quedarse con ella. Ahora pasaba allá muchos fines de semana y parte del verano, pues era un remanso perfecto para el ocio y para el amor.

Ya instaladas en la casa, comenzaron a conversar como antes. Hasta el momento, apenas se habían contado algunas cosas de sus respectivas vidas, llenando las lagunas de la información que cada una tenía de la otra. Joanne le habló de su trabajo como galerista, que la gratificaba bastante. La herencia de su madre, restauradora reconocida, había consistido fundamentalmente en buenos contactos en el mundo del arte, además de la afinación del gusto estético y el reconocimiento precoz del talento plástico. La galería de Joanne era pequeña, pero se había ganado un prestigio suficiente que la incluía en las ferias europeas del ramo. Aparte de un par de artistas veteranos que atraían una buena clientela fija, Joanne trabajaba con jóvenes interesantes, en los que creía y tenía puestas sus esperanzas futuras. Y algunos formaban parte de sus conquistas.

Aparte de la galería, su vida la llenaba el amor. «El etéreo, que toma forma en muchos cuerpos y no se detiene demasiado en ellos», decía. Un matrimonio corto y frustrado le había confirmado que la estabilidad y el amor romántico y eterno no tenían sentido. Al menos no para ella. Se asombró de que su amiga hubiera resistido ocho años casada con Simón: «yo no lo soporté ni tres meses, ¿recuerdas? Cuando te lo pasé no pensé que diera para tanto», comentó entre risas; «de veras, yo no podría. Me gustan demasiado los hombres, en general, como para perderme a los demás estando con uno solo». Pero entendía que eran diferentes. «Tú sigues siendo la misma», replicó Camila. En parte, era verdad. La vitalidad de Joanne estaba casi intacta, sus movimientos rápidos y enérgicos, tanto los físicos y mecánicos, cotidianos, como los de pensamiento y emociones, continuaban marcando su personalidad. Sin embargo, estaba más serena, más discreta. «Ya no pretendo llamar siempre la atención, ¿sabes?», fue la explicación que dio a la madurez que adivinó Camila en ella.

Camila se sentía bien allí. Le gustaba oír a su amiga, que siempre estaba especulando acerca de las relaciones de pareja, el amor, los conflictos y desencuentros, y preguntaba por la diferencia de costumbres en el trópico. Camila, desde su sensatez de tierra fría, le explicaba que no toda Latinoamérica era equivalente al Caribe, que no siempre imperaba la libertad sexual y el culto al cuerpo que vendían las agencias de viajes del viejo continente. Joanne se llevó una decepción, pero se repuso con facilidad, pues recordó que su amiga era bastante alarmista. «Ya me las apañaré cuando vaya, verás», aseguró, y Camila no dudó en que lo haría. Envidiaba su soltura, su solvencia para manejarse en el mundo. «El costo es la soledad», explico la francesa, agriando la sonrisa. «Es algo que tenemos en común, entonces», replicó Camila, pero Joanne la calló. «¿Cómo puedes decir eso? Está bien, acabas de separarte y eso es duro, pero estás llena de gente que te quiere de verdad, ¿no? Es lo que me has contado: tu madre es un gran apoyo, tus amigas, tu vieja profesora, que te ha tendido una mano increíble ahora, ¿no es verdad?». Sí lo era, y Camila tuvo que reconocerlo. «Y tú», agregó. «Y yo, claro, ¿qué harías sin mí?». Con ella, era imposible permanecer triste.

Los días pasaban con lentitud. Leían mucho, daban paseos por el campo, iban al pueblo a comprar muchas frutas y verduras, y por la noche charlaban interminablemente. Con tesón, Joanne consiguió por fin, una noche, que Camila explotara, sacara toda su rabia, su rencor, le reprochara el haber sido ella la que la «engrampara» en su relación con Simón hacía diez años, se echara la culpa a sí misma de todo lo malo de su vida, hablara con ira y nostalgia de su amiga Lucía, despreciara a su marido, hasta que se sintieron, las dos, liberadas. Joanne oyó casi con agrado su grito, su desahogo inicial, que tanto tiempo había reprimido, y participó, implícitamente, en la transformación.

«Es absurdo vivir para una relación, ¿qué voy a hacer ahora? ¿Cómo me enfrento al mundo? ¿Qué tengo que hacer para recuperar las riendas de mi vida? Casi abandoné mi trabajo, ¿qué voy a hacer al respecto?», preguntas nuevas, claras y concretas, que reemplazaron a las que no tenían respuesta, pues obedecían a la culpa, a los abismos de la insanidad: «¿Qué hice para merecer semejante trato, por parte de Simón? ¿Cuál fue mi problema? ¿Cómo dejé que la relación llegara a ese punto? ¿Perdí el tiempo como una tonta? ¿Son todos los hombres unos desgraciados que nos hacen infelices? ¿Ya no hay respeto por el otro? ¿Cómo pueden las mujeres meterse en una relación matrimonial preestablecida?», y cosas por el estilo, que habían iniciado el discurso de ira y lágrimas. Al final, Joanne había logrado el cambio de planteamientos, no intentando responderle a esos primeros interrogantes imposibles, ni congraciándose con su pena, ni siquiera dando coba al torrente que brotaba de la garganta de la mujer mucho menos impotente y frágil de lo que ella misma se creía. Sólo había interlocutado un poco, con la intuición, con contrapreguntas lo menos hirientes posible, con analogías. Con los ojos abiertos y la distancia necesaria, con afecto. Y con la paciencia de ver amanecer, un sábado, sin un hombre en su cama.

Sabía que a su huésped le faltaba mucho camino por recorrer, mucho dolor todavía, para encontrarse a sí misma, para ser libre, pero creía que el primer paso ya estaba dado, y ése había sido su trabajo. Había cumplido su parte, al menos la primera. Se había entregado a Camila como una enfermera del alma, pero ya era suficiente por el momento.

Se escapó a la ciudad, para hacer un par de cosas pendientes, y a la vuelta trajo a un hombre griego, curtido, bello. Camila lo recibió con estupor; no supo cómo comportarse ante los cariños que se hacían, así que se encerró por horas, caminó sola y los dejó estar. «Es bueno que se enfrente sola a sí misma, que aprenda a convivir con la felicidad ajena», eran las justificaciones que se daba Joanne. El amante se fue el domingo por la noche, y de nuevo se dedicó a su amiga.

Esta vez hablaron de más cosas, de la vida, de Francia, de arte, además, por supuesto, del tema de sus estados de ánimo y del griego. Joanne le contó que lo había conocido un mes atrás, en su galería, y que le tenía echado el ojo. Habían tomado café, pero ella tenía prisa y no quedaron en nada. El sábado, en París, se lo había encontrado por casualidad, y no se lo quiso perder. Camila no entendía aún esta facilidad de relacionarse, esa «ligereza sentimental », pero Joanne tampoco sabía cómo explicarla. «Deberías probar, para comprender y soltarte de tus ataduras, tu represión, tu culpabilidad», sugirió, a cambio de justificaciones. Sabía que para hacerlo le faltaba camino, pero creía que por ahí también podía ir la búsqueda. Camila, sin aceptar el consejo, se lo tomó bien, y acabaron riendo, sosegadas. Al otro día, con la tranquilidad de dejar con buen estado anímico a su invitada, Joanne regresó a París, a retomar su trabajo y su cotidianidad. Ya volvería el próximo fin de semana, para pedirle cuentas de su crecimiento interior en la soledad maravillosa de la campiña.

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REDES ENVOLVENTES

Tras dejar a su marido, había corrido donde su mamá, pero Teresa no había reaccionado bien ante su decisión; no aguantaba sus propias lágrimas y no entendía la actitud de su hija. «A los hombres hay que aguantarles ciertas cosas», fue lo único que se atrevió a replicar cuando Camila le explicó el motivo último de la ruptura, y no paró de pedirle que reconsiderara su postura, que volviera con su esposo, que no dañara su vida. Así que Camila decidió pedir asilo donde Clara. Vivió a medias entre la casa materna y la de su profesora durante unas pocas semanas, en las que, tras la invitación de Joanne, se dedicó a preparar su viaje a Francia, a terminar proyectos en el trabajo, a sacar sus cosas del apartamento que compartiera con Simón y a hacer todas las actividades posibles que le permitieran no pensar. Aun así, pasaba horas nocturnas llorando y recriminándose, con lo que sólo conseguía tener ojeras y estar intranquila y cansada al día siguiente.

Frente a las recriminaciones de su madre, el apoyo de Clara, así como el de Julián, había sido invaluable. Intentaban distraerla, preparaban comidas exóticas, proponían juegos de cartas, excursiones a pie y a caballo a sitios cercanos, películas de vídeo para pasar las noches de tristeza. Clara respetaba su silencio, no hurgaba en su pena ni intentaba explicar conductas o emociones de ningún tipo, y Julián tampoco preguntaba nada. En medio de su dolor, Camila se sentía a gusto con ellos. Sabía que podía contar con Clara, además de como amiga, como profesional, pero aún no se sentía dispuesta a trabajar internamente su problema. Le bastaba, por el momento, con la seguridad de que ahí estaba esa mano tendida.

Por lo tanto, cuando recibió el e-mail de Clara en el que le contaba que estaba invitada a un congreso de mujeres en Ginebra, y que pensaba tal vez llevar a Julián con ella, no dudó en pedirle a Joanne que le permitiera invitarlos a pasar una semana o dos allí. Su amiga se mostró reacia en un principio, pero casi de inmediato cambió su actitud y les dio la bienvenida, por afecto a su maltrecha amiga, y sobre todo tras oír la descripción que Camila hizo del muchacho.

La llegada fue una fiesta. Tras una temporada de soledad en el campo, ardua pero importante, Camila añoraba la compañía de sus amigos, y ya su estado anímico le permitía disfrutar de él. Clara llegó cargada de chocolates suizos, y Julián, de música y libros. Comieron en París, con Joanne, y luego fueron a un café maravilloso a oír un conjunto de jazz mientras bebían el mejor kir royale. Clara no paraba de hablar del congreso, en el que el programa de madres comunitarias del Centro, que ella expuso, había tomado un protagonismo no esperado, y posibilidades de subvenciones europeas. Por su parte, Joanne acorraló al muchacho, le hizo practicar todo el francés aprendido en el colegio e intentó convencerlo de que se quedara con ella en París hasta el fin de semana, cuando iría a ver a Camila. Pero él prefirió instalarse con su madre lo antes posible, pues tenía muy claro que había venido para estar con Camila.

Los nuevos visitantes quedaron también encantados con la casa. Apenas dejaron el equipaje en su habitación y se dedicaron a recorrerla por dentro y por fuera. Admiraron la sobriedad de la arquitectura vieja y de la decoración, se maravillaron con los cuadros antiguos (restauraciones de la madre de Joanne), con las puertas de madera pesada, con la vista desde las habitaciones de la planta alta, con el horno de leña y las chimeneas que llevaban funcionando sin reparaciones durante más de un siglo.

El semblante de Camila era lo mejor. Estaba serena, dedicada a sí misma, con una capacidad introspectiva que antes desconocía. Permitió por fin que Clara indagara en sus sensaciones, asumió un duelo profundo que desaparecía a pasos agigantados. Por supuesto seguía su confusión, aún no había decidido qué hacer en adelante, pero ya estaba dispuesta a aceptar intervenciones externas, consejos, preguntas y comentarios. Así, pasaron largas horas, los tres, charlando acerca de su vida, de su pasado y su futuro, de sus equivocaciones y sus capitalizaciones. En esos primeros días ella era el tema principal, si no el único, de conversación.

La llegada de Joanne, que venía con Oriette y Luc, un amigo de ambas, cambió las perspectivas simples del fin de semana. Traían vino a caudales, tanto como energía. El viernes por la noche, tras preparar una pasta para todos, decidieron ir a bailar al pueblo. Clara no tenía muchas ganas, pero al ver que Camila aceptaba, cosa extraña, terminó por unirse al grupo.

Llegaron temprano. La única discoteca del lugar estaba medio vacía, así que eligieron la mejor mesa, cerca a la ventana, distante de los parlantes y al lado de la pista. Luc y Oriette salieron a bailar en seguida, y Julián invitó a Camila; como ésta no quería, sacó a Joanne, que lo devoraba con los ojos. Las otras dos se quedaron sentadas, observando a los demás, solos en la pista. Ambas reaccionaron al ver que Joanne apretaba a Julián, y no les quedó más remedio que reírse juntas.

–No puedo creer que sea un hombre grande, y que ya mujeres adultas le coqueteen así –comentó Clara, sonriente.

–La verdad es que es bastante atractivo. Y la razón fundamental para que Joanne haya aceptado invitarlos a la casa fue la justa descripción que hice de él –apunto Camila–. Sé que le gusta, y supongo que no va a estar tranquila hasta conquistárselo –añadió, ya sin su sonrisa.

–Pero él no es un tipo fácil –defendió la mamá.

–Ni a ella le faltan tenacidad y constancia.

–¿Sí? ¿Cómo es? Por lo poco que la he visto, y lo que usted me ha contado, me parece encantadora, pero hay algo en ella que me incomoda…

–A ver, Joanne es increíble, pero entiendo que cierta actitud suya pueda molestar. Ha sido así desde siempre; cuando la conocí, hace diez años, ya suscitaba ambivalencias en la gente. Le encantan los hombres, son su debilidad. Ella fue la que me presentó a Simón, yo le conté, ¿no? Era uno de sus tantos novios… sigue igualita.

–O sea que es promiscua…

–¡Dicho de esa forma! No me esperaría tanto moralismo de usted.

–El moralismo se lo pone usted solita. La palabra existe y no la cargué de valor negativo. Pero bueno, ¿lo es?

–Supongo. Dice que ama al Hombre, con mayúsculas, en todos los cuerpos, y además no le gusta para nada la estabilidad. En fin, todo lo contrario a mí, ¿no le parece?

–¿De qué hablan, que están tan alteradas? – se metió Julián, que venía a sentarse de la mano de Joanne.

–Nada importante, discusiones semánticas –respondió calma Clara.

–¿Ahora sí baila conmigo? –casi suplicó el muchacho, y Camila no pudo más que acceder.

Julián bogó el vaso que le servía la anfitriona, y se llevó a su pareja hacia un rincón de la pista, en la que ya se veía algo más de gente. Camila se sintió aliviada de no terminar el interrogatorio, pero no se dejó apretar por el muchacho.

Clara y Joanne no encontraban de qué hablar. Tenían dos idiomas en común para entenderse, pero una diferencia de mundos que imposibilitaba la fluidez en la comunicación. Sólo compartían una cosa: el afecto por Camila, y cada una quería saber qué conocía la otra de su amiga, hasta qué punto habían llegado las confidencias, aunque ninguna se atrevía a preguntar. A Joanne la intimidaba el aire solemne que ponía Clara, así como su edad, y a ésta, la soltura y la cancha de la francesa, que además estaba en su terreno. Pero soportaron bien mientras los otros volvían a la mesa: se dedicaron a mirar a la pareja.

Camila tenía un aire ausente, estaba un poco pálida, pero ya sin las ojeras de antes. Se dejaba llevar sin aspavientos, bailando sin la soltura suficiente. El chico la miraba y la movía a su antojo. Joanne estaba fascinada, sentía que eso era lo que le hacía falta a su amiga, pero por el momento iba a hacer cuanto pudiera por conquistarlo. Clara pensó en que en esa pista estaban juntas las dos personas que más quería en el mundo. Se sorprendió con esa idea; por supuesto su hijo era fundamental en su vida, pero Camila era casi una intrusa, la había encontrado hacía tan poco… Y no acababa de gustarle que estuvieran tan cerca, tan juntos, abrazados. Pero ya venían hacia ellos.

Las parejas cambiaron. Oriette se llevó a Julián, el galán de la noche, y Luc convenció a Clara de bailar. Aunque era tiesa, estaba embelesada con la música, que había pasado de algo dance a las baladas locales. Y Joanne invitó a Camila a acompañarlos. Camila recordó las tardes de aprendizaje con Lucía, cuando querían prepararse para las fiestas de quince. Joanne también era más alta que ella, así que hizo el papel masculino. El ambiente era agradable, todos sonreían y no había presiones ni sombras al acecho. El licor corría entre canción y canción, y la noche se iba diluyendo en la ventana que daba al exterior.

Ya de madrugada volvieron a casa. Con ayuda del alcohol, Joanne logró su cometido de llevarse a Julián a su cuarto. Camila sintió una punzada en el estómago, pero de inmediato decidió que no había por qué darle importancia a un asunto que no le incumbía. Pero Clara no fue tan sensata; intentó impedirlo, pidiéndole a su hijo que la ayudara a cambiar un baúl de lugar, incluso explicitándole que no quería dormir sola en la habitación que compartían, pero Julián no se dejó manipular. La madre no tuvo más remedio que irse sola, con su cara rabiosa, a dormir. No admitía que eran celos, más que otra cosa, lo que sentía. Quería decirse que no le gustaba Joanne en sí misma, que no le convenía a su hijo, pero no era eso; Joanne era simpática, inteligente, linda, y ella no solía juzgar ni reprimir una libido lábil. Pero saber que el muchacho estaba a unos pasos de su habitación, desnudo, besando todo el cuerpo grácil, elástico, blanco, de una mujer que acari-ciaría y arañaría el suyo, tan frágil, casi imberbe, inexperto; ese cuerpo que había tenido siempre entre sus brazos, que había sentido crecer y transformarse, que había frotado tantas veces en la tina, el cuerpo masculino más familiar y hermoso que conocía. A cambio, al menos, le habría gustado acunar ese otro cuerpo bello que tenía al otro lado de la pared, que se estaba haciendo cada vez más precioso, sin saber de qué forma, esa figura solitaria, al fin distensionada, en una ebullición en la que ella tenía parte… pero eso también era impensable. No pudo dormir ni un segundo con las visiones de esos cuerpos presentes en cuanto cerraba los ojos, con la imaginaria percepción de los gemidos o la respiración dormida a uno y otro lado.

Camila y Oriette fueron las primeras en levantarse, y prepararon un desayuno campesino para todos: quesos curados y jóvenes, huevos con jamón y tomate, jugo de pomelo, tostadas y café. Recogieron flores y pusieron la mesa en el jardín. Camila observaba a la francesita, que apenas salía de la adolescencia, pero que ya mantenía una actitud completamente adulta, y que le recordaba demasiado a la Joanne de Londres, aunque en una versión mucho más serena. Se preguntó por qué Julián no la habría cortejado, pues tendrían edades similares, y en cambio había acabado con la hermana mayor, que le llevaría unos cuantos años por delante. Oriette no era ni la mitad de atractiva que Joanne, esa podía ser la respuesta, y mucho menos entradora. También podía ser que ella fuera la pareja de Luc, cosa que no había pensado porque él era bastante poco agraciado. «Le estoy dando demasiado valor a la estética, y además me estoy dejando llevar por el pensamiento de Joanne, al creer que todos tendrían que estar en pareja de cualquier manera», se decía mientras terminaba de poner las servilletas, la sal y la mermelada en la mesa. Oriette se había ido a llamar a los demás. «Quizá simplemente ella prefiere estar sola, o no se gustaron».

Clara no asistió al desayuno, alegando haber dormido mal. Joanne parecía radiante, aun con el maquillaje corrido y el pelo alborotado, y saludo a los demás con varios besos. Julián estaba un poco más serio, y se preocupó por su madre. Lo convencieron de que desayunara tranquilo y la dejara descansar, así que se quedó, sonriente pero callado. Luc hizo bromas y alabó la labor de las cocineras, y así pasó lo que quedaba de mañana, entre comentarios de las últimas películas estrenadas en París, para envidia de Julián, las explicaciones de Oriette acerca del trabajo de Luc en una obra de teatro y los planes del paseo de la tarde.

Joanne volvió al pueblo, con Oriette, para comprar lo que hacía falta en la casa; Luc se echó a tomar el sol; Camila se enfrascó en la lectura pendiente, y Clara y Julián fueron a caminar. Para el joven era extraño ver a su madre mostrar sus emociones así; estaba irascible y preocupada, y no quería explicarle qué pasaba. Julián se sentía culpable, así que decidió dedicarse a ella por completo. Se hicieron mimos olvidados hacía tiempo, charlaron otra vez como antes, y volvió a decirle «mamá», en vez de «Clarita», como usaba desde el comienzo de su adolescencia. Con esto, Clara recobró su buen ánimo, y no se separó de su hijo por el resto del fin de semana, a pesar de los intentos de Joanne por recuperarlo.

Camila, por su parte, se sentía dueña de sí, como nunca. Era capaz de proponer planes, y de negarse ante otros que no le agradaban tanto. Recuperó la alegría interior en las conversaciones con Joanne, y sintió que esos lustros que las distanciaban se iban borrando con la nueva complicidad. Joanne le contó que efectivamente Oriette había empezado a salir con Luc, y se mostró orgullosa de que le estuviera siguiendo los pasos. Camila se atrevió a preguntar por su hermano mayor, del que apenas le había hablado cuando vivieron juntas. Joanne había perdido su pista, después de que saliera de un centro de rehabilitación bastante fuerte, y sólo volvió a verlo en una camilla de la morgue. Camila se angustió ante semejante respuesta, pero la actitud de Joanne al respecto le disipó la intención de disculparse o dar un pésame. «Lo quiero igual ahora que está muerto, pero ya no tengo que sufrir por él, por el daño que se hacía, por el que causaba a mi madre, y es mejor para Oriette no vivir con ese fantasma vivo; la que importa ahora es ella, que se hace mujer, es fuerte, sana y tiene a su padre, ese hombre maravilloso que conociste». «Y a ti», repitió Camila, con la gratitud y el conocimiento de la capacidad afectiva y generosa de Joanne. La sintió así, como una hermana, a pesar de la distancia y la diferencia, mucho más cercana a su alma que María Helena. Le dio gracias a la vida por tener esa amiga, que, entendía al final, merecía.

Clara y Julián decidieron no participar de la excursión dominical a un par de pueblos cercanos, alegando que, como hacía sol, preferían pasar el día tumbados. Cuando los dejaron, se veían contentos y cariñosos. El paseo fue fructífero: aparte de visitar iglesias medievales y un castillo amurallado, almorzaron en un maravilloso parador y Camila compró más de un souvenir para sus amigos sedentarios. Pero cuando los paseantes regresaron, cargados de anécdotas para compartir, descubrieron a Clara malhumorada y a Julián ausente. No apareció para la comida, ni se despidió de los que regresaban a París esa misma noche.

El lunes seguía sintiéndose la tensión. Camila intentó indagar qué había pasado, pero ninguno soltaba prenda. Cada uno pretendía pasar el tiempo con ella, pero lejos del otro, y Camila no sabía cómo manejar el asunto. Así que pasó el día en sus cosas; terminó de tejer un suéter que había empezado cuando estaba sola, leyó y se ocupó de la comida. Soportó los silencios de sus compañeros en la mesa y tuvo conversaciones banales con cada uno. Como estaba cansada, se fue a dormir temprano, esperando que al otro día se hubieran calmado los aires. Pero no fue así. En principio, en orden de lealtad, asumió que debía permanecer junto a Clara, pero ella estaba agresiva, y sus punzadas se dirigían sobre todo a Joanne, algo que Camila no podía soportar. Por fin consiguió que Clara aflojara, expresara algo de lo que tenía por dentro.

–Uno no se da cuenta de que los hijos crecen, ¿sabe? –dijo quedamente, mirando para abajo–. Y de pronto uno se encuentra con una persona desconocida, un adulto del que apenas reconoce ciertos rasgos, pero que resulta seductor. Yo quiero conocer a mi hijo, Camila. ¡Nos hacía tanta falta estar así, un tiempo juntos, y ahora no sé cómo responder!

–Pero, ¿qué fue lo que pasó el domingo? –frenó Camila–. Y no puede negar que fue algo grave, porque es evidente.

–No fue algo concreto, de verdad. Julián me necesita todavía, y yo no me daba cuenta. Creía que ahora que es grande se había hecho autónomo. Cuando estaba chiquito yo le dedicaba muchísimo tiempo, sobre todo desde que el papá se fue para Cali. Después, primero por plata y luego por prestigio, empecé a trabajar cada vez más, por él, pero solía llegar tarde y nos veíamos menos. Me acuerdo de una vez, él tendría unos doce años; yo volví como a las tres de la mañana, de una reunión absurda, y lo encontré en la puerta de la casa, afuera, con el frío de la sabana, apenas tapado con una manta, esperándome, y ya sólo faltaban un par de horas para levantarse e ir al colegio… Y yo, en vez de agradecerle el gesto, me puse furiosa, lo regañé y lo mandé a la cama, sin aceptar una excusa para faltar a clases al otro día. No fue eso concretamente, pero desde esa época, más o menos, nuestra relación cambió. El se volvió introvertido, huraño, y yo creía respetar su individualidad al no preguntarle cosas personales. Por eso ahora me encuentro con alguien que no conozco, con cara de hombre pero con esa carencia amorosa infantil, y le juro, Camila, que no encuentro el camino de reparar lo que hice.

–Tampoco se culpe –interpeló Camila, invirtiendo los papeles tradicionales–. Lo hecho ya no se puede remediar, no puede volver atrás para darle ese cariño que usted cree que hace falta. Algo debe estar pasando con él, vaya con cautela, pero no deje que el miedo la vuelva a apartar de él.

–¿Y cómo hago? Lo único que yo quería era intentar complacerlo, pero no funcionó, y hoy ni siquiera me habla…

–Esto parece una pelea de enamorados. ¿Qué le está pasando a usted, Clara? ¿Dónde está su dominio de sí misma?

–¡Y yo qué sé! Esto no es usual, como usted dice, pero es que tampoco lo es la situación. ¡Uno no se da cuenta todos los días de que la persona que más quiere en la vida es un extraño que ya no quiere saber nada de uno!

–¡Dígamelo a mí! Yo perdí a mi marido, al único hombre que he querido, sobre el que estaba construida mi vida… pero su caso es otro, un hijo siempre es un hijo, y uno nunca deja de querer a la mamá, pase lo que pase, así haya cosas que alteren la relación.

–¡Usted no entiende nada! No se ponga a hablarme de su experiencia, ni adopte ese aire de superioridad que no le sienta. Si lo que quiere es dar consejos, déselos a Joanne, que parece ser ahora el centro de atención de todo el mundo –gritó Clara, fuera de sí, y se fue deprisa a encerrarse en su cuarto.

Camila pensó que no la conocía. ¿Podía ser la misma que siempre estaba atenta a los más mínimos signos de expresión, que se mostraba tolerante ante cualquier situación, que dominaba la energía para encauzarla hacia fines constructivos? ¿Qué estaría sucediendo en su cabeza? ¿Debía ella buscarla o dejarla tranquila? Mientras tanto, lo mejor podría ser escuchar la versión de Julián.

Lo encontró leyendo en el pasto, con el discman puesto a un volumen tal que se podía reconocer perfectamente la canción que oía. Camila se sentó en el suelo, a su lado, sin que él lo notara, y lo miró un momento. Tenía el pelo sucio y enredado, y los principios de una barba dispareja y pobre sin afeitar; aun así, seguía pareciendo una estatua griega, con su cuerpo proporcionado aunque un poco magro, su nariz recta y sus cejas arqueadas. «Si yo tuviera su edad, me sentiría atraída y repelida por él al mismo tiempo; me habría parecido churro, pero lo vería como un hippie guache y decadente», pensó sonriente, y Julián la descubrió.

–¿Usted aquí? ¿No estaba con Clarita?

–Sí, pero está muy rara. ¿Sabe algo?

–No le pare bolas –contestó con gracia Julián, haciendo un gesto de resignación–, lo que pasa es que está celosa.

–¿Celosa?– se desconcertó Camila –¿Pero de qué, o de quién?

–No me diga que no ha notado nada. Esta muerta de furia con Joanne.

–¿Y usted se metió con ella para hacerla rabiar?

–Lo que yo hice no tiene nada que ver –se molestó Julián por un segundo, pero luego cambió de actitud–; lo que pasa es que le molesta que usted pase tanto tiempo con ella.

–¿Y qué esperaba? Yo estoy en la casa de mi amiga, que me invitó de pura querida, y lo menos que puedo hacer es estar con ella, porque, además, lo disfruto. Así que no pienso que sea eso. Yo creo más bien que pasó algo con usted.

–¿Conmigo? ¿Qué iba a pasar? No le puedo negar que peleamos, pero eso es algo normal y común. Sólo que ahora ella se quiere tomar atributos de mamita buena que ya no vienen a cuento, y yo la paré, pero no fue nada. Le juro que el problema es por otro lado.

–Es cierto que hay fricción entre ella y Joanne. No ha hecho más que echarle puyas, pero supongo que fue porque ella se lo levantó…

–¿Me levantó? –interrumpió Julián–. ¿Cómo así? O sea que yo soy un monigote con el que ustedes hacen lo que les da la gana…

–No quise decir eso, pero sí fue evidente que Joanne se lo quería levantar, y luego que lo consiguió.

–Yo también tuve mi parte…

–¡Me imagino!

–¿Le molesta? –preguntó pasito, pero mirándola a la cara.

–¿A mí? ¿Por qué iba a molestarme?

–¡Mierda, porque lo hice para eso! ¿No se da cuenta, Camila? Aquí la que genera conflictos es usted.

–Pues no entiendo nada. ¿Qué he hecho yo? Se suponía que era yo la que estaba mal, deprimida, desconsolada, y ahora resulta que mis amigos están mal por mi culpa. No me di cuenta a qué horas se volteó todo –dijo con angustia, pero luego reaccionó–. No, Julián, no me eche la culpa. Lo que haya pasado entre ustedes es asunto suyo, y lo único que no debí hacer fue meterme. Pero pienso que, si vamos a estar aquí los tres unos días más, ustedes deberían solucionar sus problemas, porque si no esto va a ser invivible.

Camila se paró y se fue a la cocina, a ver qué haría de almuerzo. No quería arrepentirse de haberlos invitado, pero en ese momento habría preferido que no estuvieran allí. La convivencia en la casa de ellos había sido fácil, a pesar de su dolor, y ambos estuvieron volcados en ella, para distraerla, pero las razones de la distensión eran claras: todos tenían que hacer sus cosas, no pasaban demasiado tiempo los tres juntos. También habían sido fáciles los primeros días en Francia, pues todo era novedoso, estaban de paseo. Por un lado, lo que había dañado la situación había sido la llegada de los otros en el fin de semana, y el hecho de que Julián se hubiera acostado con Joanne. No obstante, su propio cambio interior había transformado también las cosas. Tal vez era más fácil cuando ella necesitaba su apoyo, cuando era la víctima y ellos hacían como una cadena de solidaridad para sacarla adelante. Ya lo habían logrado, y ahora nadie sabía qué hacer, cómo redefinir las relaciones existentes.

Por último, la cercanía total entre madre e hijo había generado el mayor conflicto. Era verdad que no se conocían, tanto como que se querían mucho. La filiación se había vuelto simbiótica con el tiempo, y la aparente madurez con que la manejaban era un mecanismo para ocultar los lazos neuróticos que subyacían. Cada uno sólo tenía al otro en la vida, y ahí no cabía nadie más. Ella había llegado a desbaratar ese sistema tan precariamente montado, y habían logrado hacerle un hueco mientras llegaba el replanteamiento inminente. Joanne sólo había aparecido para apresurar las cosas, era la excusa. Lo que más le impactaba era el desmoronamiento de Clara, a quien siempre había considerado como un ser congruente, fuerte, con dominio de sí misma. Quizás había dado con su talón de Aquiles.

Clara se dedicó un día entero a consultar su destino. Releía sus libros secretos, de alquimia, ángeles y flujos energéticos para encontrar respuestas. Le preguntó al I Ching y a las runas (se agradeció a sí misma haberles hecho espacio en la maleta), pero no hallaba concreciones. No se identificaba con las respuestas, no entendía nada más allá del río revuelto en el que sí se encontraba; los libros sabios se le hacían ajenos, más que nunca, y eso aumentaba su confusión. Tampoco se sentía capaz de mirar dentro de sí, albergaba sensaciones sin referentes, encontradas, ambiguas. Y las dos personas cercanas, en espacio y afecto, frente a las que se generaba el grueso del conflicto, se habían enconchado y no permitían la confrontación. Desesperada, sólo le quedaba apelar a la autodisciplina y dedicarse al trabajo. Aunque con problemas de concentración, al día siguiente empezó a escribir un ensayo que esperaban a su vuelta. Pero las imágenes de Julián y de Camila interferían a cada instante, contradictorias, convulsas. Costaba esfuerzo deshacerse del impulso de correr hacia ellos, partida en dos, para llenar un vacío viejo recién descubierto y otro nuevo, casi absurdo, que negaba y aumentaba el anterior. Con voluntad, llenó hojas y hojas menos lúcidas de lo habitual, hasta quedar exhausta, y se durmió pensando que el amanecer cambiaría las cosas. Sin embargo, tras una mala noche, se despertó con el ánimo por los suelos. Hablar con Camila empeoró las cosas, primero porque sólo podía contarle una cara de su angustia, no inferior, pero menos oportuna. Era consciente de su incapacidad para manejar su estado de ánimo; a duras penas lograba tragarse palabras que sabía que la herirían o la desconcertarían para mal. Además, la postura de su amiga la incomodaba, tan distante, tan crecida, como si no estuviera involucrada. Era mejor seguir trabajando, para evitar el torrente que acabaría por desbordarse.

Julián, en cambio, creía tener más claras las ideas. Se daba cuenta de que había errado, pero ya nada podía hacer, así que no pretendía amargarse. De todas formas, Joanne se lo había tomado a la ligera, y le había dejado salir toda la energía que reprimía desde hacía un tiempo. Además, le había confirmado, sin saberlo, que Camila era demasiado importante en su vida. No era que simplemente le gustara, estaba enamorado de ella, y no iba a ser tan fácil despojarse de esa atracción. Era raro pasar tanto tiempo cerca a esa mujer que antes le parecía tan lejana, haber adquirido tanta confianza, porque a la larga seguía siendo imposible. Y era mejor que ella continuara sin darse cuenta de lo que pasaba. El problema con Clara era otra cosa. Todavía guardaba mucho rencor por la poca atención que le había dado cuando chiquito, aunque hasta ese momento creía que ya todo estaba superado y que simplemente se habían convertido en buenos amigos. Entendía que en la adolescencia era normal pasar por momentos de odio hacia la madre, si bien pensaba que eso también tendría que haber terminado. Igual, no era odio lo que sentía de nuevo; tenía la fantasía de abrazarla, primero con cariño y ternura y luego con rabia, hasta partirle los huesos; pensaba en irse y no volver a verla nunca, a la vez que se sentía feliz de que, por primera vez, lo hubiera llevado con ella a un congreso; querría que desapareciera, al tiempo que no soportaba que se dedicara a otra persona, ni siquiera a la propia Camila. Sin muchas opciones, había decidido esperar, solo, a que pasara la ambivalencia.

El aire se mantuvo cargado. Clara propuso adelantar el regreso, mas Julián no estuvo de acuerdo y Camila transó en su postura: les pidió a ambos que pusieran de su parte en la convivencia, que no la dejaran sola en el oficio doméstico, que intentaran reconciliarse y que siguieran acompañándola unos días más. No había nada más qué decir.

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JUEGO DE NAIPES

I

«Quiubo, Camila (¿puedo decirle “Mona”?):

»Es difícil escribirle. No sabía dónde estaba, y por eso no lo había hecho antes. Quería explicarle lo que ha pasado conmigo desde nuestra última conversación. Yo ya le conté, picada por usted, cómo fue mi historia con Jorge Enrique. De pronto sí soy una tonta, en tanto no me importaba que mi amante estuviera casado. Tal vez me comí el cuento del matrimonio desbaratado por puro facilismo, porque habría sido muy doloroso aceptar lo contrario. De hecho, todos los hombres interesantes de más de treinta o son unos neuróticos de mierda, o son homosexuales o están casados… así que ésa resulta por descarte la mejor categoría. Eso sí, no sobra repetirle que yo no pensaba “tirarme” una pareja, que creía que ya se había roto antes de mi llegada. Por supuesto, si hubiera sabido que la mujer seguía enamorada de él, me habría echado para atrás de inmediato. Y quiero que sepa que en cuanto la vi a usted destrozada con mi historia me empecé a hacer estas preguntas y rompí con él, por la sola posibilidad del daño que le pudiera hacer a la esposa.

»Pero no le escribo solamente para disculparme o justificarme. Quiero decirle lo que siento, el dolor que me corroe. Mi encuentro con usted resultó demasiado significativo. Me había preguntado más de una vez cómo sería volvernos a ver, qué sería de usted, y todas esas cosas. Mona, yo la quiero mucho, a pesar de todo el tiempo que dejamos de vernos, y de lo que pasó al final. Me di cuenta de que me ha hecho falta toda la vida, nadie ha estado tan cerca de mí como usted. La vi sólo dos veces, y ya no sé que hacer sin usted. ¿Por qué se fue? ¿Por qué no intentó hablar conmigo antes de irse?

»Después del maldito incidente, me he replanteado algunas cosas en mi vida. Mi relación con los hombres, claro (de ahora en adelante intentaré ser más responsable y más cuidadosa), pero también el problema de la incomunicación. Las dos cosas están relacionadas. Y en este punto, no ceso de reprocharme por no haber contestado sus últimas cartas, hace tantos años, dejar que se perdiera el contacto. Estábamos creciendo, y tal vez nos hacía falta distanciarnos, enfrentarnos solas, cada una, a la vida. Y así tomamos rumbos distintos. ¿Seríamos las mismas, habríamos hecho las mismas cosas si hubiéramos continuado siempre juntas, aquí, o en otra parte? Podría asegurar que no. Nos importaba demasiado la aprobación mutua. Y usted no habría aceptado mi proceso hacia lo underground, por decirlo de alguna manera, ni yo hubiera sido su madrina de bodas. Para ser lo que somos ahora tuvimos que distanciarnos, y eso fue bueno y malo. Nos hizo falta el matiz que habríamos puesto juntas a nuestras vidas.

»Pero eso ya pasó, nada que hacer. Ya somos lo que somos, y seguimos cambiando. Entonces, por favor, no nos separemos de nuevo. La amistad que había entre nosotras es algo invaluable, y yo creo que sigue viva. No quiero quedarme sin ella, quiero poder contarle lo que me pasa, lo que siento, mujer. No he querido a nadie como a usted, y vuelvo a necesitarla. Intuyo que a usted le puede pasar algo parecido, así que deje el orgullo a un lado y vuelva a quererme.

»Un abrazo,

»Lucía.»

II

«Hijita:

»Desde que te fuiste no he sabido de ti. Simón me preguntó dónde estabas y no tuve más remedio que decírselo, espero que no te importe. También me han preguntado por ti Vicky, Lucía y hasta tu papá. Y no sé qué responderles, porque tú no me has escrito ni llamado. Estoy muy preocupada por ti.

»¿Cómo estás? Creo que fui muy dura contigo al pedirte que no te separaras. Me ha costado entenderte, pero de pronto la decisión que tomaste es más acertada de lo que yo creía. El mundo cambia, hoy en día casi toda la gente se divorcia y ya no se ve tan mal. Yo me casé pensando que el matrimonio era para toda la vida, había sido criada para ser una buena esposa y una buena madre, era el destino de todas las mujeres que no se dedicaban a la mala vida. Tú sabes muy bien lo duro que me dio la separación con tu papá, no estaba preparada para eso. Pero tú eres distinta, y los tiempos han cambiado. Tienes una carrera, eres capaz de valerte por ti misma, y eres muy joven y puedes rehacer tu vida. Además, la sociedad ya está acostumbrada a las mujeres divorciadas y eso no les quita.

»Creo que nunca he sabido comprenderte del todo; siempre fuiste una niña buena y comedida que no me daba problemas, pero había algo de ti que se me escapaba. En cierta forma te envidio, por la forma en que has sabido llevar tu vida y afrontar los problemas. No me di cuenta a qué horas te hiciste una mujer con tanta personalidad. Debería aprender de ti.

»Lo que quiero decirte es que te apoyo de todo corazón. Te siento muy segura y por eso respeto tu decisión, y voy a aceptar todo lo que hagas en la vida. Me haces mucha falta, quisiera que estuvieras cerca. Hasta ahora no me había dado cuenta hasta qué punto dependo de ti para tomar mis decisiones, para que me obligues a hacer las cosas que me dan miedo, para que me acompañes, porque sabes que estoy muy sola. No pienses que quiero presionarte para que vuelvas rápido; demórate todo el tiempo que necesites, pero por favor dame señales de vida, pues necesito saber que estás bien y que te acuerdas de mí.

»Que Dios y la Virgen te acompañen y te guíen.

»Te quiere mucho,

»tu mamá.»

III

«Camila, ha sido muy bueno tenerte cerca de nuevo. Recuerdo nuestras andanzas juveniles (y lo digo como si hoy fuéramos unas viejas de casi treinta años) y me río de ver cómo me gustaba escandalizarte entonces. Aparentemente yo te estaba enseñando muchas cosas de la vida, pero la verdad es que me dediqué a aprender de ti. Me asombra todavía la capacidad que tienes para entender el mundo, sin juzgar, a pesar de tus propias restricciones internas que a veces te hacen la vida tan difícil. Te tomas las cosas tuyas muy a pecho, y en cambio muestras una objetividad apabullante cuando otra persona se abre a ti. Lo he visto no sólo en carne propia, estos adorables amigos tuyos que trajiste también gozan del privilegio de tu comprensión. Me encanta ver la forma en que quieres a la gente, cómo te das sin ahogar. Por supuesto, no estás exenta de neurosis –déjame inmiscuirme– y te complicas la existencia de una forma absurda. Es increíble que seas capaz de entregar tanto y en cambio no sepas recibir. El amor que te quieren dar ellos es increíble, y tú ni te enteras. Valoras demasiado la palabra –por eso tengo que decirte todas estas cosas, que preferiría que sintieras sin necesidad de oírlas– y pones en ella una barrera. No es que pretenda que seas como yo, ni parecida a mí, lo mejor que tenemos es nuestra diferencia, pero pienso que deberías replantearte tus esquemas rígidos. Yo no sé hablarte en la terminología adecuada, ni aunque lo hiciera en mi lengua materna, pero creo que me entiendes, ¿o no? Eso es. ¿Sabes una forma en que te podrías liberar? Yo no creo, y perdón porque sé que es tu profesión, en cosas como ir a un psiquiatra y buscar los orígenes de la angustia existencial en la infancia. Yo te propondría que te expresaras. Intenta pintar, bailar, escribir. Encuentra tu camino, saca toda la mierda que tienes por dentro y conviértela en obra. Yo sé que eso te sentaría muy bien. En estos días intermitentes en los que nos hemos visto hemos hablado mucho, hasta la saciedad. No pienses que no quiero seguir hablando contigo –¿qué estoy haciendo, si no?– pero creo que tú puedes dar mucho más que palabras. Descúbrete, exprésate. Es lo que te hace falta. Tienes tantas maravillas por dentro que podrías entregarle al mundo, que quiero ser generosa y no conocerlas sólo yo. ¿Me estoy yendo por las ramas? Mira, estos días aquí te han sentado muy bien; por mí, puedes quedarte todo el tiempo que quieras, y tus amigos también. Llegaste hecha un guiñapo, una maraña de dudas, con la depresión más grande que he visto en mi vida, y en poquísimos días te transformaste –sí, puedes agradecérmelo, y a tus amigos también– y pareces otra. Pero no te ilusiones, todavía te falta mucho. ¿Qué vas a hacer cuando regreses a tu país? Piénsalo bien. No basta con haber cambiado de aire, con disipar la tristeza. ¿Cómo te vas a enfrentar a Simón? ¿Qué actitud vas a tomar con tu otra amiga, la que tanta rabia te generó porque andaba con un hombre casado? Sería una lástima que por un malentendido –sí, me doy cuenta de que fue más que eso– decidas cerrarle tus puertas. Ella te escribió, ¿no? No sé que te dijo, pero creo que te pide que bajes la guardia. Eso quiere decir que te quiere mucho. ¡Fíjate cómo te quiere la gente! Por algo será, digo yo. Estos de aquí, Clara y Julián, vinieron con un motivo más importante que pasar vacaciones, ¿no te parece? Creo que todos merecemos una Camila mejor, no sólo por fuera, sino por dentro. Ábrete, enfrenta el mundo, saca la fuerza que hay en ti, crea, conócete, y así podrás ser la mejor Camila posible. Sabes que no me gustan los discursos, y esta retahíla se parece mucho a uno. Lo siento si me pasé. Pero quiero que seas feliz, que aprendas a quererte a ti como quieres a los demás. Y digo todo esto por una razón absurda: sonará estúpido, porque a la larga nos hemos visto muy poco y no hemos compartido la cotidianidad en la que se construye la vida, pero eres la mejor amiga del mundo, mi mejor amiga. (Cuidado, que te voy a comer a besos)».

IV

«Queridísima Camila:

»Si vuelvo la vista atrás, tengo que admitir, y lo hago con ganas, que eres la persona más maravillosa que he conocido. Tu generosidad, tu dulzura, tu entrega, tu simpatía, además, por supuesto, de tu extrema sensibilidad y tu inteligencia, hacen de ti una mujer increíble, mejor incluso de la que siempre esperé encontrar, y a la que dejé ir sin darme cuenta.

»Durante mucho tiempo te eché la culpa de mis desavenencias. No es justo, y espero estar a tiempo para disculparme. Sabes que hice muchas cosas por amor, por tu amor. Pero en realidad lo estaba haciendo por mí, para mí, porque creía que sólo estando junto a ti, después de conocerte, podría vivir en paz. Y cuando las cosas empezaron a salir mal, me decía, y te hacía sentir, que se debía a todo eso que había hecho: volver, casarme, asumir una vida que era la que, suponía, tú esperabas, incluso necesitabas. No sé cuales fueron tus motivos concretos, internos, para las cosas que hemos hecho juntos, pero supongo que también tuviste móviles contradictorios, como yo. No pretendo juzgarte, opinar acerca de lo que siento, o mejor sentía, acerca de adónde me has llevado. Porque he llegado a donde yo mismo he hecho de mí, junto a ti.

»Tal vez ya te he perdido, y no quiero aceptarlo. No puedo negar el dolor que siento por nuestra ruptura. Después de tanto tiempo, después de este dolor, descubro cuánto te quiero, pero admito que no estoy enamorado. Ya no. Te amé más de lo que puedas imaginar, y por ese amor que sentí me dejé llevar hasta límites que tú no soportaste. Quizá yo los hubiera aguantado de seguir a tu lado, por ese miedo a perderte que nunca me abandonó.

»Nos separamos mucho antes de que te fueras, tú lo sabes. Yo creía, hasta el último momento, que no podría vivir sin ti, y te hice mucho más daño por eso mismo. Dejar de amarte fue una consecuencia de nuestra falta de comunicación, de nuestra divergencia de caminos en la vida, y a la vez fue la causa del desastre en que se ha convertido mi vida.

»No debería decirte estas cosas, probablemente sea aun más contraproducente. Puedes botar esta carta a la basura en este instante. Pero, si aceptas leerlo, ya que no quisiste oírlo, pretendo explicarte lo que me pasó. »Cuando te conocí creía estar de vuelta de todo. Me había enamorado ya un par de veces y creía saber manejar el amor, las mujeres. Tenía un destino trazado, un futuro profesional prometedor, unas convicciones arraigadas. Joanne, nuestra Joanne (que espero que te esté cuidando bien, de paso), de algún modo era parte de lo previsto, pero venía con una sorpresa: tú. Al principio pensé que serías una más, quizá más bella y más dulce, pero otro romance cotidiano y pasajero. Con el tiempo que pasé junto a ti allá, ese poco tiempo que habría bastado para hartarme de cualquier otra, descubrí a la mujer de mi vida, aunque sólo lo supe en cuanto te fuiste.

»¡Eras mágica, Camila! La vida contigo se me abría, adquiría colores, sonidos, sensaciones nuevas. Me gustaba deslumbrarte, la forma como me mirabas, la admiración que parecías sentir por mí, y a la vez me desconcertabas cada día, con tu aplomo, tu sentido nada común, el potencial que adivinaba en ti. El amor nubla la cabeza, y tal vez me hice una imagen de ti que no correspondía a la realidad, y era la que esperaba encontrar cuando vine a buscarte. Por esa imagen me plegué a lo que creía eran exigencias tuyas, que implicaban una vida convencional. De otra parte, el balance que hacía de mi pasado me decía que no había sido del todo feliz en mi búsqueda de la diferencia, en un anticonvencionalismo que se convierte en una nueva convención, así que tampoco resultó tan difícil ceder. No es eso lo que me ha hecho infeliz, por cierto. Fue más bien el golpe contra la realidad. Seguías siendo maravillosa, pero no correspondías a lo que esperaba que fueras. Que conste que no pretendo culparte, como te dije antes, pues tú también eres lo que haces de ti misma, porque quieres o porque puedes. Pero esa niña cálida, despierta, con ansias, que podría haber cambiado parte del mundo, no era la que me esperaba aquí. Tampoco lo noté de golpe, tardé todos estos años para darme cuenta. Incluso pude haber tenido parte al no estimularte, qué se yo. En fin, pasó y ya está. Te seguía queriendo, como te quiero aún, y creía que eso bastaba. Seguramente lo seguiría creyendo si estuvieras aquí.

»No quiero herirte, Cami, de veras, no más de lo que ya lo he hecho. Pero necesito exorcizar esta maraña de emociones contradictorias que me ahorcan. Aquí va, y espero que la aceptes, así no te guste, mi versión de los últimos hechos. Conocí a Mónica por casualidad, y nunca pensé que pudiera enamorarme. En ella te vi a ti, a la de antes, a la que tanto había amado. Me ofrecía sin promesas lo que tú hacía mucho no me dabas: complicidad, amistad. No era para nada mi intención, pero me entregué a ella. Te seguía queriendo, que siempre quede claro, pero ella se me hacía también necesaria, más allá de la piel. Me sentía mal, bastante mal, por mantener dos relaciones paralelas, e intentaba dejar de pensar en ella para lograr dejar de verla. Era superior a mí. De todas formas, de ningún modo quería dejarte a ti, la mujer más importante de mi vida, no habría encontrado ninguna justificación suficiente. No te contaré como es Mónica, no creo que venga a cuento, pero quiero decirte que tampoco le hablé nunca de ti. Deberías enterarte, si no lo has hecho, de que ella también resultó afectada y apenada por la situación. No sé qué tan fuerte pueda ser lo que siente, o sentía, por mí, pero en cuanto supo de la ruptura de nosotros, decidió que era mejor que dejáramos de vernos, para no ser una simple sustituta tuya.

»¡Cómo quisiera que fueras mi amiga, Camila! Tengo tanta necesidad de abrazarte, de esconder mi dolor y mi rabia en tu regazo… que hasta me pongo cursi. Lo siento. Las perdí a las dos al mismo tiempo. Es mucho. Es suficiente, supongo que pensarás, pensará todo el mundo, es apenas lo justo por mi comportamiento, pero es demasiado.

»¿Cómo te perdí, Camila? Digo, antes de este desencadenamiento lógico de los acontecimientos. ¿Qué hice mal? ¿Por qué dejé de amarte, al punto de enamorarme de alguien más, si eras y eres todo lo que podía anhelar? Creo que la concreción estaría en otra pregunta: ¿cuándo dejamos de ser amigos, de ser cómplices? No te imaginas cuánta falta me hace tu amistad, la de los primeros tiempos, la de Londres, la que intentamos reconstruir cuando nos casamos, pero que pronto dejamos olvidada… Tenías cualidades increíbles, que supongo conservarás: sabías escuchar como ninguna, eras prudente y lúcida, enriquecías cualquier razonamiento que te profería con una intuición aguda, captabas en el aire aquello que yo mismo no era capaz de concretar… ¿Cómo perdí todo eso? ¿Cómo permití que te lo guardaras?

»No pretendo pedirte que vuelvas conmigo, que sigamos casados; no podría hacerlo después de haberte dicho todas estas cosas, por un lado, y por otro, debo aceptar que no sería lo mejor para ninguno de los dos, pero sí espero que regreses de otra forma. No sé si querrás, seguramente necesitas un tiempo de distancia, pero ansío que lo hagas en cuanto puedas. Me gustaría que reconstruyéramos con otras bases algo que hubo entre nosotros y que es lo más valioso que he tenido en la vida: tu complicidad. ¿Es mucho pedir?

»Repito que te quiero, y todas las veces que lo diga no alcanzarán a abarcar mi afecto por ti. Repito que lo siento, que me duele más tu dolor, el que te causé, que el mío propio, que me arrepiento de no haber sabido manejar las cosas, de dejar que se me salieran de las manos. Necesito que sepas que estoy disponible para ti siempre, siempre, para lo que necesites, y que pasaré mi vida, lo que queda, esperando tu amistad. Pido demasiado, tal vez, pero es lo que siento desde el fondo del alma. No hay ninguna prisa; si tanto tardé destruyendo lo bueno, hará falta tiempo para que crezca otra vez.

»Por lo pronto, espero que esta distancia te siente bien. Me alegró mucho saber (¡y me costó sacárselo a Teresa!) que te fuiste adonde Joanne, es una buena forma de cerrar el círculo. Habría sido bueno compartir la primavera otra vez, pero eso no viene al caso. Disfrútala, te mereces este tiempo dedicada a ti misma. Dale un beso a nuestra amiga de mi parte, y considera la posibilidad de escribirme o de llamarme cuando vuelvas. Creo que nos sentaría bien a los dos.

»Eternamente tuyo (perdón la cursilería),

»Simón.»

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EXPLOSIÓN

Todo había sucedido muy deprisa, como una explosión de sentimientos, sensaciones, emociones, ideas sin sentido. Tan inusuales como lo que la rodeaba ahora: una máscara de oxígeno, suero inyectado en el brazo, aparatos que medían sus reacciones. Supuso que había estado en coma, e intentaba reconstruir en la memoria lo que había pasado, el tiempo que se había disuelto en la inconsciencia.

Primero se acordó del accidente. Eran imágenes confusas, pero no cabía duda de que se había chocado. ¿Por qué iba manejando ella? Sentía un malestar físico en ese momento, quizá por haber bebido. Sí, se había estrellado contra un árbol en la carretera porque tenía ganas de vomitar. Además no se veía bien, era de noche… eso era. ¿Qué había detrás? Era bien extraño, lejano. Se veía a sí misma, como en flashes, desnuda, a veces con Julián y otras con Clara, pero eso tenían que ser alucinaciones, no era posible. Tal vez había padecido una fiebre muy alta o le habían tenido que dar algo extraño por el tubo intravenoso.

Leyó el cartel en la pared, «Defensé de fumer» y se dio cuenta de que seguía en Francia. Le habría gustado estar en casa, que Teresa la cuidara. ¿Le habrían avisado? ¿Estaría por ahí alguien conocido? Quiso cerciorarse. Intentó mover la mano para tocar el timbre, pero no pudo, como si no fuera dueña de su cuerpo. No sentía nada. Por su cabeza pasó la idea de que ya estaba muerta, y que lo que pasaba es que ahora veía su cuerpo tumbado en un hospital extraño, pero no era verdad: no se veía entera, ni desde arriba; apenas la mascarilla le dejaba ver parte del pecho y los brazos. Además, la imagen de la pantalla mostraba una línea bastante movida, y suponía que eran los latidos de su corazón. ¿Dónde estaría la gente? Quería que le quitaran al menos la máscara y hablar con alguien.

Nada. El tiempo se hacía interminable. Se sentía adormecida, pero no quería dejarse caer en el sueño, porque podrían no darse cuenta de que ya había vuelto en sí. ¿Cuánto tiempo habría permanecido en esa cama? ¿La tendrían que operar, o lo habrían hecho ya? No le gustaba la idea. Prefirió seguir tratando de recomponer el pasado. Los recuerdos se mezclaban: ahí estaba Simón, a veces encantador y otras furioso, pero sabía que eso era de mucho tiempo atrás. Buscaba cosas más frescas. Joanne, por ejemplo. ¿Cuándo fue la última vez que la había visto? Tal vez dos días antes. Sí, había vuelto el último fin de semana, con Maurice. Le contó que eran amantes desde que ella estaba casada; eso iba mejor. Maurice era pelirrojo y la había piropeado en español, con un acento muy divertido, desde que llegó. Tenía los ojos verdes y siempre estaba sonriendo. Joanne se había tomado con buen humor que él le coqueteara. Creía que había dicho que podría ser su próximo marido, porque así había empezado lo de Simón, o tal vez ella lo había pensado. No, Joanne sí lo había dicho. Maurice había sido muy galante, había ido a buscar flores en medio de la noche para traérselas, le corría la silla, le abría la puerta, le servía la comida. ¿Pero por qué se acordaba tanto de él, si no tenía relevancia? ¿Qué había detrás? Joanne y Clara habían hablado toda la noche, mientras Maurice se ocupaba de ella, y Julián se había quedado en un rincón, como ensimismado, pero mirándola todo el tiempo. Las dos mujeres habían acabado riéndose casi a gritos, abrazadas. Habían tomado mucho vino, todos menos ella. O sea que seguramente ese no había sido el día del accidente.

Era muy extraña la sensación de armar la propia historia. Ciertas cosas estaban clarísimas, no tenía ni qué preguntarse quiénes eran sus amigos o ella misma, por qué estaba en ese país, cosas por el estilo, así que no creía tener amnesia, pero otras se hacían confusas. «Será el shock», pensó. Estaba muy cansada, y no entendía cómo el hecho de recordar pudiera implicar tanto esfuerzo. No pudo más y sintió que se dormía otra vez.

Cuando abrió los ojos de nuevo vio que la lámpara estaba encendida, así que debía ser de noche. Esperó un rato, reconociendo el exterior. Oyó ruidos y quiso llamar, pero la máscara era un impedimento. ¿Qué le habría pasado? Seguía sin sentir su cuerpo, y le dio miedo haberse roto la columna y estar paralítica. Intentó mover otra vez la mano, y pudo estirar los dedos. Eso la alentó. De pronto, se le vino a la cabeza la mano un poco regordeta de Clara, con las uñas muy cortas, cogiendo la suya. «Camila, déjeme sentirla», había dicho. Después la había abrazado un buen rato. Luego le pidió que se tomara un whisky y ella no había podido negarse. Y a ése siguió otro, con la complicidad nocturna. Entonces le soltó un discurso desconcertante: «Estoy sintiendo cosas por usted que yo no sospechaba, y creo que le pasa lo mismo conmigo, ¿me equivoco? ¿Joanne le dijo algo de esto, verdad?» (sí, Joanne le había pedido que se dejara ir, que sintiera la piel, que Clara le iba a mostrar un camino, pero ella creía haber malentendido el asunto) «suéltese, Camila, déjeme entrar en su vida de otra forma, déjeme encontrarme en usted. Esto es igual de extraño para mí, nunca me había pasado. A esto se debe mi comportamiento en los últimos días. Camila, la quiero de una forma distinta, se me ha vuelto indispensable. Déjese llevar, venga…» y algunas cosas más. Era increíble que se acordara tan bien de las palabras, y en cambio no pudiera recordar con claridad lo que había pasado después. La había empezado a acariciar, a besarla en las mejillas y luego en el cuello, había tocado sus senos, la había desvestido… ¿Era posible? No se reconocía a sí misma, casi quieta, debajo de ese cuerpo femenino, grueso y sin mucha cintura, cuyos dedos se movían de su hombro al ombligo, de ahí a la espalda, despacio y sin torpeza. Que Clara hubiera sentido todo eso era una cosa, y no se quería meter a decir si estaba bien o no, pero que ella hubiese accedido, ¡que se acostara con otra mujer! era harina de otro costal. Así que era verdad. Claro, se había emborrachado, y luego había querido escaparse. Por eso había cogido el carro de Joanne. Eso era. De repente, sintió una punzada en el pecho. No sabía si era dolor físico o remordimiento. Pero la sensación se tradujo en el recuerdo de la boca de Clara recorriendo su piel; era agradable, incluso placentero. ¿Cómo podía serlo? No tenía sentido. Le daba rabia con Clara, pero se daba cuenta de que la responsabilidad de lo que había hecho recaía sólo en sí misma. Ese viaje había ido demasiado lejos.

Al otro día, el doctor la despertó como si nada. La saludó en francés, y al ver que no entendía bien, le preguntó en inglés si podía hablar, y ella señaló la mascarilla. El médico se la quitó, y ella notó que de todas formas era muy difícil sacar la voz. Balbució algo inentendible, a lo que el doctor le respondió que no se preocupara, que era normal. Ya estaba fuera de peligro; había tenido una contusión muy fuerte y había pasado cuatro días inconsciente. Tres, quiso decir ella, pero él no entendió. Se había roto una costilla, tenía un esguince fuerte en un pie, le habían parado una pequeña hemorragia interna a tiempo, nada de mayor importancia. Tendría que permanecer unos días más en observación, pero pronto recibiría la visita de sus amigos. Le tomó la tensión, revisó los aparatos, cambió el frasco de suero y le pidió paciencia con la máscara, cuando ella intentó no dejársela poner de nuevo.

La enfermera irrumpió en el cuarto y el médico le dio unas cuantas órdenes. Se acercó sonriente y le dijo varias cosas que ella no entendió. Después levantó la manta blanca y la sábana que la cubrían. Se dio cuenta de que tenía todo el pecho vendado. La chica la limpió con algodones empapados en agua tibia y le puso el pato. Le costó mucho trabajo orinar, por un lado por el esfuerzo de volver a darle órdenes a su cuerpo, y por otro, por el pudor de hacerlo delante de otras personas, pero se sintió aliviada después. Quiso preguntarle algunas cosas sobre su estado al doctor, quién la había llevado a la clínica, por qué no tenía visitas, pero éste se había marchado mientras la limpiaban. Cuando se quedó sola, pensó en Joanne, en todo lo que había hecho por ella, y se sintió apenada por darle estas molestias y por haber dañado seguramente por completo su carro. Volvió a dormirse.

Entre dormida y despierta, con dolores corporales que se filtraban justo antes de las inyecciones, pasó dos días más reconstruyéndose la vida. Joanne pasó por allí un par de veces, al caer la noche, y Maurice, el pelirrojo, la acompañó una tarde entera. Ella no podía hablar casi, pero ambos quisieron animarla. A Joanne le costaba más trabajo; se notaba que no se sentía nada cómoda en una situación así. Le llevó chocolates, le leyó una carta que Teresa le había escrito y le comentó que estaba esperando a que ella diera su autorización para avisarle, pero Camila negó rotundamente, con su cabeza, la posibilidad de preocupar a su mamá. Maurice, por su parte, se dedicó a hacerle trucos de magia, de los que le salían bien menos de la mitad, pero era muy gracioso; también la consentía, le decía lo atractiva que se veía vendada, con moretones y con tubos que salían de su cuerpo. Camila se preguntaba por qué hacía todo eso. Él era un encanto, pero distaba mucho de ser lo que ella necesitaba. Aunque, ¿qué era lo que le hacía falta? Tampoco lo sabía. Antes de su viaje a Francia, un compañero de trabajo, al enterarse de que se había separado, también la cortejó todo lo que pudo. En vano. Camila no estaba buscando un clavo para sacar a otro, y eso lo tenía claro. De todas formas, halagaban su vanidad, y éste la divertía.

El rompecabezas tenía formas cada vez más definidas, pero todavía faltaban piezas. El modo de descubrir alguna, muy fuerte para soportarla, le pareció peor que un golpe de boxeador en el estómago. El médico cada día le sacaba un poco de sangre, le habían hecho transfusión los dos primeros días y debía ver como seguía reaccionando. Un día le dijo, directamente: «No sé si debo felicitarla. Todavía no es seguro, puede haber una confusión en los exámenes, que corroboraremos con los de orina, pero parece que tiene usted un embrión de unos quince días en el útero». Camila se quedó de una pieza, y el médico le pidió que se tomara el asunto con calma. «Es de tamaño microscópico, por eso no le pasó nada», explicó, aunque le dijo que no sería de extrañar que tras un remezón así el cuerpo se ocupara de expulsarlo más adelante. «Tendría que estar preparada para una pérdida espontánea en cualquier momento», añadió.

Cuando volvió Joanne a verla, estaba llorando hasta reventar los ojos. «¿Qué paso?», se preguntaba a sí misma sin querer responderse. Joanne intentó tranquilizarla, diciéndole que no había sido nada grave, que ya se recuperaría, que saldría de ésa mucho más rápido de lo que pensaba. Pero Camila no estaba cuestionándose por el accidente en sí mismo, aunque luego descubriera algo más. Preguntaba por Julián.

Desde la primera vez que lo vio le había gustado. Era un niño realmente atractivo, y la seducía su particular forma de mirar el mundo, su manera de expresarse, su suavidad y su armonía. Se sobresaltaba a veces en su presencia, pero le parecía equivalente a la atracción que sintiera en la adolescencia por algunos ídolos cinematográficos o musicales. No le cabía en la cabeza que ese jovencito universitario, descuidado, marihuanero, pudiera sentirse atraído por ella, tan mayor, tan normal («Usted no es normal, mujer; usted tiene por dentro un terremoto que va a acabar saliendo, y es eso lo que me tiene loco», le había dicho después). Ya en la casa de él algo había sentido, pero no quiso darle importancia. Y cuando ese primer fin de semana acá él se había metido con Joanne, se había disipado la posibilidad; le había picado un poco el asunto, pero no le dio mayor importancia, hasta que él le confesó que sólo lo había hecho para darle celos, para que reaccionara y se diera cuenta de lo que estaba pasando entre ellos. Y luego había emergido la atracción; los besos, las caricias, los suspiros. Él se declaró enamorado, suplicó con ternura, se entregó por completo, y ella se había abandonado en esa sinrazón.

Ahora lloraba por las consecuencias de su desmesura. Joanne la miraba aterrada, no entendía. Y Camila seguía preguntándose, ahora en silencio, qué la había llevado a tales extremos. Días después, en el apartamento de Joanne en París, le intentaría exponer la complejidad de lo que pasaba dentro de sí: «Imbuida en este universo que habíamos creado nosotros, me sentía como un bicho raro. ¿Estaba pasada de moda o fuera de lugar porque sólo me había acostado con una persona en toda mi vida, sólo con mi marido? ¿Era eso tan horrible? ¿Tenía que ponerme a la altura de los demás? Pero, ¿a la de quién? Simón era el hombre que me había prometido amor y fidelidad eternos y luego descubrí que actúa en forma muy diferente, que no cree en la felicidad común ni duradera y que me puso los cuernos seguramente más de una vez antes de que apareciera la tal Mónica y de nuevo le cambiara los esquemas; Clara dice que no quiere saber nada del amor, que le parece una cosa banal, casi de imbéciles, incluso utilizaba a los hombres para saciar su piel, según me confesó, y en cambio trastocó su realidad y acabó sintiendo cosas para las que no creía estar preparada; Lucía cree que el amor es algo difícil, esquivo, distractor, algo importante pero prescindible, y a la vez se mete en relaciones absurdas, de las que no puede salirse, o en otras carentes de sentido; Julián piensa que el amor es una quimera, una imagen que vende la publicidad y que nada tiene que ver con la realidad, y a la vez dice que ama, y justo a mí; y tú opinas que el amor se desarrolla sólo en el campo del deseo, descrees de la monogamia y el compromiso y no te quedas más que con la piel… ¿Qué podía hacer yo ahí, con mis ideas anticuadas, mi romanticismo, mi seguridad de que en la vida hay un amor importante, y sólo uno, que no se debe dejar escapar? El golpe de perder a Simón, así hubiera sido decisión mía en última instancia (creo que si yo no me hubiera ido, y en cambio le hubiese pedido que dejara a su amante, él lo habría hecho y ahora seguiríamos juntos, aunque seguro que igual de mal), me abrió los ojos, pero tantas cosas juntas fueron demasiado para mí. Julián me gustaba desde antes, a pesar de ser un muchachito elevado y desaliñado, pero lo de Clara sí que no lo entiendo. Y menos el resultado bochornoso: un choque absurdo y un embarazo fuera de lugar…». Pero todavía no tenía esas palabras medianamente lúcidas en ese cuarto higiénico y ajeno. Y entonces tampoco Joanne se prestaba para eso. Camila sentía que su amiga iba a verla todos los días porque sentía que era su deber, por ser su huésped enferma, que no tenía a nadie más (Clara, tras saber que Camila estaba fuera de peligro, intentar solucionar de antemano la cuenta del hospital y encargarle encarecidamente su cuidado a los médicos que la atendieron en principio y a Joanne, había regresado con Julián a Colombia, alegando las responsabilidades de ambos allá, y evitando enfrentarse con Camila en cuanto recuperara la conciencia; eso sí, llamaba todos los días para saber de su recuperación. Julián había querido quedarse, pero su madre se lo impidió –económicamente, de qué otra forma–, y Joanne se negó a sostenerlo mientras tanto, así que no tuvo otro remedio que devolverse), cosa que aumentaba su agradecimiento. Poco a poco, desde que ya no se cansaba tanto, era capaz de sentarse y podía hablar con relativa regularidad, las visitas fueron más amenas. Volvió Maurice y también fueron Oriette, Luc y otro par de amigos de Joanne.

La cabeza le seguía dando vueltas, pero prefería ocuparse del cuerpo. La fisioterapia era dura, y ya podía comer dieta blanda, aunque le costaba mucho tragar. Empezó a caminar con muletas y fue recuperando los colores al tiempo que se iba la cara de angustia, según le confirmó Joanne. Pero había en el fondo una certeza que la seguía preocupando. El choque no había sido involuntario: ella se había querido matar.

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VUELTA AL RUEDO

Un año y medio después, Camila volvió a casa de su madre. Se había dado a sí misma una especie de vacaciones productivas, como decía Joanne. Se quedó en París, primero aprendiendo francés y luego haciendo un máster en terapia familiar en la Sorbona. Había empezado a escribir de nuevo, otra especie de diario, que junto con unas clases de baile y expresión corporal habían suplido la necesidad de encauzar su energía interior. Joanne había constituido su cable a tierra, aunque no se veían demasiado, pues ya en una construcción cotidiana sus mundos se bifurcaban. Además, ella misma sentía la profunda necesidad de estar sola, sin negar su dificultad para afrontar el silencio.

El aborto no se había producido espontáneamente. No era momento ni lugar para tener un hijo; «lo tendré –se repetía a sí misma a menudo– cuando esté en las condiciones adecuadas; no quiero perderme la aventura de la maternidad, pero primero tengo que ocuparme de mí, y luego conseguirle un papá adecuado». Así que, con la decisión tomada, acudió a su amiga, que alguna experiencia tenía en el asunto. Joanne no daba crédito ante la seguridad de Camila, ya que intuía que su moralismo le impediría tomar una resolución de ese calibre, pero alabó su coraje: «es lo que yo habría hecho en tu lugar, sin lugar a dudas; me encanta tu fortaleza para afrontarlo», y se ocupó de conseguir el lugar apropiado y cuidarla en la corta convalecencia. Fue un acto doloroso, desprenderse de una parte de sí que algún día podría tener vida propia, pero no había vuelta de hoja. Las lágrimas se fueron con el feto en el que Camila se reconoció. Era otra forma de morir.

A través de su madre, se había enterado de los reclamos de afecto de los demás. Ya los estaba extrañando, el ascetismo no estaba entre sus planes. Además intuía, ya sin modestia, que ella también les estaría haciendo falta. Las cosas, por supuesto, no podrían ser iguales. Su relación con Teresa era la primera que tendría que dar un vuelco, y después se tendría que enfrentar con su hermana y con su padre, no para construir unos vínculos ideales que no habrían dejado de ser utópicos, pero le urgía afirmarse por fin ante ellos, permitirles que la conocieran, abrirles la puerta. Más adelante vendría la confrontación con Clara, la reconciliación con Lucía, el cambio de términos con Simón y Julián. No se moriría si no hallaba las respuestas esperadas –ya se tenía a sí misma, y eso era lo único urgente–, pero quería recuperar los afectos con bases más firmes.

Con el título de maestría, que la había regocijado sólo momentáneamente, sabía que tendría que abrirse un nuevo camino laboral, mucho menos sencillo y peor remunerado. Pero estaba dispuesta a dar la batalla, así tuviera que compaginarlo con otras actividades. Seguiría bailando, y mantendría los cuadernos de notas a su lado, uno tras otro, todo el tiempo que pudiera. Aun le faltaba un tramo largo en el proceso de autoconocimiento; sentía que era otra persona la que volvía, mas no por eso iba a perder a la vieja Camila. Ahí estaba, dormida; la que se despertó estaba naciendo. No era feliz, pero iba por buen camino.


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